lunes, 13 de abril de 2015

ANTONIO MEDINA DE HARO


Ahora veo a Antonio Medina pasar junto a mí, adelantándome con su bicicleta como hizo tantas veces cuando los dos vivíamos por aquí. Me adelanta y se gira. Se me queda mirando como a cámara lenta mientras su bicicleta continúa hacia adelante. Me mira con esa media sonrisilla irónica que él tenía, me mira con esa serenidad con que sólo miran los muertos, con esa serenidad que le viene de haberme sabido siempre suyo, de saber que yo lo supe siempre mío. Antonio murió y nunca le dije lo importante que había sido en mi vida su aparición aquel año, aquel segundo de bup en que tú también apareciste.
Cuando Antonio corregía aquella primera redacción mía del curso, cuando la leyó en voz alta en clase, cuando escribió, al corregirla, aquel comentario final; seguramente, no era consciente de la repercusión que iba a tener en mi vida todo aquello.
“La deshumanización”, ese era el tema sobre el que había que escribir, ¿recuerdas? No sé qué pasaba por mi mente aquellos días, no sé por qué me motivó aquel tema a escribir de esa manera; lo cierto es que, desde entonces, incluso cuando estuve años sin coger el bolígrafo, yo me consideraba más escritor que ninguna otra cosa.
Después, es cierto que me ayudó aquel sentimiento adolescente de pensar que cada vez que escribíamos una redacción, cada vez que Antonio la leía en voz alta en clase; quizás, tú, al oírla, me conocieras un poco mejor y pudieras enamorarte del que escribía aquello.
Luego vino “La ventana” y después “El suelo”. Fueron las tres redacciones de aquel curso y fueron el principio de muchas cosas.
Antonio era, además, un profesor diferente, él nos leía los textos y sabía hacernos ver lo que los hacía únicos, lo que había en ellos que los hacía diferentes, especiales. Antonio Machado no era un nombre en un libro; Campos de Castilla no era el nombre de un libro; la Generación del 98 no era el nombre de un grupo de escritores. No, ya se habían convertido en partes de nuestras vidas, ya nos dolía España. Ahora, la aridez de Castilla no era un secarral monótono que aparecía por la ventanilla del coche cuando íbamos de viaje; ahora era como  una de esas imperfecciones que te hacen sentir ternura, que te hacen querer de una manera especial a esa gente que es especial para ti.
Montó un curso entero sobre España en la literatura española. Allí iban apareciendo Blas de Otero, Gabriel Celaya, nombres que no hemos olvidado ninguno de los alumnos que estuvimos con él.
Hilaba todo aquello con una mirada burlona que nos hacía pensar que no se tomaba nada demasiado en serio y que todo, sin embargo, le parecía importante. Aparecía por sus clases, la moto con la que iba por los pueblos de Granada; su mujer, que le había hecho el regalo de hacerle sentir que se había ido moldeando intelectualmente a su lado; sus hijos; la bicicleta con la que lo veíamos pasear por el pueblo en un momento en que ningún hombre lo hacía; los conejos que criaba en el balcón de su casa; sus paseos con un libro bajo el brazo y las cosas que veía en ellos; …
Pasaron los años y nos vimos cada vez menos; pero cada vez que nos veíamos, echábamos un rato de conversación cómplice que yo sabía que no podía tener con ninguna otra persona. Y enfermó, enfermó de cáncer. Se recuperó y siguió dando clases en el nocturno. No quiso la baja, decía que todo su día era una preparación para el ratito de clase de la tarde: su descanso, sus paseos por el campo, su concienciación, …
Y se fue. Se fue y yo nunca le dije, al menos de manera expresa, la huella imborrable que dejó en mí, esa huella que sólo deja la gente que cuando aparece por tu vida la hace, te hace, sencillamente mejor.

Quizás por eso lo estoy viendo ahora, en este viaje que me trae aquí, al pueblo, a encontrarme con tantas cosas, a encontrarme con las cosas de siempre de una forma tan diferente. Quizás por eso me está mirando tan serio y, a la vez, con esa sonrisa tan irónica con que miraba habitualmente, me está mirando como a cámara lenta, con serenidad, con esa serenidad con que sólo miran los muertos, los muertos que nunca se van del todo, los que se nos quedan para siempre dentro.

miércoles, 8 de abril de 2015

El tiempo.



