jueves, 26 de febrero de 2009

El Callejón. Novela por entregas. Página 19.

El tren ha frenado y la parada me ha hecho volver a la realidad. Al fondo, en la estación, tras los cristales de la cafetería, veo a una pareja, sentados uno frente a otro, con las manos cogidas sobre la mesa, se miran extasiados. No hay ruidos para ellos, no hay gente, no hay tiempo. Viéndolos, recuerdo el bar de debajo de tu casa, donde yo quise llevarte tantas veces después de nuestro reencuentro, donde tú no quisiste nunca venir conmigo.
Y nos fuimos encontrando otros días, siempre a la misma hora, para el café. Yo cambiaba mis turnos para liberar esas horas cada vez que me llamabas. No querías que fuésemos a ningún sitio que no fuera tu apartamento ni querías que nos viéramos a otra hora.
Según me iba acercando a ti, a ese barrio turbio lleno de callejones oscuros que llevaban al mercado, yo volvía a confiar secretamente en el futuro, en que las cosas que debían ocurrir ocurrirían. Iba pensando en cómo dirigir la conversación para tener alguna pista más de si yo por fin significaba algo para ti. Iba planeando mil conversaciones que luego nunca ocurrían, absorto como me quedaba cuando tú aparecías. Iba buscando la forma de ir minando con la palabra más dulce, con el gesto, con la sonrisa el muro que notaba que se interponía entre nosotros.
No conseguía enterarme nunca de dónde trabajabas. Eras administrativa en una fábrica de tejidos con nombre muy raro y siempre te las ingeniabas para que yo nunca supiese dónde estaba. Desviabas siempre la conversación al pasado , a las ilusiones con las que llegaste a Madrid después de dejar la universidad en tercero. Nunca me atreví a decírtelo, pero notaba al pasar por este asunto que tú eras consciente de que yo conocía la versión que en el pueblo se dio de todo aquello, que te venías a abortar, que estabas embarazada de nadie sabía bien quién. La carrera ya no te ilusionaba, me decías, la casa de tus padres te agobiaba y necesitabas un cambio de aires y encontraste ese trabajo de administrativo que te permitía vivir bien. Ahora también te agobiaba este trabajo:
- ¡Ojalá pudiera dejarlo!, pero ¿para trabajar en qué?
Al llegar a mi casa todo me resultaba misterioso, aunque cuando tú lo decías pareciera tan natural.
Recordando aquellas tardes en que tomábamos el té con pastas, recordando ahora aquellas tardes perdidas, echo de menos ese misterio y maldigo una y mil veces aquel intento de acercamiento que me hizo perderlo todo. Intenté penetrar en la barrera que te habías puesto para protegerte, no soportaba no conocer lo que había detrás de tanto secreto, de esa careta de las cinco de la tarde, no soportaba no poder tenerte del todo, no poder conocer a María toda, a la verdadera María de hoy.

(Continuará)

No hay comentarios: