Como fui feliz yo luego cuando te encontré desde el autobús en aquel semáforo, como lo fui yo al encontrarte de nuevo cada tarde en que tomábamos café y todos los días en que preparaba las frases, los gestos, las risas, los nervios de nuestros encuentros.
Como será la mañana ésa en que al despertar te encuentre a mi lado porque has decidido quedarte, quién sabe hasta cuándo. Como es cada día que te contrato, cada tarde en que preparo nuestro encuentro, en que no sé bien por qué, percibo que todo son indicios de que quizás será ésa la ocasión.
-¿Tiene usted hora?. La pregunta me ha devuelto al vagón en el que voy casi solo. A través de los cristales, por estos paisajes desiertos por los que hace tantos años que me lleva, veo uno de esos espectáculos simbólicos que desasosiegan tanto, uno de esos espectáculos que se dan a esa hora crucial que parece durar años; esa hora en la que la vía pasada se pierde en un atardecer rojo, cada vez más rojo, cada vez más lejos, cada vez más apagado pero aún de día, y a la vía por venir la engulle un enorme agujero negro, un agujero que se asocia al frío breve y brusco y nos sobrecoge. Esa sensación de estar entre el día y la noche, en medio del tiempo.
Con los vaivenes del tren he debido quedarme dormido. Vamos ahora cruzando un túnel, uno de los muchos túneles por los que ha transcurrido tantas veces este tren que me lleva y a los que, sin embargo, no consigo acostumbrarme. Uno de esos túneles que como algunos callejones de la ciudad, aunque conocidos, cada vez que los cruzo me dan un vuelco en el corazón, como si al salir de ellos mi futuro no fuera a ser el mismo, como esos agujeros negros que nos hacen saltar varios años luz, varias vidas quizás, como si de salir un momento antes y cruzarme con las que en ese instante pasan por allí, a salir después y que la gente sea otra dependa no sólo mi futuro, sino el futuro de toda esa gente que ya nunca me encontrará en ese momento y en ese sitio y la de los que sí me llevarán siempre consigo en la retina subconsciente como ellos irán en la mía, modelando seguro en algún porcentaje el futuro de mis gustos y mis disgustos, de mis anhelos y mis decepciones, que en alguna medida ya tendrán irremediablemente como parte de sus modelos y de su medida de las cosas aquel instante, aquellos olores, aquellas sonrisas, aquellas caras de fastidio, aquella gente.
Continuará (...)
viernes, 18 de septiembre de 2009
El Callejón. Novela por entregas. Página 21.
Sentí como si viajara en un tren, en un tren como éste que parece alejarme irremisiblemente de mi pueblo, de mi pasado, de lo que fui, de lo que fuimos. Sentí como si viajara en un tren que se hubiera llevado un largo tiempo junto a otro (un tiempo indefinible: tal vez una eternidad que me pareció un instante, o quizás un instante que me pareció una eternidad), como si esta ventanilla desde la que ahora no veo más que la hondura del espacio en el azul de la noche hubiera coincidido con la tuya en el otro tren y hubiésemos estado mirándonos fuera del tiempo todos los años que el mundo lleva rodando y, de pronto, notara que tu tren parte, se va sin saber adónde, sin saber quién eres, y notara en ese momento toda la impotencia posible tras estos cristales, fríos, que no dejan pasar mis manos, in mi boca, ni mi voz. Y estos pocos centímetros se fueran dilatando poco a poco, uno a uno con la misma inexorabilidad que van cayendo los minutos, las horas, los días, los años sobre nosotros.
El misterio volvía a aparecer, aquellas dudas de los primeros días que supiste enterrar en mí volvían a nacer ahora aumentadas. ¿Por qué te habías ido de esta forma? Ahora cobraba sentido aquella pregunta: ¿por qué lo has hecho?, me dijiste. ¿Por qué sólo podíamos vernos en tu casa?, jamás al cine, ni a cenar, ni a dar un paseo siquiera, ¿por qué siempre a esa hora? Todos los porqués se unían en una incógnita única que me ahogaba. ¿Qué estaba ocurriendo?, ¿qué me estabas ocultando?
Y seguí buscándote.
El tren ha parado en otra estación y yo, aturdido, he creído ver unas nubes de humo subiendo desde la vía, esas nubes de humo que tengo asociadas a los trenes de mi infancia.
Noto ahora como arranca, como me va llevando despacio. Me siento solo, distinto, ajeno a las conversaciones que me sobrevuelan, que me atraviesan como si yo fuera transparente, ignorado, o tal vez sólo sean mis ganas de serlo, o quizás que esas sensaciones me sean ya tan familiares...
