miércoles, 7 de noviembre de 2007

El Callejón. Novela por entregas. Página 5.

He desayunado, han debido pasar un par de años más, porque me he tomado un Cola-Cao calentito con pan frito, a mí me gusta mojado en azúcar. Mi prima acaba de entrar a buscarme para jugar. Ella se ha tomado la leche en casa de Mercedes, la mayor de las vecinas de la casa, y se ha traído a Pedro, su marido. Por el zaguán, camino del patio, nos ha llamado la Corruca para darnos un besito. En el patio, nos ponemos junto al baúl de los juguetes. Pedro, ya jubilado, se sienta como todos los días junto a nosotros, con la silla vuelta del revés, echado hacia delante sobre el respaldo con los brazos cruzados. No suelta el bastón ni se quita el sombrero nunca. Apenas recuerdo sus palabras, sólo esa imagen suya con una sonrisa atenta a nosotros. Nos sentimos protegidos bajo la sombra de Pedro. A él y a su mujer, Mercedes, la edad les ha quitado el artículo de sus nombres.

Han pasado las horas y nos estamos aburriendo, así que cogemos en brazos a los muñecos para darnos un paseo en coche. El coche lo guardamos en el comedor de la Tata. Ya nos hemos subido a él. Nuestro coche son dos sillas colocadas entre las puertas abiertas de la trinchadora. Yo voy conduciendo, naturalmente, con una tapadera redonda entre las manos. Mi prima lleva en brazos a los niños. Ella tenía, y aún hoy tiene, sólo dos días más que yo. Ella era mi prima, mi hermana, mi compañera de juegos, mi mujer cuando jugábamos a las casitas y me hacía aquellos potingues de limón, azúcar y vinagre que yo me tomaba en las copitas de plástico transparente amarillo de su cocinita. Es curioso cómo hoy recupero aquel recuerdo. Yo miraba para su lado y le sonreía. Vagamente, creo que ya intuía la necesidad de ser querido, de ser amado por una mujer; la necesidad que iba a tener de amar, sobre todas las cosas, seguramente, a una mujer. Y me sentía bien.

Ahora huele a incienso en el patio, la luz ha cobrado la densidad azul celeste del tiempo, oigo la voz de mi madre desde la puerta del comedor, las voces de todas las madres de aquel patio de la higuera, que ya empieza a madurar en el aire.

Noto aquí, tras los cristales empañados del tiempo, una presión en el estómago homogénea y acogedora mezcla de todos los olores de mi infancia, esa suave presión que desde niño ha sido la señal de la felicidad o el augurio de cosas inesperadas que van a cambiar favorablemente el curso de mi vida.

Ha llegado el momento: todos los niños arremolinados en el patio salen del laberinto en busca del pantalón corto nuevo de este año, en busca de agua-colonia de lavanda, de nazarenos de cera, de almendra dulce con sabor a incienso, ..., de relojes detenidos, de magia, de la intensidad que se quedó y que siempre me espera cuando la necesito en ese rincón de la memoria. Es, claro, Semana Santa, la primera Semana Santa que recuerdo.

Con estos recuerdos me viene a la garganta un dulce sabor áspero que se va derramando poco a poco hacia abajo templando y dando cierta tensión a cada órgano de mi cuerpo.

Luchan en mí las ganas de seguir desgranando recuerdos que me hacen sentir bien y el dolor de verlos, al fijarlos aquí, ya pasados para siempre. De verlos como una película que se puede volver atrás y reiniciar tantas veces cuantas se desee, que se puede parar todas las veces que se quiera, pero en la que no se puede entrar, en la que ya no se puede acariciar a los que están allí contigo, en la que no se pueden ya decir las cosas que uno debió decir y no dijo, en la que no se pueden dar ya las caricias que alguien se quedó esperando. La película de unos hechos condenados, sentenciados a no volver a ocurrir.

(Continuará ...)