miércoles, 30 de noviembre de 2022

Nos desnudamos

 Nos desnudamos.

No desnudamos nuestros cuerpos;
bueno, no sólo .

Nos miramos.
No sólo se miraron nuestros ojos;
donde no se ve, allí nos buscamos.

Nos abrazamos.
No se abrazaron nuestros cuerpos;
bueno, no sólo.

Reclinamos el rostro.
nuestros dedos empezaron el camino;
de otro modo, aún no sabíamos hacerlo.

Nos acariciamos.
No acariciamos nuestra piel;
bueno, no sólo.

Nuestras manos serenas
hirieron nuestros cuellos, y luego
se suspendieron los sentidos…


No hablamos.
Cómo enseñar con palabras
el camino a no se sabe dónde.

Nos cesamos.
Cesó el yo, cesó el tú; cesó todo;
bueno, no todo.

Nos fundimos.
No se fundieron nuestros cuerpos;
bueno, no sólo.

Todo se fundió.
Todo fue el Todo.
Sí, todo fue el Todo.

Jesús.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

José Ángel Iríbar, el Chopo

 José Ángel Iríbar


Con él llegaron a mi vocabulario infantil palabras como etxea, Zarautz, Makatxa, que yo iba anotando cuidadosamente para no estropear la magia que las rodeaba, en un cuaderno infantil de dos rayas, de aquellos finitos con grapa que usábamos en el colegio para ir descubriendo el misterio de las primeras letras y las primeras cuentas.


Junto  a esas referencias biográficas, yo iba pegando con engrudo de harina o cola de carpintero, que me regalaba un amigo de mi padre, cromos de Ángel (estampitas las llamábamos entonces) y recortes del “As”, del “Marca” y hasta de “El mundo deportivo”, que conseguía a veces en la droguería de Ricardo, quien leía este periódico y lo utilizaba luego para envolver los productos que mi madre me encargaba comprar allí. Pero mis recortes eran, sobre todo, del “As Color”, que yo esperaba ansioso cada martes a que llegara en el autobús de Sevilla al quiosco de La Plazuela. En el “As Color” salía siempre un reportaje con fotos en color del equipo madrileño que jugaba en casa y otro con fotos en blanco y negro del que jugaba fuera. Había, por tanto, cuatro fechas en el año seguras en que me llegaban fotos de mi ídolo en acción, dos de las cuales me regalaban, además, esa vida que daba el color de las rotativas de la época a las imágenes, color al que no estábamos acostumbrados en la prensa ni en la tele de la época, casi ni en las calles o en las ropas de la época. En las páginas centrales del periódico, venía también un póster: cada semana de un equipo y, a veces, de jugadores individuales.

Mi admiración por Iríbar (y mis pocas dotes futbolísticas con los pies, todo hay que decirlo), me hizo ser portero y disfrutar de esta afición hasta bien entrados los treinta años. En el colegio, claro, me llamaban “El Iríbar” (mote por el que aún me conocen algunos señores que fueron compañeros míos entonces). Yo, por supuesto, era del Athlétic y eso era algo tan natural para todos, tan orgánico en el niño que era entonces, que a mis compañeros del colegio y del barrio no les hubiera cabido en la cabeza que fuera de otra forma.


Con el paso de los años, mi sentimiento de hermandad con José Ángel Iríbar Cortajarena, del que yo creía saberlo casi todo: dónde nació y se crio, el nombre de su mujer y de sus hijos, sus partidos infantiles en la playa, su paso por el Basconia, su llegada al Athlétic, sus partidos con la selección, su empresa de distribución de fruta, sus encuentros de leyenda con Zamora y Lev Yashin,… mi sentimiento de hermandad con él era tal, como decía, que sus compañeros de alineación: Sáez, Larrauri, Guisasola, Echeberría, Aranguren, Argoitia, Igartua, Zubiaga, los hermanos Rojo, Fidel Uriarte Macho, Antón Arietaaraunaneña, Carlos, Dani,… eran como compañeros de clase o del equipo de la calle, tal era la relación cotidiana que teníamos; aunque, a la vez, me resultaban personas admirables porque, al jugar con Iríbar, no cabía otra posibilidad en la cabeza del niño que yo era.  


Ese sentimiento me hizo interesarme luego por el País Vasco y participar afectivamente, en la distancia, de los momentos convulsos de la sociedad vasca, con la que disfruté y sufrí tanto en mi adolescencia y mi primera juventud.

Recuerdo ahora con nostalgia aquel póster de Iríbar, con los brazos en jarra, y los mejores jugadores de la liga de aquel año que una marca de refrescos colocó en el bar “El Barco”; con la impresión que me causó aquel póster enorme empezó todo. Recuerdo también aquel primer cromo de Iríbar que tuve después, regalo de mi primo Salvador, en el que “El Chopo” estaba con la misma pose y que me despertó un sentimiento de ternura profunda al verle el rostro contraído y muy rojo por tener el sol de frente. Aquellas casualidades y mi sintonía posterior con él marcaron mi vida de una forma determinante: mi afición por el fútbol (que me salvó en la adolescencia de las difíciles relaciones con los niños de mi época), mi afición por la prensa (primero llegaría la prensa deportiva, luego me bebería todo tipo de prensa), mi afición por la radio y, de la mano de ambas, por la escritura, esa literatura que me llevó a dar clases de ésta toda mi vida y a ser aprendiz de escritor hasta hoy mismo.


Es curioso, Ángel, cuando oí por primera vez la canción de Quique González: “Aunque tú no lo sepas” reviví muchos amores vividos en silencio, que es a lo que se refiere la canción, pero también me acordé de ti, porque, aunque tú no lo sepas, fíjate en lo mucho que hemos compartido.


Gracias, amigo.