Al volver la calle, veo la casa de mis padres, de mi madre sólo ya. A esa casa nos mudamos a los pocos años. A la nueva casa se vino también mi prima. La casa era de mi abuelo y en ella vivíamos: él, mi tía y su familia y nosotros, hasta entonces sólo mis padres y yo. Luego nacería mi hermano.
Aunque no vivíamos solos, habíamos mejorado considerablemente. En la nueva casa teníamos ya dos dormitorios y una cocina que se comunicaba con el comedor, que con el paso del tiempo alternó su nombre con el pretencioso nombre de salón. El cuarto de baño seguía estando en el patio, pero ahora tenía un wáter, un lavabo y una ducha; aunque, eso sí, el cuartito-ducha, como le gustaba llamarlo a mi padre, lo compartíamos con la familia de mi tía y mi abuelo. Con el tiempo, tuvimos termo eléctrico y, más tarde, mi tía construyó un cuarto de baño para los suyos en un pequeño porche, entradita se le decía enonces, que teníamos delante.
A pesar de la ducha, en los primeros años de la nueva casa, mi madre me seguía bañando en el baño de zinc junto a la mesa camilla, a la que le remangaba la falda para que me llegara el calorcito de la copa. El baño era el sábado y el agua achicharraba siempre. Los demás días, mi madre me lavaba lo necesario, es decir: los pies, las manos, la cara, y la minina, como ella la llamaba. Esa minina ocultada como su nombre en el silencio y la reprobación, cargándose de morbo cada año, cada día, casi; esa que me hacía refugiarme en los sueños, que hacía que se refugiaran en mis sueños aquellas historias de amor con las actrices o con las niñas de mi colegio, tan auténticas que en ellas casi nunca nos daba tiempo de desnudarnos cuando la prematura explosión de la fisiología les ponía el fin. Un fin mezcla de ternura, esperanza y ansiedad, la ansiedad de saber que hasta dentro de un buen rato, mañana quizás, no volveríamos a abrazarnos con esa intensidad. Pero para esto faltan aún varios años.
Los sábados tocaba también lavarse la cabeza. La cabeza me la lavaba en el lavabo, cuyo borde, al final de la operación, se encontraba grabado en mi frente en rojo por la presión a la que mi madre la había sometido.
La puerta está abierta, ella está sentada en el sofá, la habitación está en penumbra y veo cómo la cara se le alegra. Con su voz y sus caricias parece querer decirme que todo está bien, que no me preocupe, que me quiere. Noto su miedo al silencio, su lucha por hacerme llegar calor, por hacerme llegar esa ilusión ya vacía de convencerme para que me quede.
(Continuará ...)
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