sábado, 19 de enero de 2008

El Callejón. Novela por entregas. Página 8.

La esquina de El Barco era otro de los límites de nuestro territorio. Más arriba era como otro barrio, algunos de los niños que vivían allí arribota estaban, incluso, en mi clase; pero pertenecían a otro mundo. Sus pandillas no eran la nuestra, yo nunca había entrado en sus casas, no conocía los nombres de sus madres, ni siquiera sus caras. No existían, casi, para mí y si alguna vez pasaban fugazmente por mi mente no podía imaginar a qué sabrían sus comidas, aunque fueran las mismas que comía yo en mi casa; a qué jugarían con sus amigos; o qué harían sus padres cuando llegaban a casa después del trabajo...

Aquél era un tiempo en que la vida se hacía en la calle, quizás porque en las casas no se cabía o quizás las casas eran pequeñas porque no se necesitaba más que un sitio para comer y para dormir. La televisión todavía no había cambiado nuestras vidas y la cocina aún no era lugar de exhibiciones. Era una época en que no había nada de lo que presumir, no había nada que enseñar, y por eso, seguramente, nada había que ocultar.

Al final de la calle, más arriba aún, comenzaba el campo. Los sábados nos llevaba allí mi primo Juan, que era mayor que nosotros, a jugar a la pelota. Nos llevábamos la merienda y agua porque íbamos a lo que nos parecía una larguísima excursión. Esos, apenas, trescientos metros, esos apenas cinco minutos me parecían inmensos, como me parecía inmensa cualquier cosa que estuviera fuera del aquí y el ahora; para mí, el presente, lo inmediato era lo único que existía. ¡Cómo echo de menos la intensidad de aquellas vivencias!, la capacidad de agarrarlo todo simultáneamente, todos los olores, todos los sabores, todos los sonidos, la nitidez de la luz que lo fijaba todo, el vértigo de todo aquello unido.

Aquella excursión me gustaba no sólo por lo que tenía de aventura, sino porque íbamos a jugar a la pelota, sólo a la pelota, quizás por eso no venía casi nunca Luis. Él era el jefe de mi pandilla, aunque nadie había elegido jefe nunca en la pandilla ni nunca nos hubiéramos planteado que éramos una pandilla, pero nadie discutía entre nosotros las decisiones de Luis. Desde muy pequeño, a él le gustaba ir dejando claro cada cierto tiempo quién mandaba y para ello decidía cambiar de juego cuando mejor nos lo estábamos pasando.

A pesar de todo, no recuerdo aquel tiempo como infeliz, seguramente por esa capacidad de los niños para inventar el mundo cada día, por esa capacidad de desterrar de sus vidas todo aquello del pasado que no merece ser convertido en presente, como si esas cosas que le ocurrían fuesen algún error raro de los mecanismos naturales de la vida y, por tanto, les fuesen ajenas.

Sin embargo, estas arbitrariedades de Luis y la sensación de impotencia que me producía la obediencia ciega de los demás en estos jefes, fueron creando poco a poco en mí un espíritu rebelde y un gusto por la soledad que después de haberlo disimulado mucho ha terminado siendo una de las cosas esenciales que soy.

Pero entonces, claro, yo no entendía todo esto. ¿Por qué no era yo como Luis?, ¿por qué no me hacían caso los demás niños como a él?, ¿por qué no era yo feliz aceptando sus deseos y sus caprichos como hacían Pepe, Rafa o el Manolo?, ¿Por qué tenía yo que ser tan raro?, ¿por qué no era yo capaz de hacer descubrir a los demás niños lo divertido que era aquello de escribir un diario?, ¿de llevarlo siempre encima para que no te lo descubrieran: en los calcetines, en los calzoncillos, en la camiseta?, ¿por qué era yo tan torpe que no podía hacer ver a mis amigos algo tan obvio?.

(Continuará ...)

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