Estoy trasladando mi habitación de estudio y, entre los papeles que tenía guardados en los pliegues del tiempo y el corazón, aparece un lienzo.
En este lienzo hay pintada una cabeza de caballo. Los trazos son infantiles, aunque con una inusitada seguridad para los seis años que tenía mi hijo cuando los trazó.
Al cogerlo, reviven en mí su carrera para dármelo antes de salir de casa, sus palabras tímidas de niño: "pónselo al abuelo", la nebulosa acuosa con que la emoción acompaña esos momentos y el abrazo que nos dimos.
Cuando acaricio este lienzo ajado, mucho más por sus circunstancias que por su tiempo, tiembla en mi mano de nuevo la emoción al dejarlo dentro del ataúd de mi padre y la emoción al recogerlo, pasados los años, cuando lo sacamos para incinerarlo y despedirnos de lo que fue su cuerpo la última vez.
Al recuperarlo, se lo di a mi hijo de nuevo: "ten, es tuyo, es vuestro, ¿recuerdas?". No fue capaz de mirarlo. "Quédatelo tú, por favor"
Confío en que los años hagan su trabajo y él sea capaz de disfrutar la emoción que hoy es tan intensa que produce un dolor insoportable.
Cuando acaricio este lienzo ajado, mucho más por sus circunstancias que por su tiempo, tiembla en mi mano de nuevo la emoción al dejarlo dentro del ataúd de mi padre y la emoción al recogerlo, pasados los años, cuando lo sacamos para incinerarlo y despedirnos de lo que fue su cuerpo la última vez.
Al recuperarlo, se lo di a mi hijo de nuevo: "ten, es tuyo, es vuestro, ¿recuerdas?". No fue capaz de mirarlo. "Quédatelo tú, por favor"
Confío en que los años hagan su trabajo y él sea capaz de disfrutar la emoción que hoy es tan intensa que produce un dolor insoportable.
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