Ahora veo a Antonio Medina pasar junto a mí,
adelantándome con su bicicleta como hizo tantas veces cuando los dos vivíamos por
aquí. Me adelanta y se gira. Se me queda mirando como a cámara lenta mientras
su bicicleta continúa hacia adelante. Me mira con esa media sonrisilla irónica
que él tenía, me mira con esa serenidad con que sólo miran los muertos, con esa
serenidad que le viene de haberme sabido siempre suyo, de saber que yo lo supe
siempre mío. Antonio murió y nunca le dije lo importante que había sido en mi
vida su aparición aquel año, aquel segundo de bup en que tú también apareciste.
Cuando Antonio corregía aquella primera
redacción mía del curso, cuando la leyó en voz alta en clase, cuando escribió,
al corregirla, aquel comentario final; seguramente, no era consciente de la
repercusión que iba a tener en mi vida todo aquello.
“La deshumanización”, ese era el tema sobre el
que había que escribir, ¿recuerdas? No sé qué pasaba por mi mente aquellos
días, no sé por qué me motivó aquel tema a escribir de esa manera; lo cierto es
que, desde entonces, incluso cuando estuve años sin coger el bolígrafo, yo me
consideraba más escritor que ninguna otra cosa.
Después, es cierto que me ayudó aquel
sentimiento adolescente de pensar que cada vez que escribíamos una redacción,
cada vez que Antonio la leía en voz alta en clase; quizás, tú, al oírla, me
conocieras un poco mejor y pudieras enamorarte del que escribía aquello.
Luego vino “La ventana” y después “El suelo”.
Fueron las tres redacciones de aquel curso y fueron el principio de muchas
cosas.
Antonio era, además, un profesor diferente, él
nos leía los textos y sabía hacernos ver lo que los hacía únicos, lo que había
en ellos que los hacía diferentes, especiales. Antonio Machado no era un nombre
en un libro; Campos de Castilla no era el nombre de un libro; la
Generación del 98 no era el nombre de un grupo de escritores. No, ya se habían
convertido en partes de nuestras vidas, ya nos dolía España. Ahora, la aridez
de Castilla no era un secarral monótono que aparecía por la ventanilla del
coche cuando íbamos de viaje; ahora era como
una de esas imperfecciones que te hacen sentir ternura, que te hacen querer
de una manera especial a esa gente que es especial para ti.
Montó un curso entero sobre España en la
literatura española. Allí iban apareciendo Blas de Otero, Gabriel Celaya,
nombres que no hemos olvidado ninguno de los alumnos que estuvimos con él.
Hilaba todo aquello con una mirada burlona que
nos hacía pensar que no se tomaba nada demasiado en serio y que todo, sin
embargo, le parecía importante. Aparecía por sus clases, la moto con la que iba
por los pueblos de Granada; su mujer, que le había hecho el regalo de hacerle sentir
que se había ido moldeando intelectualmente a su lado; sus hijos; la bicicleta
con la que lo veíamos pasear por el pueblo en un momento en que ningún hombre
lo hacía; los conejos que criaba en el balcón de su casa; sus paseos con un
libro bajo el brazo y las cosas que veía en ellos; …
Pasaron los años y nos vimos cada vez menos;
pero cada vez que nos veíamos, echábamos un rato de conversación cómplice que
yo sabía que no podía tener con ninguna otra persona. Y enfermó, enfermó de
cáncer. Se recuperó y siguió dando clases en el nocturno. No quiso la baja,
decía que todo su día era una preparación para el ratito de clase de la tarde:
su descanso, sus paseos por el campo, su concienciación, …
Y se fue. Se fue y yo nunca le dije, al menos
de manera expresa, la huella imborrable que dejó en mí, esa huella que sólo
deja la gente que cuando aparece por tu vida la hace, te hace, sencillamente
mejor.
Quizás por eso lo estoy viendo ahora, en este
viaje que me trae aquí, al pueblo, a encontrarme con tantas cosas, a
encontrarme con las cosas de siempre de una forma tan diferente. Quizás por eso
me está mirando tan serio y, a la vez, con esa sonrisa tan irónica con que
miraba habitualmente, me está mirando como a cámara lenta, con serenidad, con
esa serenidad con que sólo miran los muertos, los muertos que nunca se van del
todo, los que se nos quedan para siempre dentro.