Fue arriesgada la apuesta, fue mucho lo que perdí, pero en el fondo no me arrepiento, porque de haberlo conseguido, de haber conseguido enamorarte, el premio hubiera merecido la pena. Era tan evidente que seríamos felices juntos...
Las últimas ocasiones en que nos habíamos visto, las cosas parecían haber avanzado mucho: tu mano hacía lo que yo deseaba, tu voz decía lo que yo necesitaba y me parecía que todo ocurría así también a la inversa. Quizás me faltó paciencia, no lo sé, pero yo necesitaba más, necesitaba algo más que aquel té, algo más que aquel rato, algo más que aquel teatrillo con principio y final, con escenario, por mucho que los diálogos parecieran cada vez menos fingidos, que por último parecieran fuera del guió ya, o quizás por eso.
Por eso quizás me aventuré.
Fue un lunes, yo había llegado hasta aquí como siempre, debatiéndome entre ser yo o pensar en ti a la hora de vestirme, de elegir la colonia, de peinarme, aunque últimamente, hasta en estas pequeñas cosas, parecía que lo que yo prefería era lo que te gustaba:
- ¡Qué bien hueles!
- ¡Qué camisa más bonita!
Y me atreví:
- Pues yo hoy tengo algo que decirte.
- No me asustes. ¿Ha ocurrido algo? ¿Es algo malo?
- No, no te asustes, ha ocurrido algo, pero no creo que se vaya a caer el mundo por ello. ¿Quién sabe? A lo mejor hasta se ilumina.
- ¿Qué ha ocurrido? Venga, no me asustes.
- Me he mudado. He cambiado de casa, he alquilado un piso aquí al lado, junto al mercado.
Lo dije con una sonrisa confiada, porque , a pesar de todo, esperaba que esto nos acercara más. Sin embargo, en el fondo, me latía algo dentro con intranquilidad.
- ¿Por qué lo has hecho?- dijiste. Y por el semblante que pusiste pareció que te hubiera anunciado una enfermedad grave.
- ¡Ah! querías que te lo hubiera consultado, ¿eh?- intenté ayudarte a salir de la trampa que tú misma parecías haberte puesto con tu expresión.
- No, no es eso.
Y siguió todo, como siempre ocurre contigo, con normalidad. Sabiendo lo que hoy sé, me parece mentira que reaccionaras como lo hiciste entonces, me resulta increíble la facilidad con que pones la mano cuando te vas a caer y cómo parece que todo el mundo esperara que te sacudieras la mano de la forma en que lo haces al levantarte, que en el aire estuviera hecho el hueco para tu mano, para tus piernas flexionándose y para conducir el polvo que te sacudes, de nuevo al suelo.
Te di la dirección, me acompañaste -incluso- aquella tarde a verlo en un gesto que yo no sabía cómo interpretar, pues detrás de él y de tu jovialidad algo me inquietaba, un velo que había detrás de tu mirada, donde se sitúan esos ojos que creemos a salvo de los demás, como en otra dimensión paralela y que es desde donde el yo que realmente somos se siente seguro y lo vigila todo. Pero, a veces, un extraño callejón los lleva a coincidir con los reales, los hace visibles y nos hace dudar. Eso debí yo notarte aquella tarde, porque sólo tenía motivos para sentirme dichoso y, sin embargo, había un nosequé que me mantuvo intranquilo todo el tiempo.
Te fuiste, sencillamente. Tú también te mudaste, pero sin dejarme nada, ni una nota, nada, nada más que un abatimiento, una angustia, un vacío que sólo se puede explicar con un silencio lento, muy lento, hondo, muy hondo.
(Continuará ...)
domingo, 28 de junio de 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)