viernes, 7 de noviembre de 2025

HE ANDADO MUCHOS CAMINOS.

He querido escribir muchas veces

el poema más hermoso del mundo

desde aquellos primeros versos adolescentes

en los que le preguntaba al mar

si nuestros destinos irían entrelazados,

en los que no podía entender

que su boca le pudiera parecer grande.


Poco antes, había frecuentado yo

ese zaguán donde, casi niño,

la fui desnudando tiernamente sin quitarle la ropa.


Y llegó la primera vez

con toda la magia, con todo el misterio de la vida

 resumidos en una caricia, en un beso.


Luego fui tomando consciencia

del mundo que me rodeaba

y empecé a preguntarme

por qué luchan los hombres,

cuándo, dónde nace el rencor.


Yo creía aún que era posible

ir matando canallas

 con un cañón de ilusiones,

con un cañón de futuro.

Guardaba aún intacta

la lámpara de Alí Babá

dentro de mi chistera.


Después, poco a poco,

fueron viniendo otros tiempos,

esos en que uno pensaba que era pobre

el cantor de aquellos días

que no arriesgaba su cuerda

por no arriesgar su vida.


Y llegó el mar.

No fue el Mediterráneo

jugando con mi niñez,

sino el flujo y el reflujo

de la inmensidad del Atlántico

acompasándose a mi respiración solitaria

en aquella roca de Melenara cada tarde.


Y con él volvió el amor,

otro amor, el de los hijos.

Y su risa me hizo libre,

me puso alas.

Soledades me quitó,

me arrancó de esta cárcel.


Y ya ella no se llamó Yolanda

ni Penélope ni Alline,

ya no la quise a morir

ni tuve nostalgia

de lo que pudo haber sido y no fue.

Y creo que fue entonces cuando entendí

que no había nostalgia peor

que añorar lo que nunca jamás existió.

Y empecé a entrever

que no era triste la verdad,

que lo que no tenía era remedio.


Luego, fue hermoso, de nuevo, sentirse

 hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,

sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,

llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado

entre los hombres.


Y me hubiera gustado entonces

 poder pedirle a mi padre:

que me contara de nuevo

ese cuento tan bonito

de gendarmes y fascistas

que, sin embargo, acababa tan mal

porque debajo de los adoquines

no había arena de playa.

Pero era tarde:

ahora yo preguntaba

y mi padre

ya no contestaba.


Y todo eso me recordó otra canción,

una canción que acababa muy mal,

que acababa tan mal

que nunca, jamás,

la escribió el poeta.

¡Qué triste

me pareció siempre

esa canción!


Después fue duro escribir a veces

algunos versos tristes que vinieron.

 Escribir, por ejemplo,

que me sentía solo, muy solo, con ella tan cerca,

en la inmensidad de los cielos de junio,

de las tardes de mayo,

de los olores de abril, ...


Y es que a veces me he sentido solo, muy solo,

-a veces hoy aún me siento

cuando llego a casa cansado

un poco por el día

y un poco por la vida-.

A veces me he sentido tan solo

que he escrito cosas como ésta:

“No, esta soledad fría

no me resulta tan triste como pensaba.

Sólo que... me siento solo..., solamente.

Eso es todo.”


Y ahí volvió el bálsamo

de vuestras carreras infantiles por el parque,

de los cuentos al calor de una manta

que cada noche me devolvían

a mi chistera y a mi lámpara

que ahora veía en vuestras manos.


Otras veces, sin embargo,

al oír que había muerto un hombre,

que habían muerto muchos hombres,

 me quedé sin palabras.

Me quedé sin palabras

y me sentí revolviéndome en este nicho

en el que hace más de cincuenta años que me pudro.


Bueno, fueron muchas las veces

en que me quedé sin palabras

y, entonces, me las prestaron otros

y me hicieron crecer mucho

haciéndome descubrir, por ejemplo,

ese ancho mar y ese largo tiempo

que hizo falta

para que yo me llamara Jesús Mejías.


Y crecisteis,

y os tuve que decir muchas veces:

“Perdonadme, no sé deciros nada más 

pero debéis comprender que yo aún estoy en el camino.

Y siempre, acordaos siempre

de lo que un día yo escribí

pensando en vosotros como ahora pienso.”


Y siguió pasando el tiempo

y te encontré;

por fin te encontré.

Y te quise libre

como el agua que salta de peña en peña,

¡Fue tan hermoso soñar

que en tu carne

pudiera yo un día

acariciar

todo eso que tú eras,

y que yo tanto quería querer!


Y me recordaste

al pan que no sabe su masa buena.


No somos perfectos, no;

no lo somos.

Pero te pareces tanto a lo que yo,

sencillamente, soñé.


Y, aunque escribimos también

los versos más tristes aquella noche,

los escribimos a lápiz

para poder rehacerlos

y poder así

seguir escribiendo sobre muchas cosas;

porque, en medio de este ir y venir

de amores y desamores que es la vida,

tenemos que seguir escribiendo

sobre muchas cosas

compañera del alma, compañera.


Jesús.

No hay comentarios: