lunes, 8 de enero de 2024

El cochecito rojo de Miguelín.

 I

Miguelín iba paseando con sus padres por la calle. Pronto sería Navidad y vendrían los Reyes. Tenía que escribirles la carta pidiéndole un juguete, pero todavía no sabía bien qué pedir, no había nada que le gustara mucho.

En ese momento, pasaron delante de una tienda y en el escaparate de la tienda había un coche de pedales rojo. Miguel se quedó parado delante de la tienda, mirando el coche con los ojos muy abiertos y con las dos manos apoyadas en el cristal del escaparate sorprendido ante lo bonito que era aquel cochecito rojo.

Los padres se dieron cuenta y esperaron detrás de su hijo. Entonces, el niño se volvió hacia ellos sin poder hablar, sólo pudo señalar con el dedo hacia el cristal, como diciéndoles: “¿Pero vosotros habéis visto esto?”.

Y sus padres sonrieron mientras le decían que sí con la cabeza.

 En cuanto llegó a su casa, comenzó a escribir, muy excitado, la carta a los Reyes para pedirles el cochecito rojo de pedales que había visto en el escaparate de aquella tienda (bueno, más exactamente, se lo pidió a Baltasar, que era su rey preferido).

II

 Cuando despertó el día 6, nervioso, corrió escaleras abajo, con los ojos aún pegados porque seguía medio dormido. Llegó al árbol de navidad y encontró bajo el árbol algo muy grande envuelto en papel de regalo rojo con un enorme lazo dorado.

Al ver aquello, se quedó paralizado. El corazón le latía en el pecho con tanta fuerza que parecía que se le iba a salir por el cuello del pijama. Miguelín no podía esperar, salió corriendo hacia el paquete gigante y comenzó a abrirlo rompiendo el papel con las dos manos.

Según tiraba, iba viendo que dentro había algo rojo. Algo rojo… y algo negro y redondo: ¿una rueda? ¿y otra rueda?, y otra y otra, y un volante, ¡¡¡sí!!! ¡y los pedales! ¡¡¡sí!!!, era el coche de pedales que había visto en el escaparate, el que le había pedido a los Reyes (bueno, a Baltasar).

Entonces, se volvió hacia sus padres, que lo miraban desde la puerta con cara de felicidad. A Miguelín le temblaba un poco la barbilla con una risa que estaba a punto de convertirse en lágrimas de alegría y de emoción. Él no recordaba haber sido nunca tan feliz como en aquel momento.

Cuando Miguelín se tranquilizó un poco, su padre le ayudó a subir al coche. Se sentó, cogió el volante e intentó pedalear; pero sus pies no llegaban a los pedales. A él, eso le importó poco porque consiguió moverlo caminando. Y pudo pasearse así; primero por el salón y luego por el patio con su coche nuevo.

Aquel día desayunó sentado en su cochecito, que tenía un botón de goma que sonaba como el “pito” de los coches de verdad (o, al menos, eso le parecía a Miguelín).

El niño era tan feliz que sus tíos y sus abuelos tuvieron que ir ese día a verlo a su casa, porque nadie conseguía bajarlo de su cochecito ni para visitar a la familia.

Sin embargo, sus padres estaban preocupados al ver que él no llegaba a los pedales. A sus padres les parecía que se podía pillar los pies y hacerse daño al intentar mover el coche andando. Y, después de pensarlo mucho, decidieron cambiarlo por otro más pequeño, porque creyeron que era lo mejor para él.

III

El día siguiente, el padre y la madre de Miguelín, mientras él estaba en el colegio, cogieron el coche, averiguaron la tienda donde Baltasar lo había recogido, y lo llevaron para cambiarlo por otro más pequeño.

Pero cuando llegaron allí, el señor de la tienda les dijo que no había coches más pequeños.

-En ninguna fábrica, en ninguna tienda del mundo encontrarán un coche más pequeño que éste. Éste es el coche de pedales más pequeño que existe –respondió el señor de la tienda.

-Es que mi hijo es pequeñito y no llega a los pedales. Él mueve el coche andando, pero tropieza con los pies y las piernas en los pedales y se puede hacer daño –volvieron a decir los padres.

