La esquina de El Barco era otro de los límites de nuestro territorio. Más arriba era como otro barrio, algunos de los niños que vivían allí arribota estaban, incluso, en mi clase; pero pertenecían a otro mundo. Sus pandillas no eran la nuestra, yo nunca había entrado en sus casas, no conocía los nombres de sus madres, ni siquiera sus caras. No existían, casi, para mí y si alguna vez pasaban fugazmente por mi mente no podía imaginar a qué sabrían sus comidas, aunque fueran las mismas que comía yo en mi casa; a qué jugarían con sus amigos; o qué harían sus padres cuando llegaban a casa después del trabajo...
Aquél era un tiempo en que la vida se hacía en la calle, quizás porque en las casas no se cabía o quizás las casas eran pequeñas porque no se necesitaba más que un sitio para comer y para dormir. La televisión todavía no había cambiado nuestras vidas y la cocina aún no era lugar de exhibiciones. Era una época en que no había nada de lo que presumir, no había nada que enseñar, y por eso, seguramente, nada había que ocultar.
Al final de la calle, más arriba aún, comenzaba el campo. Los sábados nos llevaba allí mi primo Juan, que era mayor que nosotros, a jugar a la pelota. Nos llevábamos la merienda y agua porque íbamos a lo que nos parecía una larguísima excursión. Esos, apenas, trescientos metros, esos apenas cinco minutos me parecían inmensos, como me parecía inmensa cualquier cosa que estuviera fuera del aquí y el ahora; para mí, el presente, lo inmediato era lo único que existía. ¡Cómo echo de menos la intensidad de aquellas vivencias!, la capacidad de agarrarlo todo simultáneamente, todos los olores, todos los sabores, todos los sonidos, la nitidez de la luz que lo fijaba todo, el vértigo de todo aquello unido.
Aquella excursión me gustaba no sólo por lo que tenía de aventura, sino porque íbamos a jugar a la pelota, sólo a la pelota, quizás por eso no venía casi nunca Luis. Él era el jefe de mi pandilla, aunque nadie había elegido jefe nunca en la pandilla ni nunca nos hubiéramos planteado que éramos una pandilla, pero nadie discutía entre nosotros las decisiones de Luis. Desde muy pequeño, a él le gustaba ir dejando claro cada cierto tiempo quién mandaba y para ello decidía cambiar de juego cuando mejor nos lo estábamos pasando.
A pesar de todo, no recuerdo aquel tiempo como infeliz, seguramente por esa capacidad de los niños para inventar el mundo cada día, por esa capacidad de desterrar de sus vidas todo aquello del pasado que no merece ser convertido en presente, como si esas cosas que le ocurrían fuesen algún error raro de los mecanismos naturales de la vida y, por tanto, les fuesen ajenas.
Sin embargo, estas arbitrariedades de Luis y la sensación de impotencia que me producía la obediencia ciega de los demás en estos jefes, fueron creando poco a poco en mí un espíritu rebelde y un gusto por la soledad que después de haberlo disimulado mucho ha terminado siendo una de las cosas esenciales que soy.
Pero entonces, claro, yo no entendía todo esto. ¿Por qué no era yo como Luis?, ¿por qué no me hacían caso los demás niños como a él?, ¿por qué no era yo feliz aceptando sus deseos y sus caprichos como hacían Pepe, Rafa o el Manolo?, ¿Por qué tenía yo que ser tan raro?, ¿por qué no era yo capaz de hacer descubrir a los demás niños lo divertido que era aquello de escribir un diario?, ¿de llevarlo siempre encima para que no te lo descubrieran: en los calcetines, en los calzoncillos, en la camiseta?, ¿por qué era yo tan torpe que no podía hacer ver a mis amigos algo tan obvio?.
(Continuará ...)
sábado, 19 de enero de 2008
viernes, 11 de enero de 2008
El Callejón. Novela por entregas. Página 7.
