miércoles, 6 de agosto de 2008

El Callejón. Novela por entregas. Página 12.

¿Han vuelto a saltar los años? Es domingo por la mañana, la felicidad existe. Tengo la cabeza tapada para no ser descubierto en la cama de mis padres, con una risilla de caricato, deseando ser encontrado. Es curioso como mi memoria me devuelve una y otra vez a la misma cama, a las mismas escenas, a los mismos caminos en los que ya se ha edificado tanto y no pueden, por tanto, volver a ser transitados. Mi padre me pega de mentirijillas en el culo, las risas lo inundan todo y, flojo, me saca de entre las sábanas. Qué blancas son las sábanas, cuánta luz tienen, ¡hasta dónde es capaz de colarse dentro el olor de la alegría! Me siento a caballo en él, mi madre me trae el cola-cao con pan frito, me coge la mano y yo me lo tomo. Me miran, cómo me miran. Sí, ¡la felicidad existe!, existió, al menos, algún día.

Al ver El Sillón, por unos instantes, se me ha confundido todo en el estómago, con esa vuelta de tripas inexplicable que nos lo aclara todo. Me parece que El Sillón está muerto, me sorprende que no lo hayan enterrado, me sorprende su tristeza, su insondable tristeza (qué bien reflejan algunos tópicos los sentimientos), la insondable tristeza que me produce el verlo solo, sin él, la misma tristeza de la última vez que lo vi sentado aquí.

Ya no hablaba, quiero decir que ya ni siquiera lo intentaba como antes. Mi madre le pasaba la maquinilla una y otra vez por su cara con la misma lentitud que sus miradas se iban yendo despacio, abandonadas, una a una para no volver. De vez en cuando, una lágrima nos recordaba que estaba vivo cayendo perezosa por su cara. Ése fue el último día que lo vi. Después, mi madre me fue despidiendo de él por teléfono, y me contó que fue así, por los ojos por donde la vida fue terminando de abandonarlo. Así, como un pueblo que se va quedando sin habitantes, él se fue quedando una a una sin palabras, primero sin las suyas, luego sin las que le prestábamos los demás, sin recuerdos, sin lágrimas, sin miradas, y así se fue quedando solo con su cuerpo, con su cuerpo sólo, ... y cerró los ojos. Los cerró como se van cerrando poco a poco tras nosotros algunos callejones cuando se nos van alejando inevitablemente del cristal trasero de este viejo tren que somos, desde el que se nos escapa todo.

Me voy acercando a la puerta de mi habitación, de la habitación de aquel que yo era, y el estómago vuelve a oprimir mis pulmones como para invadirlos o para fundirse con ellos, el pulso se me acelera ligeramente y las fuerzas me van abandonando lentas mientras me vuelvo ingrávido y dejo de sentir la piel a la que siento, sin embargo, en toda su integridad a un tiempo.

(Continuará ...)

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