-No se preocupen, si Baltasar ha decidido traerle éste es que es lo mejor para su hijo. Él crecerá pronto y entonces llegará a los pedales, no se preocupen –respondió de nuevo el señor de la tienda.

-Bueno, pues, entonces, que el año que viene vuelva a pedirle a los Reyes el cochecito y que se lo vuelvan a traer. Mientras tanto, lo vamos a cambiar por esa moto de pedales, que es más pequeña –añadió el padre.

El señor de la tienda les volvió a decir que no era buena idea cambiar un regalo de los Reyes, pero sus padres estaban decididos y cambiaron el cochecito rojo por la motito roja de pedales.

IV

Cuando Miguelín volvió del colegio, se fue corriendo al patio buscando su cochecito, pero el coche no estaba. Luego, fue al salón, a la cocina, … pero el cochecito no estaba; había desaparecido.

-Papá, mamá, ¿y el cochecito? –les preguntaba Miguel con la cara de susto más grande que ha puesto un niño en toda la historia.

-¿El cochecito?, ¿no está en el patio? –dijeron su madre y su padre.

Entonces, fueron al patio y, como si no supiera nada, su madre dijo:

-¡Anda! no está … Pero si lo dejamos aquí esta mañana.

Y le preguntó al padre:- ¿Esa moto la has traído tú?

-¡Yo, no! –dijo él. -pero tiene un papel en el manillar.

Entonces, su madre cogió el papel y lo abrió. El papel decía lo siguiente:

“Querido Miguel:

Soy Baltasar. Me alegro mucho de que el cochecito rojo que te he traído te haya gustado tanto. Pero he visto que te queda grande.

He buscado en todas las tiendas de juguetes del mundo uno más pequeño, pero no existe ninguno más pequeño.

Sin embargo, no te preocupes, el año que viene habrás crecido y, si lo sigues queriendo, te lo puedo traer de nuevo.

Mientras tanto, creo que te gustará esta motito de pedales que es más pequeña y te viene muy bien. Disfrútala mucho.

Sigue siendo un niño tan bueno y recuerda que debes perseguir siempre con todas tus fuerzas tus sueños para que se cumplan.

Sé muy feliz. Te quiere mucho.

Baltasar.”

La carta no era realmente de Baltasar. La carta la habían escrito sus padres para que Miguelín no se pusiera triste al ver que le habían cambiado el cochecito por la motito.

La motito era roja también con pedales. Era muy bonita y estaba en medio del patio. Sin embargo, Miguelín sólo veía que su cochecito rojo ya no estaba.

Como él era un niño muy bueno, se creyó que era Baltasar quien le había cambiado el cochecito por la motito, pero no comprendía por qué.

-¡Oye! ¡Qué bonita es la moto! –dijo su madre.

-¡Pero si es más bonita que el cochecito!, ¡Qué bien te lo vas a pasar con tu moto nueva! –le dijo su padre.

Miguelín miraba la motito y decía que sí, queriendo que le gustara, pero en ese momento sólo veía que su coche no estaba.

-¿Qué?, ¿te gusta? –le dijeron sus padres, los dos a la vez.

Y Miguelín seguía haciendo que sí con su cabecita y poniendo una especie de sonrisita de mentirijilla; porque, realmente, él no estaba contento.

Él sonreía para que sus padres y Baltasar creyeran que a él le gustaba la motito, que él no estaba triste. Entonces, empezó a andar muy despacito hacia la moto y se montó en ella. Luego, intentó coger el manillar, pero lo que hizo fue abrazarlo, abrazar la motito con fuerza y llorar.

Lloró primero despacito y luego con todas sus ganas, con el corazón encogido.

V

Aquella tarde, después de comer, estuvo jugando con la moto. Se subió y comenzó pedalear dando vueltas por el patio.

Pronto empezó a imaginar que aquello no era una moto sino un coche; para él, aquello no era la motito roja, era ya su coche rojo.

Pensando en eso, se bajó de la moto, hizo un gesto con las manos como si cerrara la puerta de un coche e hizo un sonido con su boca: “¡¡puuuum!!”, como el que hace la puerta de un coche al cerrarse.