Procuraba no perder, sujetándole las nalgas, el control de su cuerpo que se balanceaba, tan delgado ahora.

Como todos los días después de comer, presionarle rítmicamente las nalgas; primero una, después la otra, le ayudaba tanto en el cuarto de baño…

Me miraba con esa mezcla de ausencia y agradecimiento que se le había ido instalando en sus ojos según lo había ido abandonando la vida.

Al principio lo sentía como una profanación de su cuerpo, como si aprovechara su inconsciencia para hacerle algo que él no hubiera aceptado nunca.

Pero, poco a poco, nos habíamos ido acostumbrando a eso los dos o, quizás, sólo fuera que en esa inversión que había sufrido el tiempo en él; ahora, ya, los dos lo sentíamos como un niño.

Jesús.      

ESCRITO EN EL AIRE

Acabo de despertar de un sueño muy hermoso, tan hermoso que lo escribo sin lavarme siquiera la cara, para que no se pierda ni uno solo de sus detalles.
Era un sueño en el que a veces las palabras que se decían no se oían, se leían. No eran palabras escritas, sino dichas; pero que no se oían, se leían. Se leían como en el aire, como en páginas de aire, no en páginas transparentes; sino de aire.
Y la intención con que eran dichas y un cierto mensaje secreto, una especie de anuncio que a veces llevaban, aparecía en el color de la letra. Según el color con el que se leía cada palabra, la intención con que fue dicha, el anuncio que traía eran distintos.
A veces, esas palabras leídas en el aire despertaban en mí un efecto muy especial, tan especial que quería confirmarlo o volver a disfrutar de él; entonces, esas palabras que me lo provocaron podían ser releídas; pero, al releerlas, la sensación era tan intensa que sólo era necesario verlas un instante, como de pasada, para sentirme lleno de ellas. Y las repasaba deslizando mi dedo por la esquina superior de las páginas de aire, de las páginas que eran el aire, como hacemos cuando buscamos algo rápidamente en un libro. En ese momento, al releer la palabra, la sensación que me invadía era de una paz infinita, de una paz tal que todo cobraba sentido.
Había palabras que no veía todo el mundo, que eran dichas para ser leídas sólo por algunos. Otras veces, era el color de la palabra el que no era el mismo para todos. Lo descubrí en una ocasión estando con mi hija. Ella y yo leíamos algo que nos habían dicho y, por la expresión de mi cara, se dio cuenta de que yo veía rojas las letras de algunas de aquellas palabras.
-A que estás viendo rojas estas palabras –me dijo.
-Claro, ¿tú no las ves rojas?
Ella me respondió que no. Fue en ese momento en el que me di cuenta de que no todos percibíamos el mismo color, la misma intención, el mismo anuncio, en las mismas palabras.
Después descubrimos que esto último también ocurría cuando leíamos algo en un periódico o en algún libro; que en ellos, a veces, también había palabras que cada uno veía de un determinado color. Pero en el caso de los periódicos y, sobre todo, de los libros; el color de la letra nos traía la esencia de la idea, de la sensación, del sentimiento, que venían sin el corsé de la letra. La intuición que nos aportaba el color desbordaba a la palabra y nos envolvía por completo, como si el nombre no fuera más que el frasco y el color fuera ese perfume que lo desborda y nos llena, pleno de evocaciones. En esos casos tan especiales, la palabra, que apenas era necesario ver, ya no era percibida por nuestra mente; sino por todo nuestro ser.
Así he despertado hoy, con esa sensación de plenitud que me produjo el sueño, como si todo él fuera un anuncio, un anuncio de que todo tenía sentido, de que todas esas cosas aparentemente caóticas que me han ido sucediendo a lo largo de los años, tenían sentido; de que todas esas cosas que están por venir y que, en muchos casos, seguramente, no entenderé por qué ocurren mientras me estén sucediendo, tendrán sentido.
Como si todo él fuera un anuncio de que todo lo que ocurre tiene sentido, aunque ese sentido no sea el mismo para todos, aunque ese sentido no deba ser el mismo para todos.

Jesús.