Hoy ha sido
una etapa normal, bastante monótona. Después de la dureza de la de ayer, ha
resultado ser bastante cómoda.
El paisaje,
casi la mitad del trayecto, fue más bien feo, transcurrió por el asfalto;
quizás por eso valoré más esa otra parte del camino que transcurrió junto al
río, entre árboles que juntaban sus copas formando una especie de bóveda verde
con la que nos cubrían y nos regalaban su sombra.
No he ido
solo, como ocurrió los días anteriores, en ningún momento. Salí acompañado de
Enrique, un sevillano que tuvo una vida intensa y accidentada. Repite con
frecuencia dos ideas que creo que lo retratan bien: “yo soy, o todo o nada” y
“mi padre decía: si eso ha pasado es que estaba de Dios”. Quizás por eso, igual
que ha pasado por todas esas dificultades, ha salido con bien de ellas.
Después, me
acompañó Paco, un señor que, con algunos problemas de movilidad por una
enfermedad, ha hecho el camino en numerosas ocasiones; una vez, incluso, lo
terminó con el hombro roto. Creo que eso lo define bien a él también.
Cada uno por
una cosa, ambos, hombres interesantes. Oyéndolos se aprende de otras vidas, de
esas otras vidas que yo no pude tener. De manera semejante a lo que ocurre con
el reposo de la lectura, el reposo del caminante nos hace estar mucho más
abierto a este tipo de aprendizaje, aunque éste está a nuestro alcance todo el
año.
Como me
ocurrió en las etapas anteriores, por distintos motivos: por ser las vísperas
de todo, por ser el primer día, por la dureza del segundo, por haberlo
compartido con otros hoy; como ocurrió en las etapas anteriores, decía, hoy he
vuelto a sentir la presencia constante de las personas importantes en mi vida
acompañándome. Sin pensar en ellos, simplemente dándome cuenta de a ratos de
que estaban ahí, que habían estado ahí todo el tiempo, aunque no me diera
cuenta en muchos momentos, como una parte de mí, como una parte importante te
de mí, como una parte constitutiva.
Fui
consciente entonces de que hay gente importante para mí y luego está la gente
que siempre están aquí dentro: unos, porque son parte de mí desde que nacieron
o desde que nací yo; otros, porque se han ido colando entre mis fibras con
el gesto, con la palabra, con la atención, con la INTENCIÓN JUSTA, en cada momento.
Paco es un
estudioso y un gran conocedor del Camino. Me fue contando infinidad de
anécdotas sobre él y sobre los muchos Caminos que había hecho: desde distintos
puntos de España, desde Francia, en Alemania por el Rin, …
Hacia la
mitad de la etapa, se nos acercó un perro que nos acompañó todo el tiempo hasta
el final. Era un pastor alemán limpio y juguetón, bastante joven. Parecía perdido y, al terminar,
llamamos a protección civil para que se hiciera cargo de él.
Al llegar al
albergue, fuimos al pueblo a tomar café. Volví con una pareja muy joven de
chicos madrileños. Novios, con toda la vida por delante. Me gustó mucho ver
cómo el hecho de hacer el Camino
resultaba interesante también para gente de su edad.
Después de
comer, aquí, sentado al sol, con mi libro y mi diario, veo cómo nos vamos
resultando familiares los peregrinos que ya hemos coincidido en varias etapas.
Al observarlos, me doy cuenta de que , un día tras otro, vamos todos vestidos
de la misma manera: una camiseta, un pantalón corto y una sudadera cuando hace
frío; que apenas sabemos nada unos de otros: de dónde somos –a veces-, dónde
hemos iniciado el camino –otras- y poco más. La mayoría de las veces no
conocemos ni el nombre, ni la profesión, … Al desconocerlo casi todo de todos,
la relación que se establece entre nosotros es una relación sin prejuicios, una
relación con “la persona” que tenemos delante sin el condicionamiento de su
condición social o económica o ideológica, y soy consciente de que esto nos
permite conocer a gente que nos gusta a la que en cualquier otro contexto, con
todos esos condicionantes que nos rodean a diario, no nos hubiéramos permitido
conocer.
Aquí, me he
vuelto a encontrar al chico suizo con el que coincidí en la primera etapa y con
un chico portugués que llegó a última hora la primera noche de Ribadeo y que se
quedó a dormir en el suelo.
Este
albergue está alejado del pueblo, por lo que la tarde ha transcurrido plácida
al sol, paseando por entre las páginas del libro de Savater y por las de este
diario. El albergue tiene una sala de estar con un balcón, arriba, desde donde
el atardecer se alarga y la noche se hace muy acogedora a estas horas en que va
cerrando el día con sus mensajes de texto y las conversaciones que me permiten
compartir esta aventura al final, como al principio de cada jornada, con los
míos y que multiplica así el valor de lo vivido cada instante por no sabría
decir cuánto.