Después, presionó con su dedo pulgar de la mano derecha en el nudillo del dedo índice y volvió a hacer otro ruidito: “piu, piu”. Era el mando a distancia que Miguelín imaginaba que tenía en la mano para cerrar la puerta de su “cochecito”. Hizo como si se guardara el mando a distancia y se fue a la cocina dando saltitos para merendar.

Su madre, que lo vio llegar tan sonriente le dijo: -¿Qué?, te gusta tu moto nueva, ¿eh?

Y Miguelín le respondió: -Me encanta.

Su madre le había preparado un bocadillo de chorizo, su merienda favorita, y un colacao.

A Miguelín le gustaba tanto el chorizo, que, mientras su madre subía a la azotea un momento, aprovechó para tirar el pan a la basura, porque el pan le quitaba mucho sabor al chorizo. Después, revolvió bien la basura para que ella no encontrara el pan y no se enfadara.

 Así que con el chorizo enrollado en una mano y el vaso de colacao en la otra, se sentó en el escalón de la azotea mirando su motito, aunque él ya no veía una moto; él sólo veía su coche, el coche en el que él imaginaba que se había convertido su motito.

Satisfecho por lo bien que le había salido la jugada con el chorizo, dio los últimos sorbos y se pasó la lengua para quitarse el “bigotito” negro que siempre se le quedaba en la merienda.

Cuando su madre bajaba de la azotea, le preguntó: -Mamá, ¿tú tienes un plato de plástico grande?

-Creo que sí, uno verde de cuando eras bebé, ¿te acuerdas?

-Sí, ese vale ¿Me lo puedes dar?

Y su madre, con una gran curiosidad, se lo dio y se quedó mirando “por el rabillo del ojo” lo que hacía Miguelín con el plato.

Él se subió al “coche” después de abrir la puerta con el “mando” y colocó el plato, que era grande y de un plástico duro, encima del manillar de la moto. Sujetando el plato y el manillar a la vez con fuerza, lo giró a un lado y a otro; ése sería el volante de su “coche”.

Se bajó de un salto y puso dos sillas separadas en medio del patio.

“Piu, piu”, “pummmm”, “borrom”, y ya estaba Miguelín de nuevo moviendo su volante para hacer pasar su “coche” por en medio de las sillas.

-¡Mamá! ¿Estos platos de plástico no los hacen negros?

-Yo creo que no, yo no los he visto –le respondió su madre.

Pero a Miguelín no le importó; porque, aunque el resto de la gente veía un plato verde, él sabía perfectamente que aquello era el volante negro de su coche rojo.

Cuando llegó su padre de trabajar, Miguel ya estaba cenando. Le preguntó por los deberes y a qué había estado jugando aquella tarde.

El niño le dijo que los había hecho todos y que había estado jugando con su coche.

Al padre le sorprendió que le dijera que había estado jugando con su coche y le dijo: -Será con la moto…

-No, no es una moto, es un coche –le dijo el niño muy convencido.

Después de un rato jugando a “las tres en raya”, que era un juego que les encantaba a los dos, su padre lo llevó montado a caballo hasta la cama. Allí le contaría, como todos los días, un cuento.

-Hoy “Flipi y Flapi”, ¿vale papi?

-Vale.

-“Flipi y Flapi en las cataratas”

-Como usted desee –le respondió su padre haciéndole cosquillas.

Miguelín se reía y, casi sin poder hablar por la risa, añadió:

-Y que vayan a verlas Heidi y Pedro, ¿vale?

-¡Vaaaaaale!

Y su padre le contó el cuento de Flipi y Flapi en las cataratas, inventándose que Heidi y Pedro iban a visitarlas. Pedro se cayó al agua. Y cuando Heidi estaba a punto de caerse también para ayudarlo, Miguelín cerró los ojos y se quedó dormido imaginándolos.

Su padre se quedó un rato allí mirándolo y sonriendo. A su padre le encantaba ver la cara de felicidad que tenía su hijo mientras dormía.

Al bajar, su mujer lo esperaba en el salón con un vaso de leche.

