Salgo de la casa y me acompaña esa vaga sensación que se aloja entre el pecho y el estómago que confundimos con tantos sentimientos y que esta vez tiene que ver con uno de esos destellos, de esos guiños con que se nos muestra fugazmente la hondura irreversible del tiempo.
Giro en la esquina de El Barco, que ya no es un bar, que ya no es nada más que una pequeña pared y una puerta cerrada desde hace años. En la puerta, veo, como siempre, a Manolo. Él y el Maestro Música flanquean la calle : Manolo aquí y el Maestro allí abajo, en su zapatería, al otro extremo de la calle. Ambos murieron hace años, como los locales en que habitaron y que permanecen abiertos ya sólo en mi recuerdo.
Echado hacia delante sobre el respaldo de la silla oigo al de El Barco hablarme de Iríbar, ese hombre tan grande al que le aplauden en todos los campos por los que va, ese portero al que dicen que habrá que ponerle las porterías más grandes, que nació en Macatxas, en Zaráuz, un pueblecito de San Sebastián. De él dicen que es un hombre con cabeza, que tiene un almacén de frutas y verduras con varios camiones. -Niño, ¿a que tú no sabes quién es Villanova? Pues mira, ése es un portero que tira penaltis, que los tira mejor que ninguno de sus compañeros y ha marcado un montón de goles. -Y ¿quién es La Galerna del Cantábrico? Es Gento; y Puscas, Cañoncito Pum. -Mira, hijo, el Recreativo de Huelva es el decano del fútbol español, ¿tú sabes lo que es eso?, el equipo más antiguo de España. Verás, allí había minas de hierro y en ellas trabajaban muchos ingleses; los ingleses son los inventores del fútbol, y por eso empezaron a jugar allí, en las minas, en Huelva, cuando todavía no se conocía ese juego en España.
Recuerdo cómo contaba aquellas anécdotas con su voz aguardientosa, quebrada y cálida, cómo las recreaba emocionado y hacía que yo oyese las voces del público cuando Gento corría por la banda, y las ovaciones que recibía Iríbar al entrar al campo en el silencio de aquellas noches estrelladas de verano en la puerta de El Barco, en esas noches en las que me acostaba más tarde porque al día siguiente no había colegio. Cuando veo ahora recreadas en el cine escenas como ésta me llama la atención el silencio, la quietud de las calles de este tiempo, ... y debieron ser así en realidad aquellas noches de vecinos en camiseta de tirantas, en corro a la puerta de sus casas, de taberneros sobre el respaldo a la puerta de las tabernas, de bombillas con platillo que apenas estorbaban la luz de la luna. Sí, todo eso debió ser así, aunque yo lo recuerdo con otro ritmo, con ese sonido que me envuelve por completo, con esa sensación de presente fuera del cual no hay nada. Con el ritmo vertiginoso de los pensamientos del niño, de aquel niño que fui.
Con la voz de Manolo, por su mirada, en sus ojos, a través de ellos, yo veía todos los detalles de las películas que me contaba. Mientras, a su lado, su mujer asentía y confirmaba con un par de frases vagas lo que él decía, como para que descansara, como para dar realce con su inseguridad o lo desmadejado de sus ideas a la forma de contar historias de su marido. Él lo hacía con la seguridad, con el ritmo justo, con esa capacidad que sólo algunos viejos tienen de ir desgranando lo que cuentan, dando tiempo al que las oye de imaginarlo, de sentirlo todo y no dándole tregua, no dejando que se aburra.
Ahora, recordando a estos hombres descubro que sí tuve abuelos, abuelos de esos de las películas, que tuve muchos abuelos que me contaron historias y que me quisieron o que, al menos, dejaron que me sintiera querido; y me apena no haberlo descubierto antes, de no haberles sabido transmitir lo importante que fueron para mí, y me veo ante el inmenso agujero del tiempo cuando noto que ya no puedo hacer nada más que desahogarme en estas palabras del pensamiento que tardaron en llegar tanto. El tiempo, ese callejón que nos une y nos separa de todo, de lo que fuimos, y de todos, de todos los que fueron con nosotros, en nosotros.
(Continuará ...)
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