A Inés y Andrés.
Por todos los cuentos,
por todas las noches que nos hemos regalado.
AQUÍ HAY MUCHOS CUENTOS
Aquel día, Inés y Andrés habían estado
toda la tarde en el campo. Había hecho un día muy soleado. Ellos habían corrido
entre los naranjos tras la pelota, habían jugado a quitársela uno a otro y a
quitársela a sus padres hasta caer al suelo rendidos del cansancio y la risa.
Rendidos de toda la felicidad que hay en el color del aire de un domingo cuando
se tienen los ocho años de Inés y los cinco de Andrés.
Al
día siguiente había cole y a las nueve y media ya estaban en la cama. A ellos
les gustaba que su padre les contara un cuento antes de dormir:
-
El cuento de hoy, inventado, ¿vale papi?- le dijo Inés con una
sonrisita picarona mientras se cruzaba una mirada con Andrés, que le guiñaba un
ojo.
-
Un cuento inventado, vale. Pero cortito, que ya son las nueve y media
y mañana hay que levantarse temprano. ¿De qué lo queréis?
-
De una ardillita chiquitita – le propuso su hijo, mientras le hacía la
forma redondeada de la ardillita con las manos y con la boca, que más
parecía un hociquito así puesta, de una forma tan cómica.
Al final, los tres se
echaron a reír levantando las piernas y los brazos hacia arriba en la cama.
La habitación de
Andrés estaba pintada de blanco con un zocalito verde que se veía interrumpido
por infinidad de muñecos de peluche y por su cama. La de Inés era casi igual,
aunque el color del zócalo era rosita. Su padre les contaba el cuento sentado
en una silla desde el pasillo, justo entre las dos puertas, desde donde ambos
podían verlo.
Y empezó el cuento:
“Había una vez una
ardilla pequeñita...
–Flapi, ¿vale Andrés?
–interrumpió el cuento una vocecilla que venía desde la habitación de su
hermana, aunque con el sueño parecía venir de mucho más lejos.
-Sí, papá, que se
llame Flapi. –Confirmó su hermano.
Bien, había una vez una
ardilla pequeñita que se llamaba Flapi y que vivía en un bosque muy grande.
Ella había elegido para vivir un pino muy alto, con una copa enorme.
Aquel día estaba
durmiendo tranquilamente cuando un ruido y un gran temblor la despertaron. Su
árbol temblaba como si lo estuvieran cortando.
¿Cómo?... Cuando la
ardillita se asomó vio sorprendida que ...
... ¡Lo estaban cortando!
¡Estaban cortando su árbol!
Flapi cogió lo que pudo
rápidamente y bajó corriendo, aunque antes de hacerlo pudo ver desde allí
arriba cómo no era su árbol el único que estaban cortando. ¡Estaban cortando
todos los árboles del bosque!
Asustada y sin saber bien
qué hacer ni dónde ir, sólo se le ocurrió salir corriendo entre aquellos
hombres con casco y aquellos camiones y aquellas sierras que parecían
perseguirla, y buscó refugio en otro lugar.
Cuando se alejó un poco
de allí, se sentó al borde del camino para descansar y poner en orden todo lo
que estaba pasando. Buscando en su cabeza alguna solución para todo aquello,
recordó que no demasiado lejos de allí había otro bosque al que llegó una vez
que se extravió jugando.
Se dirigió allí y eligió
uno de aquellos árboles, el que más le gustó para que fuera su nuevo hogar. Era
un pino también, un pino alto y con una copa enorme. Le recordaba mucho su casa
anterior y seguramente por eso era por lo que lo había elegido.
Todavía cansada y un poco
triste empezó a colocar sus cosas. Colgó la mochila de las nueces en una rama,
un hueco entre las hojas le sirvió de armario y puso sus dos pantaloncitos con
tirantas, su camisa amarilla y su pijama. También sacó el medio coco que
utilizaba de vaso y cortó un trozo de rama verde y blanda que le serviría para
limpiarse los dientes.
-¡Ay! –dijo mientras se
tendía boca arriba para descansar.