En el otro extremo de la calle, tras esa puerta desvencijada y oradada, en esa habitación hundida, está el Maestro Música, mi zapatero. La zapatería la recuerdo en silencio, en silencio y a oscuras, como un templo. La zapatería era una habitación muy pequeña a la que se llegaba directamente desde la calle bajando unos escalones. Y allí abajo, entre montones ordenados de zapatos, sentado con su delantal azul está el maestro.
Siempre me produce una curiosa sensación verlo allí abajo, desde la luz, desde mi juventud, ese hombre al que yo admiro tanto, en ese pozo de oscuridad. Y se mezclan en mí, al verlo, la melancolía y la incapacidad de comprender cómo alguien así no ha conseguido ser más que zapatero, zapatero en este agujero al que sólo su presencia le da vida.
De su boca van saliendo palabras que yo jamás había oído: melómano, percusión, instrumento de viento. -El piano es un instrumento de cuerda, aunque te parezca mentira, porque cuando tú tocas una tecla, un martillito golpea una cuerda y la hace sonar.
Fue al Maestro Música al primero que le oí nombrar a Bach y a Mózart, el que me contó lo importante que era la labor del director de la orquesta.
Nunca he sido un gran aficionado a la música y, sin embargo, sigo oyendo en mi mnemoria extasiado la voz del maestro durante horas que me parecen minutos, con el mismo sobrecogimiento, la misma concentración, la emoción con que me embobaba oyéndolo mientras lo veía trabajar. Nunca he sido un gran aficionado a la música, no; ni me ha interesado la zapatería, pero creo que ya intuía entonces, oyendo al Maestro y viéndolo trabajar que me iba a entusiasmar todo lo que estuviera bien hecho, bien contado, todo aquello que tuviera la vida, la tranquila pasión y la humanidad que rebosaban las palabras de este hombre. Él no tenía ese tono expansivo, ese ritmo narrativo de Manolo, esa capacidad de revivir las historias. Él era pequeño y menudo, aún más pequeño y más menudo con esa forma de silla que adquiría sobre su taburete, con la cabeza siempre gacha, mirando el trabajo mientras hablaba por esos ojillos pequeños. El Maestro, lo era en el tono íntimo, en el amor que te daba con todo lo que te contaba, en el lirismo sencillo y tosco de ese hilo de voz aflautado que salía de su pequeña humanidad.
(Continuará ...)
Siempre me produce una curiosa sensación verlo allí abajo, desde la luz, desde mi juventud, ese hombre al que yo admiro tanto, en ese pozo de oscuridad. Y se mezclan en mí, al verlo, la melancolía y la incapacidad de comprender cómo alguien así no ha conseguido ser más que zapatero, zapatero en este agujero al que sólo su presencia le da vida.
De su boca van saliendo palabras que yo jamás había oído: melómano, percusión, instrumento de viento. -El piano es un instrumento de cuerda, aunque te parezca mentira, porque cuando tú tocas una tecla, un martillito golpea una cuerda y la hace sonar.
Fue al Maestro Música al primero que le oí nombrar a Bach y a Mózart, el que me contó lo importante que era la labor del director de la orquesta.
Nunca he sido un gran aficionado a la música y, sin embargo, sigo oyendo en mi mnemoria extasiado la voz del maestro durante horas que me parecen minutos, con el mismo sobrecogimiento, la misma concentración, la emoción con que me embobaba oyéndolo mientras lo veía trabajar. Nunca he sido un gran aficionado a la música, no; ni me ha interesado la zapatería, pero creo que ya intuía entonces, oyendo al Maestro y viéndolo trabajar que me iba a entusiasmar todo lo que estuviera bien hecho, bien contado, todo aquello que tuviera la vida, la tranquila pasión y la humanidad que rebosaban las palabras de este hombre. Él no tenía ese tono expansivo, ese ritmo narrativo de Manolo, esa capacidad de revivir las historias. Él era pequeño y menudo, aún más pequeño y más menudo con esa forma de silla que adquiría sobre su taburete, con la cabeza siempre gacha, mirando el trabajo mientras hablaba por esos ojillos pequeños. El Maestro, lo era en el tono íntimo, en el amor que te daba con todo lo que te contaba, en el lirismo sencillo y tosco de ese hilo de voz aflautado que salía de su pequeña humanidad.