Ella le contó lo que el niño había hecho con el plato verde de plástico y le contó lo que hacía con la mano como si abriera y cerrara la puerta de un coche al subirse a su motito.

El padre se puso muy contento al ver que la motito de los Reyes le estaba gustando tanto… y tuvo una idea…

VI

 El día siguiente, el padre de Miguelín se llevo el plato verde al trabajo y le pintó un volante negro perfecto. Cogió también unos tornillos, volvió a casa más temprano y atornilló el plato encima del manillar de la motito como si fuera un volante de verdad.

Al llegar Miguelín, lo primero que hizo fue ir corriendo al patio para ver su “coche” y se encontró aquel volante nuevo colocado en su motito. Se subió en ella de un salto y comenzó a moverlo. ¡Era perfecto, era un volante perfecto!

El niño se había quedado sin palabras. Miraba el volante y a su madre. Los miró una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Luego corrió hacia ella y se le abrazó a la cintura con todas sus ganas.

-¿No cierras la puerta? –le preguntó entonces su padre.

-¿Qué puerta? –dijo el niño.

-La del coche. No olvides el seguro – y añadió su padre-“piu,piu”.

Y se echaron a reír los tres.

 -Papá, ¿has sido tú el que ha puesto el volante a mi coche?

-¿Yo?, no. Pero a quien lo haya hecho le ha salido muy bien.

-¿Y tú, mamá?

-¿Yo?, ¿tú me ves a mí capaz de fabricar algo así?

Entonces, Miguelín miró hacia arriba, hacia el cielo, y pensó: “¿Baltasar?,… No puede ser… ¿o sí?” Miguelín recordó en ese momento todas las veces que sus padres le habían dicho que los deseos había que perseguirlos siempre con fuerza, que esa era la única manera de conseguirlos.

Y después de dar dos o tres vueltas por el patio con el “cochecito” se fueron a almorzar los tres.

Aquella tarde, Miguelín volvió a poner las sillas y, al pasar entre ellas, se dio cuenta de que con este nuevo volante se manejaba mucho mejor el “cochecito”.

Después de dar muchas vueltas por el patio, empezaron a caer unas gotas de lluvia. Paró en seco el vehículo y los ojos se le abrieron mucho; había tenido una idea.

De un salto se bajó del “coche” y fue corriendo a buscar algo. Volvió con su pequeño paraguas negro y se montó llevando, en una mano, el paraguas abierto; en la otra, el volante. Arrancó el coche: “¡burrum!” y siguió dando vueltas al patio sonriendo.

Su madre fue a llevarle la merienda y a decirle que estaba lloviendo. Cuando ella llegó y lo vio dando vueltas con el volante en una mano y el paraguas en la otra, soltó una carcajada tan grande y tan larga que no pudo ni hablar.

Miguelín, al verla, siguió pedaleando, pero se rio tanto también que el coche se paró y, cuanto más se miraban los dos, más se reían.

-¿Y eso? –dijo su madre señalando al paraguas.

-El “coche” es ahora descapotable, como está lloviendo, tengo puesto el techo –respondió el niño.

Y los dos rieron de nuevo.

Cuando el padre volvió, le contaron la novedad: el “coche” ahora tenía techo, era descapotable.

Después de cenar, el padre se puso a Miguelín en el hombro como si fuera un saco y riendo los dos a carcajadas se fueron a la cama.

- Esta noche te voy a contar un cuento nuevo que te va a encantar.

-¿Sí?, ¿cuál?, ¿”La Princesa del lunar”, “Doce noches”, “Emmma y las semillas mágicas” …?

-Sé que esos cuentos te encantan, pero hoy te contaré uno nuevo, se llama “Tarasá” …

 Y le contó la historia de un niño que cuando decía las palabras mágicas: “tarasá, tarasá, tarasá”, la luz de la luna se convertía en un tobogán blanco, maravilloso y brillante, que iba desde el cielo hasta la Tierra, por el que el niño podía caminar o deslizarse.

Y mirando la luna por la ventana de su habitación, con la mano de su padre cogida y pensando en su “cochecito”, que ahora tenía techo, se quedó dormido con una luminosa sonrisa. Mientras se quedaba dormido, le dio tiempo a murmurar: “tarasá, tarasá, tarasá” y la mano que le tenía cogida a su padre se fue aflojando hasta soltarse.

VII

Como, justo antes de cerrar los ojos, al niño le dio tiempo a decir tres veces “tarasá”, Miguelín vio cómo la luz de la luna que entraba por la ventana de su habitación se convertía en un tobogán brillante que llegaba hasta su cama.

Entonces, ocurrió algo maravilloso. Sin saber cómo había pasado, el niño vio en sueños que su “cochecito” había llegado solo hasta su habitación. Él se montó en el “coche” y éste se lanzó por el blanco tobogán hasta llegar a lo alto del cielo.

Y así llegó a un lugar que era exactamente igual que su pueblo, donde las farolas eran estrellas. Y llegó a una casa que era exactamente igual que donde habían vivido siempre sus abuelos.

La puerta estaba abierta y vio a una mujer sonriendo que lo llamaba.

-¡Abuela! –corrió por el aire hacia dentro de la casa.

-¡Miguelín! ¡qué ganas tenía de verte! –lo abrazó su abuela.

-Abuela; pero si tú subiste al cielo el año pasado y me dijeron mis padres que no podría verte en mucho tiempo.

-Ya, y es verdad –respondió la anciana- pero es que ahora estás en el cielo. Tú has deseado con tanta fuerza verme que lo has conseguido.

-¿Abuelo? –dijo Miguelín a un señor al que reconoció por algunas fotos que había de él en su casa –yo de ti no me acuerdo. Tú subiste aquí cuando yo no había nacido todavía.

-¡Claro!, tú no me recuerdas, pero yo sí te he visto todos los días.

-¿Desde aquí me puedes ver en mi casa? – dijo el niño sorprendido.

-Claro, ven conmigo –y el abuelo lo llevó a la puerta de la casa.

Como estaban en el cielo, el suelo era de aire transparente y al mirar hacia abajo se podía ver perfectamente su pueblo.

-¿Ves aquella casa que está frente al colegio?

-Claro, es mi casa, pero estamos muy lejos, no se puede ver a nadie –le respondió Miguelín.

-Tú, ¿cómo has conseguido guiar tu “cochecito” hasta aquí? –intervino la abuela, que los veía desde detrás.

-¿Yo?, concentrándome mucho, encogiendo los ojos, apretando todos los músculos y concentrándome con todas mis ganas –dijo su nieto -¡ah! y diciendo “tarasá, tarasá, tarasá”.

-Pues haz lo mismo; pero ahora, en vez de querer volar hasta aquí para vernos, desea, con todas tus fuerzas, ver lo que está ocurriendo dentro de tu casa allí abajo –volvió a decir su abuela con mucha dulzura – recuerda que los deseos hay que perseguirlos con mucha fuerza, esa es la única manera de que se cumplan.

Esto último le recordó a Miguelín lo que siempre le decían sus padres y miró, desde el cielo, fijamente su casa, encogió un poco los ojos y los músculos de su cuerpo con todas sus fuerzas.

Entonces, ocurrió el milagro y él vio todas las habitaciones de la casa, como si estuviera allí. Pero…

-¡Abuela! –dijo el niño sobresaltado- ése soy yo, estoy dormido en mi cama. No puede ser, yo estoy aquí con vosotros.

Ella se puso despacio el dedo índice delante de los labios mientras sonreía:

 –No te preocupes, es la magia, mañana lo entenderás todo.

-Bueno, ahora debes irte, pronto se hará de día y tus padres se asustarán si no has vuelto, porque hasta que no vuelvas, no podrá despertar tu cuerpo –y siguió diciéndole –por cierto, puedes venir a vernos cuando quieras, pero para ello no debes decírselo a nadie y debes portarte muy bien. Esto es una especie de hechizo mágico que le ocurre a muy pocas personas; pero, si lo cuentas o si te portas mal, desaparecerá el hechizo, y tú no podrás volver a venir por la luz de la luna a vernos hasta que pasen muchos años.

-No os preocupéis, no le diré nada a nadie y me portaré muy bien, será nuestro secreto –dijo el niño.

Ya en la puerta, se despidieron dándose un beso y un abrazo que a Miguelín le pareció muy blandito y calentito.

Miguelín se subió en su “cochecito”, que seguía con el paraguas abierto, flotando en el aire. El niño dijo: “tarasá, tarasá, tarasá”. Se concentró con todas sus fuerzas, cogió el volante y la luz de la luna se convirtió en un precioso tobogán que lo llevó directo a la ventana de su habitación.

Sin saber cómo, el niño estaba ya de vuelta, dormido en su habitación y el cochecito había vuelto al patio.

VIII

Al despertarlo su madre por la mañana, él recordaba todo lo ocurrido durante la noche. Entonces, se puso de prisa de rodillas en la cama, agarrado al borde de la ventana. Aún no era completamente de día y se veían dos estrellas junto a la luna. Entonces, dijo con el pensamiento mirando a esas dos estrellas por la ventana: -¿abuelos?

Y las estrellas se apagaron y se encendieron dos o tres veces cada una, dejándole claro que eran ellos.

Miguelín se levantó recordándolos como si estuvieran vivos.

Desayunó su colacao como siempre y se fue al colegio muy alegre.

Al salir del colegio, estaba lloviendo tanto que él pensó que no iba a poder jugar en el patio con el “cochecito”.

Y, pensando en eso, llegó a su casa y corrió al patio para ver su “cochecito”. Su madre iba detrás de él sonriendo para ver la cara que Miguelín ponía cuando viera lo que le había ocurrido a su “coche”.

Al verlo, al niño se le cayó al suelo el pequeño paraguas que llevaba en la mano por la sorpresa.

 Y es que a su “cochecito” le había salido un techo, pero un techo de verdad. Alguien le había colocado un paraguas rojo enorme muy bien sujeto de forma que parecía imposible que se pudiera caer.

El paraguas abierto era más grande que la motito de pedales, por lo que parecía un coche de verdad. A Miguelín se le saltaron las lágrimas de alegría. Se dio la vuelta y con una sonrisa llena de lágrimas se abrazó con fuerza a las piernas de su madre.

-¿Has sido tú? –le preguntó señalando el paraguas rojo, enorme, precioso, que se había convertido en el techo de su “coche”.

-¿Yo? No tengo ni idea de cómo ha llegado esto aquí –le respondió.

-¿Papá, entonces?

-Imposible. Papá se fue esta mañana antes que tú te levantaras y aún no ha vuelto ¿mira que si han sido los Reyes? –añadió su madre.

-¿Los Reyes?, ¿tú crees? –le dijo Miguelín.

Entonces, Miguelín pensó: “¿y si han sido los abuelos?” Pero eso, claro, no se lo pudo preguntar a su madre.

-¿Qué? ¿no quieres probar tu coche con techo nuevo? –le dijo ella.

-Pero está lloviendo, ¿puedo jugar en el patio lloviendo? –respondió el niño.

-Mira el asiento, el volante, los pedales, … están secos; no creo que te mojes con ese enorme techo –añadió la madre.

Entonces, dio un salto y, sin quitar el seguro ni abrir la puerta del coche, se montó en él y pensó: persigue siempre tus deseos con fuerza, con mucha fuerza.

Él oía la lluvia caer fuerte sobre el techo del coche, veía la lluvia caer fuerte alrededor de su coche y, sin embargo, no se mojaba. Parecía algo mágico y Miguelín se sintió muy, pero que muy feliz.

Después de toda la tarde jugando con su coche, ya en la ducha, estuvo todo el tiempo recordando los paseos que se había dado bajo la lluvia.

Después de cenar y jugar un ratito, como todos los días, padre e hijo le dieron el beso de buenas noches a mamá y subieron la escalera.

Al llegar arriba y meterse en la cama, le cogió con fuerza la mano a su padre y, sin soltársela, miró por la ventana. Ya había dejado de llover, ya no estaba nublado y allí estaban de nuevo aquellas dos estrellas, las que más brillaban junto a la luna. Miguel les preguntó en silencio si habían visto todo lo que había ocurrido aquella tarde, las estrellas se apagaron y se encendieron tres veces y al niño le recorrió una alegría muy grande por todo el cuerpo.

