Tú vivías cerca y nos fuimos a tu apartamento. En el camino, iba reviviendo ese amor que había estado durmiendo no sé dónde desde que te fuiste todos estos años. Y ya en tu casa te conté aquellas tardes de verano en la escalera de la azotea de Rafa en que hablábamos de ti mientras contemplábamos cómo la tarde se hacía roja y ardía, cómo la noche venía azul con esos colores brillantes que sólo existen, seguramente, en nuestros recuerdos, contagiados de nuestra melancolía y de nuestras ansias de trascendencia de entonces. Esos colores, el equilibrio en que se sucedían el día y la noche, en que la luna venía a llevarse al sol, justo cuando éste parecía no poder más, y el sol acostaba a la luna, tan débil ya, que casi ni se veía. Todo eso también nos contagiaba a nosotros y, sin saberlo, nos iba haciendo crecer.
Debatíamos durante horas lo que significaba tu sonrisa aquella mientras hablabas con tu amiga camino del autobús. Discutíamos si te debía seguir en ese camino o si no. Salíamos luego a pasear por esos mismos caminos que tú hacías hasta el instituto para que yo me sintiera más cerca de ti, con esa confianza en la magia de las cosas que teníamos en aquellos años. Con esa certeza íntima en que las cosas que debían ocurrir ocurrirían, como había sucedido siempre hasta entonces, en esa época de la vida en que el presente se va ensanchando y va dejando entrar en él, en la conciencia del momento, al futuro, a las esperanzas, a los deseos. En ese tiempo en que, sin embargo, la memoria opera de un modo tan selectivo que todo aquello que no nos explicamos se va filtrando hasta desaparecer en esas zonas del cerebro que sólo estarán disponibles más adelante, cuando ya no confiemos tanto en el equilibrio natural de las cosas, cuando éste se haya roto tantas veces ante nosotros que no tengamos más remedio que ir perdiendo poco a poco la confianza en él. Unos antes y otros más tarde; unos, apoyándose en este tránsito en explicaciones religiosas, en bálsamos para estas heridas o en anestesia y antiojeras para no verlas, para no sentirlas; otros, ahogándose y desahogándose, vamos quedando atrapados en esa nube de escepticismo que no ayuda pero que deja seguir viviendo; y el resto es, sencillamente, simple: tan simple como lo fueron siempre y tienen esa felicidad de la ignorancia que yo, muchas veces les envidio.
Todas estas cosas nos pasaban por la cabeza entre las charlas y los silencios de aquellos días, con el mismo desorden que iban y venían las nubes de aquellas tardes, como traídas y llevadas por ellas.
Eran años de esperanza, en los que me esperaba un futuro feliz, por supuesto, contigo. No sabía cómo, porque pese a nuestros paseos y nuestras conversaciones, tú no estabas enamorada de mí; pero era tan evidente ...: lo que yo sentía por ti, las señales que me daba todo: las matrículas de los coches, las piedras con las que atinaba siempre que ésa fuera la condición, las carreras para llegar al semáforo o a la esquina antes que los coches, la sonrisa del cobrador del autobús, o, sencillamente, ese pasar las franjas rojas de la acera sin pisarlas. Empezaba a intuir que detrás de todo aquello había una explicación oculta, que detrás de cada cosa la había, y era excitante darse cuenta de ello, aunque no se encontrara entonces. Aunque lo simplificara todo en que tú eras la explicación, ya entreveía entonces el nexo que lo unía todo, el hilo invisible que lo anudaba todo, que lo enredaba todo en el caos y lo ordenaba, ése que entre tú y yo se me hacía tan visible, tan obvio.
No sólo hablábamos de ti, claro; a Rafa y a Juan los ocupaban otras musas y a todos nos preocupaba la certeza que empezábamos a tener de que éramos distintos, la estupidez que veíamos en el comportamiento de muchos de nuestros compañeros de clase, lo crueles que empezaban a ser algunos comentarios sobre nosotros.
(Continuará ...)
martes, 20 de enero de 2009
El Callejón. Novela por entregas. Página 17.
Desde aquella noche, volví todos los días a la misma hora a aquel semáforo, pero tú no estabas. Desde aquel día en que te vi, en que estaba seguro de que te había visto, o, al menos, quería, deseaba estar seguro de ello. Desde aquel día, iba por todos lados buscándote, esperaba encontrarte a la salida de la panadería, en la tienda de periódicos, entre la marea de cabezas que me rodeaba a algunas horas en la calle; temía que hubieses estado un momento antes que yo o que aparecieras poco después de que yo me fuera, deseaba y temía que fueras en ese autobús que se cruzaba conmigo y se alejaba ...
Y te encontré, como suele ocurrir, en el momento en que menos lo esperaba. Salía yo de pelarme, de una de esas pocas barberías que conservan este nombre y no han sucumbido a las cúrsiles tentaciones de modernidad de los tiempos que corren. Allí, mientras sacudía en el cuello de la camisa los picores del pelo recién cortado, pasaste a mi vera, sin reparar en mí. Tuve que llamarte varias veces hasta conseguir que me oyeras, que me saliera la voz del cuerpo:
-¡María!