Este tren me va llevando de nuevo a ti, de nuevo a mí. Me va alejando de ese yo que se va quedando tras los cristales, de ese yo que aún ve mi madre o que se resiste a abandonarla, a ése que ahora veo allí con sus pantalones cortos en el fondo de la noche. A ése que recuerdo con ternura, con el balón debajo del brazo y que me mira inmóvil desde el fondo del tiempo como me miraba yo mismo en aquellos sueños de niño en que me soñaba de mayor sin que pudiera recordar al despertar la cara que tenía en el sueño. Me miro desde la infancia como pensando -¿y así seré yo? Jamás se le había ocurrido que fuera tan complicado el futuro, que crecer fuera seguir perdido, que el misterio de su vida, que quizás el misterio de todos fuera ir buscándose siempre, buscando ese lugar seguro, ese lugar ideal donde sentarse a disfrutar, donde sentarse a descansar al fin, que no llega nunca. Jamás se le habría ocurrido aquello, que lo que buscaba todo el mundo, que lo que él también buscaría pasados unos años fuera ese jersey del pijama celeste al que mi madre le había quitado el bolsillo y le había puesto un escudo del Atlétic, con ese pantalón corto negro y esos calcetines largos de ella que le servían de medias y que se sujetaba con unas rodilleras de herradura que le sujetaban a la vez las rodillas y el corazón, a punto de salírsele por todos lados porque aquel día estrenaba sus primeras botas de fútbol. Era difícil imaginar, embutido en la emoción de esa ropa, que el futuro no fuera seguir en aquella isla del paraíso que delimitaban dos piedras en el suelo separadas por siete pasos medidos y remedidos cada vez que el balón las movía. Y no saber que no había que buscar nada, que lo que perseguiría a tientas el resto de su vida estaba allí y entonces. Y es que quizás sea eso todo, buscar esa isla, ese cerro en el que jugábamos, en el que fuimos felices eternamente una tarde. Ser de nuevo felices eternamente otra tarde, u otra mañana, o, a lo mejor, sólo una hora o sólo un momento.
Continuará (...)
El misterio volvía a aparecer, aquellas dudas de los primeros días que supiste enterrar en mí volvían a nacer ahora aumentadas. ¿Por qué te habías ido de esta forma? Ahora cobraba sentido aquella pregunta: ¿por qué lo has hecho?, me dijiste. ¿Por qué sólo podíamos vernos en tu casa?, jamás al cine, ni a cenar, ni a dar un paseo siquiera, ¿por qué siempre a esa hora? Todos los porqués se unían en una incógnita única que me ahogaba. ¿Qué estaba ocurriendo?, ¿qué me estabas ocultando?
Y seguí buscándote.
El tren ha parado en otra estación y yo, aturdido, he creído ver unas nubes de humo subiendo desde la vía, esas nubes de humo que tengo asociadas a los trenes de mi infancia.
Noto ahora como arranca, como me va llevando despacio. Me siento solo, distinto, ajeno a las conversaciones que me sobrevuelan, que me atraviesan como si yo fuera transparente, ignorado, o tal vez sólo sean mis ganas de serlo, o quizás que esas sensaciones me sean ya tan familiares...
Este tren me va llevando de nuevo a ti, de nuevo a mí. Me va alejando de ese yo que se va quedando tras los cristales, de ese yo que aún ve mi madre o que se resiste a abandonarla, a ése que ahora veo allí con sus pantalones cortos en el fondo de la noche. A ése que recuerdo con ternura, con el balón debajo del brazo y que me mira inmóvil desde el fondo del tiempo como me miraba yo mismo en aquellos sueños de niño en que me soñaba de mayor sin que pudiera recordar al despertar la cara que tenía en el sueño. Me miro desde la infancia como pensando -¿y así seré yo? Jamás se le había ocurrido que fuera tan complicado el futuro, que crecer fuera seguir perdido, que el misterio de su vida, que quizás el misterio de todos fuera ir buscándose siempre, buscando ese lugar seguro, ese lugar ideal donde sentarse a disfrutar, donde sentarse a descansar al fin, que no llega nunca. Jamás se le habría ocurrido aquello, que lo que buscaba todo el mundo, que lo que él también buscaría pasados unos años fuera ese jersey del pijama celeste al que mi madre le había quitado el bolsillo y le había puesto un escudo del Atlétic, con ese pantalón corto negro y esos calcetines largos de ella que le servían de medias y que se sujetaba con unas rodilleras de herradura que le sujetaban a la vez las rodillas y el corazón, a punto de salírsele por todos lados porque aquel día estrenaba sus primeras botas de fútbol. Era difícil imaginar, embutido en la emoción de esa ropa, que el futuro no fuera seguir en aquella isla del paraíso que delimitaban dos piedras en el suelo separadas por siete pasos medidos y remedidos cada vez que el balón las movía. Y no saber que no había que buscar nada, que lo que perseguiría a tientas el resto de su vida estaba allí y entonces. Y es que quizás sea eso todo, buscar esa isla, ese cerro en el que jugábamos, en el que fuimos felices eternamente una tarde. Ser de nuevo felices eternamente otra tarde, u otra mañana, o, a lo mejor, sólo una hora o sólo un momento.
Continuará (...)
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