Entonces, su padre le iba a empezar el cuento del día, cuando Miguelín dijo:

 -Hoy, “Flipi y Flapi en la escuela”, papi – y, casi sin voz ya, añadió: –y que se encuentren a Tarzán en el cole, ¿vale?

-Claro, chiqui –le dijo su padre viendo cómo se le caían los ojos.

-Hasta mañana, te quiero –Y la “o” del “te quiero” no salió de la boca de Miguelín, que se durmió antes de que el cuento empezara.

IX

En cuanto se quedó dormido, los labios del niño dijeron como todas las noches: -Tarasá, tarasá, tarasá.

Y, sin saber cómo, ya estaba montado en su coche surcando la luz de la luna camino de la casa de sus abuelos en el cielo, de nuevo.

Pero aquella noche, en el camino hacia las estrellas, al pasar por encima de la calle de su amiga Clara, la vio por la ventana llorando en su camita.

Como nadie podía verlo, se acercó para descubrir por qué lloraba.

Clara lloraba en su camita abrazada a una muñeca, porque a la muñeca se le había caído la cabeza (o alguien se la había arrancado).

Esa muñeca le encantaba a su amiga, se la habían traído los reyes y la muñeca cantaba, hablaba y llamaba a Clara por su nombre.

Ahora entendía por qué Clara estaba tan triste.

 Miguelín hubiera querido entrar en la ventana a consolarla; pero no podía hacerlo.

Sin saber bien qué hacer y triste él también por ver a su amiga llorando, dijo de nuevo: -tarasá, tarasá, tarasá … Y el coche continuó subiendo en busca de sus abuelos.

Cuando llegó, ellos lo estaban esperando.

-Pero ¿vosotros sabéis cuando yo voy a venir a veros? –les preguntó.

-Bueno, aquí lo sabemos todo –le dijeron sus abuelos.

-Entonces, ¿sabéis lo que le ha pasado a mi amiga Clara?

Y sus abuelos le contaron que el hermano de su amiga le había quitado la cabeza a la muñeca para ver qué había en su interior. Y, después de quitarle la cabeza, no pudo volver a ponérsela.

-¿Y ha dejado de hablar la muñeca? –preguntó de nuevo Miguelín.

-Pues sí –respondió su abuela –hasta que no vuelvan a colocarle la cabeza en su sitio, no podrá volver a hablar.

-Y ¿yo podría arreglársela? Lo podría intentar al menos.

-Bueno, creo que los poderes que te da el “tarasá, tarasá, tarasá” te permitirán atravesar la ventana aunque esté cerrada y arreglarle la muñeca, siempre que tu amiga esté ya dormida, claro –le dijo su abuelo.

Después de un rato hablando con ellos, Miguelín se despidió de sus abuelos para tomar rumbo a la casa de Clara.

-Venga ya, que esta noche tienes trabajo –bromeó el abuelo.

-Tengo, tengo trabajo –se rió Miguel.

Y “tarasá, tarasá, tarasá”, el niño se montó en su coche y la luz de la luna lo llevó, exactamente, a la ventana de Clara, que ahora parecía estar completamente dormida junto a su muñeca rota.

Miguelín se bajó del coche y, andando por el aire con mucho cuidado, atravesó los cristales de la ventana.

¡Cuánto le hubiera gustado en ese momento acariciar la cabecita de su amiga y darle un beso en la frente!; pero no debía hacerlo, así que sólo le dijo con la mente: -no te preocupes, yo te la arreglaré.

Cogió la muñeca con cuidado para no despertarla, cogió la cabeza y sin saber cómo se la colocó en su sitio, le dio dos vueltas y cuando tiró de ella para ver si se había quedado bien puesta, comprobó que no se salía, que había quedado como nueva.

Volvió a colocar la muñeca debajo del bracito de Clara que respiraba profundamente dormida, sonriendo como si en esos momentos estuviera teniendo un sueño muy bonito.

Lleno de una gran alegría, al imaginar lo contenta que su amiga se iba a poner cuando despertara, volvió a su coche. Ya fuera, se subió en él y regresó a su cama, donde se quedó dormido, aunque antes vio en su ventana cómo se apagaban y se encendían tres veces seguidas dos estrellas y él les envió dos besos soplando hacia el cielo. Y se durmió.