(Continuará ...)
El Callejón. Novela por entregas. Página 6.
Salgo de la casa y me acompaña esa vaga sensación que se aloja entre el pecho y el estómago que confundimos con tantos sentimientos y que esta vez tiene que ver con uno de esos destellos, de esos guiños con que se nos muestra fugazmente la hondura irreversible del tiempo.
Giro en la esquina de El Barco, que ya no es un bar, que ya no es nada más que una pequeña pared y una puerta cerrada desde hace años. En la puerta, veo, como siempre, a Manolo. Él y el Maestro Música flanquean la calle : Manolo aquí y el Maestro allí abajo, en su zapatería, al otro extremo de la calle. Ambos murieron hace años, como los locales en que habitaron y que permanecen abiertos ya sólo en mi recuerdo.
Echado hacia delante sobre el respaldo de la silla oigo al de El Barco hablarme de Iríbar, ese hombre tan grande al que le aplauden en todos los campos por los que va, ese portero al que dicen que habrá que ponerle las porterías más grandes, que nació en Macatxas, en Zaráuz, un pueblecito de San Sebastián. De él dicen que es un hombre con cabeza, que tiene un almacén de frutas y verduras con varios camiones. -Niño, ¿a que tú no sabes quién es Villanova? Pues mira, ése es un portero que tira penaltis, que los tira mejor que ninguno de sus compañeros y ha marcado un montón de goles. -Y ¿quién es La Galerna del Cantábrico? Es Gento; y Puscas, Cañoncito Pum. -Mira, hijo, el Recreativo de Huelva es el decano del fútbol español, ¿tú sabes lo que es eso?, el equipo más antiguo de España. Verás, allí había minas de hierro y en ellas trabajaban muchos ingleses; los ingleses son los inventores del fútbol, y por eso empezaron a jugar allí, en las minas, en Huelva, cuando todavía no se conocía ese juego en España.
Recuerdo cómo contaba aquellas anécdotas con su voz aguardientosa, quebrada y cálida, cómo las recreaba emocionado y hacía que yo oyese las voces del público cuando Gento corría por la banda, y las ovaciones que recibía Iríbar al entrar al campo en el silencio de aquellas noches estrelladas de verano en la puerta de El Barco, en esas noches en las que me acostaba más tarde porque al día siguiente no había colegio. Cuando veo ahora recreadas en el cine escenas como ésta me llama la atención el silencio, la quietud de las calles de este tiempo, ... y debieron ser así en realidad aquellas noches de vecinos en camiseta de tirantas, en corro a la puerta de sus casas, de taberneros sobre el respaldo a la puerta de las tabernas, de bombillas con platillo que apenas estorbaban la luz de la luna. Sí, todo eso debió ser así, aunque yo lo recuerdo con otro ritmo, con ese sonido que me envuelve por completo, con esa sensación de presente fuera del cual no hay nada. Con el ritmo vertiginoso de los pensamientos del niño, de aquel niño que fui.
Con la voz de Manolo, por su mirada, en sus ojos, a través de ellos, yo veía todos los detalles de las películas que me contaba. Mientras, a su lado, su mujer asentía y confirmaba con un par de frases vagas lo que él decía, como para que descansara, como para dar realce con su inseguridad o lo desmadejado de sus ideas a la forma de contar historias de su marido. Él lo hacía con la seguridad, con el ritmo justo, con esa capacidad que sólo algunos viejos tienen de ir desgranando lo que cuentan, dando tiempo al que las oye de imaginarlo, de sentirlo todo y no dándole tregua, no dejando que se aburra.
Ahora, recordando a estos hombres descubro que sí tuve abuelos, abuelos de esos de las películas, que tuve muchos abuelos que me contaron historias y que me quisieron o que, al menos, dejaron que me sintiera querido; y me apena no haberlo descubierto antes, de no haberles sabido transmitir lo importante que fueron para mí, y me veo ante el inmenso agujero del tiempo cuando noto que ya no puedo hacer nada más que desahogarme en estas palabras del pensamiento que tardaron en llegar tanto. El tiempo, ese callejón que nos une y nos separa de todo, de lo que fuimos, y de todos, de todos los que fueron con nosotros, en nosotros.
