Abro, por fin, la puerta y vivo en un instante todos los años que no he pasado en ella, como si ese tiempo al que yo creía haber distanciado me hubiera alcanzado de pronto. Y noto, sin embargo, la ternura infinita que sólo se siente por lo que se ha perdido definitivamente, ese vacío que se extiende en un eco interminable desde una zona indefinida donde el regusto del paladar se hace melancólico, infinito hacia el fondo, hacia ese fondo que, mucho más abajo de donde tocan nuestros pies, nos hace atisbar la vaga intuición del lugar que ocupamos en todo esto, de la pequeña pieza que somos en el complejo laberinto de callejones de El Todo.
Mi cama, sus patas niqueladas, la colcha verdosa y gris con la que la visto siempre en la memoria, siguen en el mismo sitio. La cama que me acogió cuando me arrojaron de la cuna a ese mundo que empezaba a hacérseme ya desde entonces indescifrable, esa cama que me arropó cómplice tantas veces mientras yo me iniciaba, primero inocente y a solas, en eso que creí durante tanto tiempo que era amor, amor que se iba haciendo mientras esperaba ser aceptado, ensayos de amor tierno que me curaban de tantas cosas y de tanta gente, que seguramente sólo me curaban de mí mismo con curas que dejaban, al tiempo, la herida abierta lo justo, lo justo para seguir disfrutando de ella, la herida de la vida la podría llamar si no me sonara pretencioso y cursi como me está sonando ahora mientras lo pienso.
Me siento en la cama y vuelvo a sentirte conmigo. No, no fueron tus manos, María, las primeras que las mías soñaron acariciar aquí arrebujados, en esta cama. No fueron nuestros cuerpos los que se enredaron en aquellas marañas de sueño y realidad de las tardes de verano entre sábanas que nos hacían soñar hombres y mujeres recién nacidos. No, no fue para tu boca mi primer beso ni fue para mí tu primer deseo de ser eterna. Y, sin embargo, ahora, al pasar de los años, ha venido con tus manos, con tu cuerpo, con tus besos, aunque sólo sean soñados, la vida entera a estremecerse en mí de nuevo.
Mi pupitre, tu nombre sigue grabado en él, “María”, debajo para que nadie lo encuentre nunca, para siempre, como en mi alma, “María”. Tu nombre me llena la boca y al pronunciarlo renacen en mí a la vez la sensación de plenitud que desde aquella infancia lejana sólo tú me has dado, posiblemente sin querer, sólo por ser como eres: esa sensación de certeza, de seguridad en mí y en todo, porque todo estaba en su sitio, porque después de tantos años, vaivenes e incertidumbres todo volvía, como por arte de magia, de tu magia, la de tus ojos, la de tu voz y la de tu mirada, que me hablaban y me oían juntas, a cobrar sentido. La certeza de aquel presente de niño para el que no existía nada fuera de la plenitud del instante. María, pronunciar tu nombre y acariciarlo aquí, como lo acariciaba en aquellos lejanos cuadrantes de los tablones del Instituto donde lo desgastaba, casi sin tocarlo, cuando nadie me veía. Allí, te acariciaba suave en el papel, en el mero dibujo de tu nombre y me invadías cálida y lenta y me hacías revivir aquellas bibliotecas en que yo creí que todo lo tuyo era nuestro y yo no sabía cómo ocultar tras una broma que lo mío, que yo todo te pertenecía desde muchos años antes de conocerte, que mis ojos tenían dueña, tú, desde el principio de los tiempos en que un extraño equilibrio entre las cosas fue trazando todos los caminos que serían y los fue escondiendo en callejones, en túneles que iban paralelos y se acercaban y se cruzaban y se alejaban y, a veces, muy pocas veces, coincidían para siempre y corrían juntos hasta el final.
Y se cruzaron, se volvieron a cruzar tu destino y el mío, allí, en Madrid, en nuestras vidas nuevas. Yo siempre había ido a los mismo lugares por los mismos caminos; pero aquel día, aún no sé bien por qué me desvié de mi camino habitual y comencé a encontrarme con personajes diferentes, con otros paisajes, o quizás sólo fuera yo el que no era el mismo y por eso todo había cambiado, por eso los mismos paisajes, las mismas gentes, ésos, ya no eran los mismos. Lo cierto es que aquel día yo tenía la sensación de que mi vida iba a cambiar antes de llegar a la oficina. Como si por un pliegue del tiempo el presente dejara que se colara en él, en la conciencia del momento, el futuro, las esperanzas y los deseos. Pero esa sensación ya la había tenido yo muchas veces y nunca había cambiado nada.
(Cotinuará ...)
miércoles, 6 de agosto de 2008
El Callejón. Novela por entregas. Página 12.
¿Han vuelto a saltar los años? Es domingo por la mañana, la felicidad existe. Tengo la cabeza tapada para no ser descubierto en la cama de mis padres, con una risilla de caricato, deseando ser encontrado. Es curioso como mi memoria me devuelve una y otra vez a la misma cama, a las mismas escenas, a los mismos caminos en los que ya se ha edificado tanto y no pueden, por tanto, volver a ser transitados. Mi padre me pega de mentirijillas en el culo, las risas lo inundan todo y, flojo, me saca de entre las sábanas. Qué blancas son las sábanas, cuánta luz tienen, ¡hasta dónde es capaz de colarse dentro el olor de la alegría! Me siento a caballo en él, mi madre me trae el cola-cao con pan frito, me coge la mano y yo me lo tomo. Me miran, cómo me miran. Sí, ¡la felicidad existe!, existió, al menos, algún día.
Al ver El Sillón, por unos instantes, se me ha confundido todo en el estómago, con esa vuelta de tripas inexplicable que nos lo aclara todo. Me parece que El Sillón está muerto, me sorprende que no lo hayan enterrado, me sorprende su tristeza, su insondable tristeza (qué bien reflejan algunos tópicos los sentimientos), la insondable tristeza que me produce el verlo solo, sin él, la misma tristeza de la última vez que lo vi sentado aquí.
Ya no hablaba, quiero decir que ya ni siquiera lo intentaba como antes. Mi madre le pasaba la maquinilla una y otra vez por su cara con la misma lentitud que sus miradas se iban yendo despacio, abandonadas, una a una para no volver. De vez en cuando, una lágrima nos recordaba que estaba vivo cayendo perezosa por su cara. Ése fue el último día que lo vi. Después, mi madre me fue despidiendo de él por teléfono, y me contó que fue así, por los ojos por donde la vida fue terminando de abandonarlo. Así, como un pueblo que se va quedando sin habitantes, él se fue quedando una a una sin palabras, primero sin las suyas, luego sin las que le prestábamos los demás, sin recuerdos, sin lágrimas, sin miradas, y así se fue quedando solo con su cuerpo, con su cuerpo sólo, ... y cerró los ojos. Los cerró como se van cerrando poco a poco tras nosotros algunos callejones cuando se nos van alejando inevitablemente del cristal trasero de este viejo tren que somos, desde el que se nos escapa todo.
Me voy acercando a la puerta de mi habitación, de la habitación de aquel que yo era, y el estómago vuelve a oprimir mis pulmones como para invadirlos o para fundirse con ellos, el pulso se me acelera ligeramente y las fuerzas me van abandonando lentas mientras me vuelvo ingrávido y dejo de sentir la piel a la que siento, sin embargo, en toda su integridad a un tiempo.
(Continuará ...)
Al ver El Sillón, por unos instantes, se me ha confundido todo en el estómago, con esa vuelta de tripas inexplicable que nos lo aclara todo. Me parece que El Sillón está muerto, me sorprende que no lo hayan enterrado, me sorprende su tristeza, su insondable tristeza (qué bien reflejan algunos tópicos los sentimientos), la insondable tristeza que me produce el verlo solo, sin él, la misma tristeza de la última vez que lo vi sentado aquí.
Ya no hablaba, quiero decir que ya ni siquiera lo intentaba como antes. Mi madre le pasaba la maquinilla una y otra vez por su cara con la misma lentitud que sus miradas se iban yendo despacio, abandonadas, una a una para no volver. De vez en cuando, una lágrima nos recordaba que estaba vivo cayendo perezosa por su cara. Ése fue el último día que lo vi. Después, mi madre me fue despidiendo de él por teléfono, y me contó que fue así, por los ojos por donde la vida fue terminando de abandonarlo. Así, como un pueblo que se va quedando sin habitantes, él se fue quedando una a una sin palabras, primero sin las suyas, luego sin las que le prestábamos los demás, sin recuerdos, sin lágrimas, sin miradas, y así se fue quedando solo con su cuerpo, con su cuerpo sólo, ... y cerró los ojos. Los cerró como se van cerrando poco a poco tras nosotros algunos callejones cuando se nos van alejando inevitablemente del cristal trasero de este viejo tren que somos, desde el que se nos escapa todo.
Me voy acercando a la puerta de mi habitación, de la habitación de aquel que yo era, y el estómago vuelve a oprimir mis pulmones como para invadirlos o para fundirse con ellos, el pulso se me acelera ligeramente y las fuerzas me van abandonando lentas mientras me vuelvo ingrávido y dejo de sentir la piel a la que siento, sin embargo, en toda su integridad a un tiempo.
(Continuará ...)
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