-Papá, búscale una
amiga a Flapi, por ... –dijo Andrés con un hilo de voz que se fue perdiendo
hasta desvanecerse antes de pedirlo por favor.
Su padre miró a lo dos
que, metidos entre las sábanas blancas,
parecían flotar arrebujados en una nube. Intentaba retener dónde se
había quedado Flapi al final del cuento para poder continuarlo al día siguiente.
-Flipi, que se llame Flipi su
amiga. –Lo sobresaltó la voz de Inés, que parecía hablar dormida- Sigue, yo
estoy despierta aunque tenga los ojitos cerrados, es que tengo ya mucho sueño.
–Y, con los ojos cerrados, se curvaron sus labios lenta, muy lentamente; dulce,
muy dulcemente, en una sonrisa.
-Vale:
Flapi estaba echada boca arriba cuando oyó una voz detrás de ella que le decía:
-
¡Eh!, ¡tú!, ¿qué haces ahí, en
mi árbol?
Era otra ardilla, que llegaba con una gran bolsa de
piñones y de nueces.
-
¿Quién?, ¿yo? – le tembló la voz
a Flapi por el susto. Y pensó en la mala suerte que ese día estaba teniendo.
–Yo soy Flapi y estoy aquí porque me he quedado sin casa. Han cortado mi árbol.
Bueno, han cortado todos los árboles de mi bosque. Y por eso he venido aquí,
buscando una nueva casa. Perdona, creía que aquí no vivía nadie.
Flapi empezó a recoger sus cosas lentamente y los ojos se le
pusieron muy tristes. Flipi, al verla, la detuvo:
-Espera, espera. Puedes quedarte aquí conmigo, yo vivo sola y me
gustaría tener una amiga. Tú me gustas.
Flapi dejó la mochila en el suelo, y la boca, y los
ojos se le fueron alegrando mientras oía a Flipi:
-¿De verdad? Gracias, amiga. ¿Cómo te
llamas?
-Flipi, yo me llamo Flipi. ¿Y tú?
-Yo, Flapi.
Se quedaron un momento calladas, se
miraron sin saber bien qué decir. Y las dos se echaron a reír y se abrazaron.
-Ven, te enseñaré donde yo tengo mis
cosas. Como ves el árbol es muy grande y hay sitio de sobra para las dos.
-Sí, se parece mucho al que yo tenía en
mi bosque, creo que por eso lo elegí.
Flipi le enseñó primero el árbol y,
luego, fueron muy contentas a ver el
bosque, mientras terminaban de recoger frutos para comer.
-¿Os está
gustando el cuento?, cariños. –Era la forma en que su padre acostumbraba a
descubrir si Andrés e Inés estaban dormidos. Los niños no contestaron y él,
como cada día que le tocaba contar el cuento a sus hijos, quería retener para
siempre esa imagen, ese sentimiento que las palabras no saben explicar, ese
sentimiento que cada día era igual y cada día era distinto. Esa escena que sus
hijos y los cuentos le regalaban cada día. No sabía cómo pero sabía que algún
día encontraría la forma de regalársela también a ellos, cuando acaso el tiempo
hubiera borrado de su memoria estos días de la infancia o, al menos, estos
fragmentos. El padre era un llorón y, por eso, algunas veces, se le asomaba una
lágrima en esos momentos, pero era una lágrima dulce y tibia que casi siempre,
después de haber calentado el filillo de los ojos se terminaba derramando hacia
dentro y él notaba cómo le iba reconfortando ese calorcillo según bajaba
despacio hasta el estómago. Ése era el momento en que se les acercaba, les daba
un beso, los arropaba como él siempre soñó que quizás su padre y su madre lo
hicieron con él y apagaba la luz hasta el día siguiente.
UN PASEO POR EL BOSQUE
El día
siguiente era lunes, Andrés e Inés se acostaron temprano para ir descansados al
cole por la mañana. Por la tarde habían jugado con la bicicleta y habían hecho
los deberes. Se fueron a la cama subidos a la espalda de su padre, que les
dijo:
-Venga, ¿Quién quiere un cuento?
-Yoooo –dijeron los dos niños a la vez.
