martes, 20 de enero de 2009

El Callejón. Novela por entregas. Página 18.

Tú vivías cerca y nos fuimos a tu apartamento. En el camino, iba reviviendo ese amor que había estado durmiendo no sé dónde desde que te fuiste todos estos años. Y ya en tu casa te conté aquellas tardes de verano en la escalera de la azotea de Rafa en que hablábamos de ti mientras contemplábamos cómo la tarde se hacía roja y ardía, cómo la noche venía azul con esos colores brillantes que sólo existen, seguramente, en nuestros recuerdos, contagiados de nuestra melancolía y de nuestras ansias de trascendencia de entonces. Esos colores, el equilibrio en que se sucedían el día y la noche, en que la luna venía a llevarse al sol, justo cuando éste parecía no poder más, y el sol acostaba a la luna, tan débil ya, que casi ni se veía. Todo eso también nos contagiaba a nosotros y, sin saberlo, nos iba haciendo crecer.
Debatíamos durante horas lo que significaba tu sonrisa aquella mientras hablabas con tu amiga camino del autobús. Discutíamos si te debía seguir en ese camino o si no. Salíamos luego a pasear por esos mismos caminos que tú hacías hasta el instituto para que yo me sintiera más cerca de ti, con esa confianza en la magia de las cosas que teníamos en aquellos años. Con esa certeza íntima en que las cosas que debían ocurrir ocurrirían, como había sucedido siempre hasta entonces, en esa época de la vida en que el presente se va ensanchando y va dejando entrar en él, en la conciencia del momento, al futuro, a las esperanzas, a los deseos. En ese tiempo en que, sin embargo, la memoria opera de un modo tan selectivo que todo aquello que no nos explicamos se va filtrando hasta desaparecer en esas zonas del cerebro que sólo estarán disponibles más adelante, cuando ya no confiemos tanto en el equilibrio natural de las cosas, cuando éste se haya roto tantas veces ante nosotros que no tengamos más remedio que ir perdiendo poco a poco la confianza en él. Unos antes y otros más tarde; unos, apoyándose en este tránsito en explicaciones religiosas, en bálsamos para estas heridas o en anestesia y antiojeras para no verlas, para no sentirlas; otros, ahogándose y desahogándose, vamos quedando atrapados en esa nube de escepticismo que no ayuda pero que deja seguir viviendo; y el resto es, sencillamente, simple: tan simple como lo fueron siempre y tienen esa felicidad de la ignorancia que yo, muchas veces les envidio.
Todas estas cosas nos pasaban por la cabeza entre las charlas y los silencios de aquellos días, con el mismo desorden que iban y venían las nubes de aquellas tardes, como traídas y llevadas por ellas.
Eran años de esperanza, en los que me esperaba un futuro feliz, por supuesto, contigo. No sabía cómo, porque pese a nuestros paseos y nuestras conversaciones, tú no estabas enamorada de mí; pero era tan evidente ...: lo que yo sentía por ti, las señales que me daba todo: las matrículas de los coches, las piedras con las que atinaba siempre que ésa fuera la condición, las carreras para llegar al semáforo o a la esquina antes que los coches, la sonrisa del cobrador del autobús, o, sencillamente, ese pasar las franjas rojas de la acera sin pisarlas. Empezaba a intuir que detrás de todo aquello había una explicación oculta, que detrás de cada cosa la había, y era excitante darse cuenta de ello, aunque no se encontrara entonces. Aunque lo simplificara todo en que tú eras la explicación, ya entreveía entonces el nexo que lo unía todo, el hilo invisible que lo anudaba todo, que lo enredaba todo en el caos y lo ordenaba, ése que entre tú y yo se me hacía tan visible, tan obvio.
No sólo hablábamos de ti, claro; a Rafa y a Juan los ocupaban otras musas y a todos nos preocupaba la certeza que empezábamos a tener de que éramos distintos, la estupidez que veíamos en el comportamiento de muchos de nuestros compañeros de clase, lo crueles que empezaban a ser algunos comentarios sobre nosotros.

(Continuará ...)

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