Y te volviste, incrédula, tú también:
-¿Pero qué haces tú aquí?
Llevabas puesto el mismo vestido del día que te vi en el semáforo, ese vestido largo y suelto, con colores y motivos que me recordaban algo exótico, esos mundos naturales que uno aún imagina en otros lugares, en África, en Hispanoamérica, esos mundos que, como ocurre con tantas otras cosas, echamos tanto de menos sin haberlos tenido nunca. Tal vez por eso, porque siempre representaste para mí la naturalidad, la facilidad con que ocurrían todas las cosas, porque te recuerdo siempre con la cara lavada, sin maquillaje, y me vuelve a sorprender, como aquel día el verte hoy los ojos maquillados de morado, con ese color que tanto te gustó siempre, estorbando en tu hermosa cara. Sí, por eso me parece que te favorece tanto este vestido. Todas estas ideas se atropellan en mi mente mientras te veo durante un instante, sólo un instante congelado en el que vuelve a pasar toda la película de nuestras vidas, y el aire vuelve a tener esa luz que hace siglos que no tiene, ese sabor y ese olor; esa temperatura, esa densidad que me acaricia y me tensa suavemente toda la piel, todos los órganos, todo mi cuerpo por dentro.
- Ya ves, trabajando.
Volvían a tambalearse las palabras en mi boca antes de salir como la última vez que te vi. Volvía a sentir esa mezcla de temor y deseo de encontrarte, esos nervios adolescentes que yo ya creía perdidos para siempre.
Sin encontrar bien el tono, entre seco y bobo acerté a preguntarte:
-¿Y tú? Llevaba mucho tiempo sin verte.
- Pues trabajando también. ¿No sabías que yo vivía aquí?
- Sí –le respondí.
- ¿Entonces?...
Y nos echamos a reír en una risa que pronto se hizo una sola y nos envolvió.
Hablabas con esa desenvoltura con que siempre lo hiciste, haciendo que lo que decías fuera lo que evidentemente había que decir, que sonrieras cuando eso era lo único que cabía hacer, que callaras cuando no había nada que decir. Y esa facilidad hacía que me serenara en cuanto cruzábamos dos o tres frases, como siempre había ocurrido.
(Continuará ...)
Y te encontré, como suele ocurrir, en el momento en que menos lo esperaba. Salía yo de pelarme, de una de esas pocas barberías que conservan este nombre y no han sucumbido a las cúrsiles tentaciones de modernidad de los tiempos que corren. Allí, mientras sacudía en el cuello de la camisa los picores del pelo recién cortado, pasaste a mi vera, sin reparar en mí. Tuve que llamarte varias veces hasta conseguir que me oyeras, que me saliera la voz del cuerpo:
-¡María!
Y te volviste, incrédula, tú también:
-¿Pero qué haces tú aquí?
Llevabas puesto el mismo vestido del día que te vi en el semáforo, ese vestido largo y suelto, con colores y motivos que me recordaban algo exótico, esos mundos naturales que uno aún imagina en otros lugares, en África, en Hispanoamérica, esos mundos que, como ocurre con tantas otras cosas, echamos tanto de menos sin haberlos tenido nunca. Tal vez por eso, porque siempre representaste para mí la naturalidad, la facilidad con que ocurrían todas las cosas, porque te recuerdo siempre con la cara lavada, sin maquillaje, y me vuelve a sorprender, como aquel día el verte hoy los ojos maquillados de morado, con ese color que tanto te gustó siempre, estorbando en tu hermosa cara. Sí, por eso me parece que te favorece tanto este vestido. Todas estas ideas se atropellan en mi mente mientras te veo durante un instante, sólo un instante congelado en el que vuelve a pasar toda la película de nuestras vidas, y el aire vuelve a tener esa luz que hace siglos que no tiene, ese sabor y ese olor; esa temperatura, esa densidad que me acaricia y me tensa suavemente toda la piel, todos los órganos, todo mi cuerpo por dentro.
- Ya ves, trabajando.
Volvían a tambalearse las palabras en mi boca antes de salir como la última vez que te vi. Volvía a sentir esa mezcla de temor y deseo de encontrarte, esos nervios adolescentes que yo ya creía perdidos para siempre.
Sin encontrar bien el tono, entre seco y bobo acerté a preguntarte:
-¿Y tú? Llevaba mucho tiempo sin verte.
- Pues trabajando también. ¿No sabías que yo vivía aquí?
- Sí –le respondí.
- ¿Entonces?...
Y nos echamos a reír en una risa que pronto se hizo una sola y nos envolvió.
Hablabas con esa desenvoltura con que siempre lo hiciste, haciendo que lo que decías fuera lo que evidentemente había que decir, que sonrieras cuando eso era lo único que cabía hacer, que callaras cuando no había nada que decir. Y esa facilidad hacía que me serenara en cuanto cruzábamos dos o tres frases, como siempre había ocurrido.
(Continuará ...)
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