-El de Flipi y Flapi, ¿vale Andrés?
-Sí –dijo su hermano.
-Muy bien, ¿os acordáis de dónde los dejamos ayer?
-¡Uff!, yo me quedé dormido cuando se encontraron, ¿y tú, Inés?
-Yo también.
-Vale, pues:
Cuando los dos se hicieron amigos en el árbol de Flipi, éste le
dijo:
-Mira, Flapi, ahí detrás está el río. A mí me encanta ese sitio.
-¿Vamos? –le preguntó Flapi.
-Vamos. Y por el camino aprovechamos para seguir cogiendo nueces.
Y se fueron las dos ardillitas paseando por el bosque. Flipi le
presentó a algunos animales que eran amigos suyos y le enseñó el colegio de la
señorita Flori, que aquel día estaba cerrado porque era domingo.
En el río había mucho ajetreo:
-Hola Flipi –la saludó Mari, una rana amiga suya que daba saltos
mortales con voltereta desde una ramita de junco en la orilla- mira lo que
hago.
-Hola Mari, ¿quién te ha enseñado a hacer eso?
-Lo he aprendido sola, de ver a mi madre, a ella sí que le sale
bien. Por cierto, a esta ardillita que viene contigo no la conozco yo, ¿es
nueva?
-Sí, se llama Flapi y va a quedarse a vivir aquí con nosotros en el
bosque, se va a quedar en mi árbol, nos hemos hecho amigas.
-Yo me llamo Mari. Bueno, ya lo has oído, qué tonta soy. Si eres
amiga de Flipi, ya eres también mi amiga.
-Muy bien, lo mismo te digo, amiga.
-Bueno, hasta luego Mari, que le estoy enseñando todo esto –se
despidió Flipi.
Las tortugas echaban carreras que duraban toda la mañana y ...
-Papá, ¿no había
“pescaítos”? –sugirió Andrés con un bostezo, mientras Inés dormía ya
plácidamente con una sonrisa tan suave que parecía hecha por la unión de ese
primer sueño con la consciencia recién perdida.
-Sí señor, había “pescaítos”.
Las tortugas echaban carreras y los “pescaítos”
venían con toda la familia a ver toda la alegría que había aquella mañana en el
río.
A Flapi le estaba encantando todo aquello, pero a lo lejos vio algo
que no le gustó nada, algo que no podía soportar desde pequeñita:
-Flipi, ¿no es eso que se ve allí a lo lejos un hombre pescando?
-Sí, es ése que se lleva todos los domingos un montón de pececitos.
-Vamos a asustarlo, ¿vale?
-Venga, vamos a asustarlo.
Cuando llegaron se escondieron detrás de un árbol que estaba junto
al cubo con agua donde el pescador iba echando los peces.
-Mira, ahora que está distraído podemos levantar la tapa y echarlos
todos al agua. –dijo Flapi.
-¡Sí!, vale. ¿Ahora?
-Sí, ahora.
Y levantando con mucho cuidado la tapa, fueron devolviendo uno a
uno los peces al río, que muy bajito les decían: -gracias -mientras les
guiñaban el ojo y les movían la colita ya desde el agua.
-Así, mira,
Andrés ¿lo ves?
Pero Andrés había seguido ya el camino de su hermana cayendo en
los brazos de Morfeo. Su padre también estaba cansado, pero se quedó un poquito
más en la silla del pasillo, entre las dos puertas. Viéndolos dormir tan a
gustito se le ocurrían ideas absurdas como quedarse allí toda la noche,
viéndolos dormir hasta que el sueño lo rindiera y meterse entonces en la oreja
el palillo que salía del respaldo para que la cabeza no se le cayera y pudiese
aguantar así en equilibrio hasta el amanecer.
Entonces, se dio cuenta de que iba a estar mejor en la cama, y
allí se fue después de arropar a los dos niños, aunque todavía no les hacía
falta, y darles el último beso del día y acariciarles la cara. Eso, aunque
estuvieran dormidos, estaba seguro de que sí que lo necesitaban, o, al menos,
él sí necesitaba hacerlo para acostarse tranquilo.
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