(Continuará ...)
Giro en la esquina de El Barco, que ya no es un bar, que ya no es nada más que una pequeña pared y una puerta cerrada desde hace años. En la puerta, veo, como siempre, a Manolo. Él y el Maestro Música flanquean la calle : Manolo aquí y el Maestro allí abajo, en su zapatería, al otro extremo de la calle. Ambos murieron hace años, como los locales en que habitaron y que permanecen abiertos ya sólo en mi recuerdo.
Echado hacia delante sobre el respaldo de la silla oigo al de El Barco hablarme de Iríbar, ese hombre tan grande al que le aplauden en todos los campos por los que va, ese portero al que dicen que habrá que ponerle las porterías más grandes, que nació en Macatxas, en Zaráuz, un pueblecito de San Sebastián. De él dicen que es un hombre con cabeza, que tiene un almacén de frutas y verduras con varios camiones. -Niño, ¿a que tú no sabes quién es Villanova? Pues mira, ése es un portero que tira penaltis, que los tira mejor que ninguno de sus compañeros y ha marcado un montón de goles. -Y ¿quién es La Galerna del Cantábrico? Es Gento; y Puscas, Cañoncito Pum. -Mira, hijo, el Recreativo de Huelva es el decano del fútbol español, ¿tú sabes lo que es eso?, el equipo más antiguo de España. Verás, allí había minas de hierro y en ellas trabajaban muchos ingleses; los ingleses son los inventores del fútbol, y por eso empezaron a jugar allí, en las minas, en Huelva, cuando todavía no se conocía ese juego en España.
Recuerdo cómo contaba aquellas anécdotas con su voz aguardientosa, quebrada y cálida, cómo las recreaba emocionado y hacía que yo oyese las voces del público cuando Gento corría por la banda, y las ovaciones que recibía Iríbar al entrar al campo en el silencio de aquellas noches estrelladas de verano en la puerta de El Barco, en esas noches en las que me acostaba más tarde porque al día siguiente no había colegio. Cuando veo ahora recreadas en el cine escenas como ésta me llama la atención el silencio, la quietud de las calles de este tiempo, ... y debieron ser así en realidad aquellas noches de vecinos en camiseta de tirantas, en corro a la puerta de sus casas, de taberneros sobre el respaldo a la puerta de las tabernas, de bombillas con platillo que apenas estorbaban la luz de la luna. Sí, todo eso debió ser así, aunque yo lo recuerdo con otro ritmo, con ese sonido que me envuelve por completo, con esa sensación de presente fuera del cual no hay nada. Con el ritmo vertiginoso de los pensamientos del niño, de aquel niño que fui.
Con la voz de Manolo, por su mirada, en sus ojos, a través de ellos, yo veía todos los detalles de las películas que me contaba. Mientras, a su lado, su mujer asentía y confirmaba con un par de frases vagas lo que él decía, como para que descansara, como para dar realce con su inseguridad o lo desmadejado de sus ideas a la forma de contar historias de su marido. Él lo hacía con la seguridad, con el ritmo justo, con esa capacidad que sólo algunos viejos tienen de ir desgranando lo que cuentan, dando tiempo al que las oye de imaginarlo, de sentirlo todo y no dándole tregua, no dejando que se aburra.
Ahora, recordando a estos hombres descubro que sí tuve abuelos, abuelos de esos de las películas, que tuve muchos abuelos que me contaron historias y que me quisieron o que, al menos, dejaron que me sintiera querido; y me apena no haberlo descubierto antes, de no haberles sabido transmitir lo importante que fueron para mí, y me veo ante el inmenso agujero del tiempo cuando noto que ya no puedo hacer nada más que desahogarme en estas palabras del pensamiento que tardaron en llegar tanto. El tiempo, ese callejón que nos une y nos separa de todo, de lo que fuimos, y de todos, de todos los que fueron con nosotros, en nosotros.
(Continuará ...)
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