X

A la mañana siguiente, cuando su madre fue a despertarlo, Miguelín estaba abrazado a la almohada. Al abrir los ojos, se acordó de Clara y de su muñeca. Aquel día, se lavó la cara, se vistió, desayunó y se lavó los dientes más rápidamente que nunca. Cuando su madre se dio cuenta, ya estaba en la puerta de su casa con la mochila colocada.

-¿Pero dónde vas tan temprano? –le preguntó ella.

-Al colegio, quiero llegar pronto.

Al llegar al colegio, Miguelín vio a Clara, que había sido la primera en llegar y tenía cara de estar contenta.

-¡Hola, Clara! –se acercó Miguelín.

-¡Hola, Miguel! –le respondió ella –hemos sido los primeros.

-Sí, ¿cómo has llegado tan pronto hoy?

Entonces, la niña le contó lo que le había ocurrido el día anterior con su muñeca, que se había roto y que ella se había puesto muy triste; pero que, al despertar, se la había encontrado milagrosamente arreglada.

- Hasta habla de nuevo. La muñeca está como nueva –continuó Clara -¿Y sabes otra cosa? Esta noche he soñado que tú entrabas en mi habitación de madrugada y que eras tú quien me la arreglabas.

-¡Qué cosas sueñas! –le dijo Miguelín riendo y tosiendo, porque se había atragantado con la saliva, sorprendido por el sueño de Clara.

-Ya sé que es sólo un sueño, pero, si no, ¿cómo es posible que la muñeca se haya arreglado sola? –continuó ella –Es imposible que hayan sido mis padres; ellos no saben hacer esas cosas.

-¿Y si fueron los Reyes?… ellos son magos –le preguntó su amigo.

-¿Tú crees, Miguel?

-Sea quien haya sido, Clara, recuerda que siempre hay que perseguir los deseos con fuerza y tú deseabas con todas tus ganas que la muñeca se arreglara.

Mientras hablaban fueron llegando, por ese orden, Inés, Andrés, Joaquinito Darío, Ángel, … y los demás niños de la clase, que se fueron poniendo en fila hasta que “la seño” vino a recogerlos y los metió en la clase.

Miguelín pensó: entonces, la magia de “tarasá, tarasá, tarasá” funciona, no sirve sólo para visitar a los abuelos; también he conseguido arreglar la muñeca de mi amiga.

Él estaba deseando contarle a Clara su secreto; pero no podía, porque sabía que, si lo hacía, la magia de “tarasá” desaparecería.

 Aquella tarde, después de hacer los deberes, jugando con su cochecito, recordó que Joaquinito le dijo muy triste que tenía la bicicleta rota.

Al llegar la noche, cuando se fue al dormitorio a caballo de su padre, su madre le dijo: -Hoy has estado todo el día muy contento.

-Sí, mamá, muy contento –le respondió. Y hubiera querido contarle por qué etaba tan contento a sus padres, pero sabía que no podía hacerlo.

Al llegar a la cama, su padre le preguntó qué cuento quería hoy.

Él le dijo: -el que tú quieras, papi. Hoy, el que tú quieras.

Y se quedó dormido antes de que empezara el cuento. Se quedó dormido viendo por la ventana dos estrellitas que se apagaban y se encendían tres veces.

En la cara de Miguelín, ya dormido, se veía toda la felicidad que tenía dentro. Mientras su padre lo miraba contento, el niño ya había dicho las palabras mágicas e iba subiendo por la luz de la luna buscando a sus abuelos y buscando nuevas aventuras.

Hoy iría a arreglarle a su amigo Joaquinito la bicicleta, que la tenía rota. Cada día buscaría a niños que necesitaran ayuda a los que él pudiera ayudar. Había descubierto que eso lo hacía inmensamente feliz.

Pensó que aquel cochecito y la magia de “tarasá” eran el mejor regalo de reyes que nadie podía tener y recordó que para conseguir las cosas había que desearlas y perseguirlas con todas sus fuerzas.

FIN


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