La puerta está abierta, ella está sentada en el sofá, la habitación está en penumbra y veo cómo la cara se le alegra. Con su voz y sus caricias parece querer decirme que todo está bien, que no me preocupe, que me quiere. Noto su miedo al silencio, su lucha por hacerme llegar calor, por hacerme llegar esa ilusión ya vacía de convencerme para que me quede.
- María sigue en Madrid, ¿la has vuelto a ver? - Sí, alguna vez la he visto. - Pobrecilla, ¿cómo habrá podido terminar así?.
“Sí, alguna vez la he visto”. Me gustaría poder decirle la verdad, que sigo enamorado de ti y que te veo casi todas las noches; pero sería hacerla sufrir para nada.
Se me hace cada vez más difícil interpretar este papel, el papel del muchacho que murió cuando salí de aquí hace años ya, del muchacho que murió ese día y que quizás sea hoy cuando vengo a enterrar junto a mi padre. Me produce pena que no me dejaran cambiar aquí, que no me dejaran crecer, que sigan viendo en mí sólo lo que esperan, que me hayan echado en definitiva; y los maldigo, los maldigo, además, por haberme enseñado que mis nuevos amigos tampoco me verán cambiar, que ni siquiera ven ahora en mí más de lo que esperan; por haberme enseñado que yo, seguramente, no soy capaz de verlos a ellos tampoco.
-¿Y mi hermano?
-Se fue ayer. ¿No habláis por teléfono?
-Sí, mamá, claro que hablamos.
Y es verdad, hablamos algunas veces al año, como corresponde a hijos de los mismos padres que nunca fueron hermanos.
-Se fue anoche. Él sí pudo llegar a tiempo al entierro.
-Ya te he dicho que a mí me fue imposible, créeme.
-Como te es imposible quedarte más tiempo...
-Sí, mamá, me es imposible...
A su lado está el sillón de mi padre, El Sillón lo habíamos llamado siempre, el único que le recuerdo, en el que salté tantas veces en sus brazos, que me sirvió tantas veces de coche cuando él me enseñaba a conducir, en el que cabalgué tantos días junto a él.
Continuará ...
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