MI HIJO SE CAE.
Voy paseando solo por un camino que va entre trigales y veo
en el recuerdo a mi hijo que viene corriendo a mi lado y se cae. Tiene seis
años, seis luminosos años que han estado brillando en su risa toda esta mañana
que hemos disfrutado en el campo, en un campo que el tiempo ha dejado en mi
memoria como uno de esos fondos permanentes sobre los que ocurren todas las
cosas que van llegando después.
Se cae y me enseña llorando sus manos y sus rodillas
ligeramente ensangrentadas. Me las enseña con esa cara de pena que contiene el
llanto con la que los niños se resisten a que el llanto ponga fin al disfrute
del momento.
Esta vez no me funcionan como remedio los besos ni la
salivita untada con mimo para limpiar sus heridas. Se me ocurre en ese momento
un conjuro mágico que las curará de golpe: -Si eres capaz de correr con todas
tus ganas hasta ese árbol de ahí, te dejará de doler todo.
Entonces, se le abren los ojos inmensos por el
descubrimiento. –Ponte allí, en el árbol-me dice. Y corre con toda la velocidad
de que son capaces sus piernecitas.
Cuando llega, se abraza a mis rodillas y mira hacia arriba
con una sonrisa que casi le borra la mueca de dolor. –Ya no me duele, papi.
Vamos a coger otra vez la bici.
Y, si no fuera muy cursi, diría que a mí se me escapa una
sonrisa que me eriza el vello de todo el cuerpo.
He intentado hacer un poema con este recuerdo, pero mis
versos encerraban la vitalidad de mi niño y no eran capaces de seguir sus carreras,
sus abrazos. En prosa, sin embargo, sí he conseguido que vuelva a mirarme hacia
arriba con esa alegría con que llenó aquel día todo mi espacio hasta el cielo.
Jesús.
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