Lo que mi amigo Luis no sabía, ni yo por supuesto entonces, era que uno de sus alardes de jefatura me iba a abrir la puerta a otro mundo, me iba a introducir en un callejón del que ya no saldría, me iba a enseñar que yo no era tan raro, me iba a hacer descubrir que había más gente como yo. Es curioso que hasta esto me lo tuviera que hacer ver él.
Fue durante una feria. Ya habíamos crecido y andábamos por esa edad en la que se está tonteando con el tiempo, aún no nos atrevíamos a crecer y ya notábamos el empujón de la vida como un aullido imparable y desconcertante.
Yo estaba en primero de B.U.P.. Habíamos quedado todos en su casa (qué casualidad) para ir todos juntos. Cuando me acerqué para ver a qué hora íbamos a salir ya se habían ido. Lo habían hecho a una hora inusualmente temprana y me habán dejado allí. ¿Cómo no me habían avisado si yo vivía dos casas más arriba? Me han hecho falta muchos años para aceptar que aquello no fue un mal entendido, los años necesarios, seguramente, para apartar ese velo que sabemos que está ahí y lo ignoramos hasta que lo que hay detrás creemos que ya no nos hará demasiado daño si nos asomamos a verlo.
Entonces me vi solo y me di cuenta de que, sin saberlo, me había ido acostumbrando poco a poco a estarlo, y me fui a la feria, a buscarlos, pero empezaba a sentir de alguna forma que empezaba a no necesitarlos. Claro que eso era sólo el principio y yo no era capaz de verbalizar nada de esto que vagaba por mi cabeza buscando aún las palabras que lo ordenara y que todavía tardaría unos años en encontrar.
Y las encontré poco a poco, como ocurren estas cosas, como ocurren casi todas las cosas, y cuando las encontré, aún tardaría unos años más en saber lo que hacer con ellas hasta que ellas solas se pusieron en su sitio y cobraron sentido.
Aquel día bastante tuve con ir a buscarlos, con ir confirmando que me gustaba atender a mis pensamientos, a mis sensaciones, atender a ver qué hacían cuando eran sorprendidos por todo lo que veían, oían y olían fuera.
Y no encontré a Luis ni a los otros, claro, y me senté en los escalones de la calle de los cacharritos con unos chavales a los que apenas conocía del Instituto, y allí pasamos toda la noche charlando. Y me di cuenta de que no era yo el único que prefería estar charlando a ir ensayando con las cosas de los mayores, de que no eran tan raras las cosas de las que a mí me gustaba hablar, y, sobre todo, me di cuenta de que había gente que decía cosas mucho más interesantes que las mías, que aquellos muchachos decían cosas que a mí se me antojaba al oírlas que andaban en mi cabeza hacía tiempo y que ellos como por arte de magia me las estaban sacando de ella con sus palabras, que les estaban prestando sus voces para que salieran.
Aquel día yo sentí que había gente con la que yo tenía que ver, que había gente que no necesitaba un jefe, que aquello, claro, no era una pandilla.Pero para darme cuenta de verdad de todo eso tuvieron que ocurrir más cosas y pasar más años. Entonces yo sólo lo sentía. Y, de vuelta a casa, me di cuenta, de eso sí que me di cuenta entonces, de que después de mucho tiempo, aunque no iba nadie conmigo, no volvía solo a mi casa.
(Continuará...)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario