viernes, 28 de noviembre de 2014

Quinto día. 10 de agosto de 2013. Villalba.


Hoy ha sido una etapa normal, bastante monótona. Después de la dureza de la de ayer, ha resultado ser bastante cómoda.
El paisaje, casi la mitad del trayecto, fue más bien feo, transcurrió por el asfalto; quizás por eso valoré más esa otra parte del camino que transcurrió junto al río, entre árboles que juntaban sus copas formando una especie de bóveda verde con la que nos cubrían y nos regalaban su sombra.
No he ido solo, como ocurrió los días anteriores, en ningún momento. Salí acompañado de Enrique, un sevillano que tuvo una vida intensa y accidentada. Repite con frecuencia dos ideas que creo que lo retratan bien: “yo soy, o todo o nada” y “mi padre decía: si eso ha pasado es que estaba de Dios”. Quizás por eso, igual que ha pasado por todas esas dificultades, ha salido con bien de ellas.
Después, me acompañó Paco, un señor que, con algunos problemas de movilidad por una enfermedad, ha hecho el camino en numerosas ocasiones; una vez, incluso, lo terminó con el hombro roto. Creo que eso lo define bien a él también.
Cada uno por una cosa, ambos, hombres interesantes. Oyéndolos se aprende de otras vidas, de esas otras vidas que yo no pude tener. De manera semejante a lo que ocurre con el reposo de la lectura, el reposo del caminante nos hace estar mucho más abierto a este tipo de aprendizaje, aunque éste está a nuestro alcance todo el año.
Como me ocurrió en las etapas anteriores, por distintos motivos: por ser las vísperas de todo, por ser el primer día, por la dureza del segundo, por haberlo compartido con otros hoy; como ocurrió en las etapas anteriores, decía, hoy he vuelto a sentir la presencia constante de las personas importantes en mi vida acompañándome. Sin pensar en ellos, simplemente dándome cuenta de a ratos de que estaban ahí, que habían estado ahí todo el tiempo, aunque no me diera cuenta en muchos momentos, como una parte de mí, como una parte importante te de mí, como una parte constitutiva.
Fui consciente entonces de que hay gente importante para mí y luego está la gente que siempre están aquí dentro: unos, porque son parte de mí desde que nacieron o desde que nací yo; otros, porque se han ido colando entre mis fibras con el gesto, con la palabra, con la atención, con la INTENCIÓN JUSTA,  en cada momento.
Paco es un estudioso y un gran conocedor del Camino. Me fue contando infinidad de anécdotas sobre él y sobre los muchos Caminos que había hecho: desde distintos puntos de España, desde Francia, en Alemania por el Rin, …
Hacia la mitad de la etapa, se nos acercó un perro que nos acompañó todo el tiempo hasta el final. Era un pastor alemán limpio y juguetón, bastante joven. Parecía perdido y, al terminar, llamamos a protección civil para que se hiciera cargo de él.
Al llegar al albergue, fuimos al pueblo a tomar café. Volví con una pareja muy joven de chicos madrileños. Novios, con toda la vida por delante. Me gustó mucho ver cómo el hecho de hacer el Camino  resultaba interesante también para gente de su edad.
Después de comer, aquí, sentado al sol, con mi libro y mi diario, veo cómo nos vamos resultando familiares los peregrinos que ya hemos coincidido en varias etapas. Al observarlos, me doy cuenta de que , un día tras otro, vamos todos vestidos de la misma manera: una camiseta, un pantalón corto y una sudadera cuando hace frío; que apenas sabemos nada unos de otros: de dónde somos –a veces-, dónde hemos iniciado el camino –otras- y poco más. La mayoría de las veces no conocemos ni el nombre, ni la profesión, … Al desconocerlo casi todo de todos, la relación que se establece entre nosotros es una relación sin prejuicios, una relación con “la persona” que tenemos delante sin el condicionamiento de su condición social o económica o ideológica, y soy consciente de que esto nos permite conocer a gente que nos gusta a la que en cualquier otro contexto, con todos esos condicionantes que nos rodean a diario, no nos hubiéramos permitido conocer.
Aquí, me he vuelto a encontrar al chico suizo con el que coincidí en la primera etapa y con un chico portugués que llegó a última hora la primera noche de Ribadeo y que se quedó a dormir en el suelo.

Este albergue está alejado del pueblo, por lo que la tarde ha transcurrido plácida al sol, paseando por entre las páginas del libro de Savater y por las de este diario. El albergue tiene una sala de estar con un balcón, arriba, desde donde el atardecer se alarga y la noche se hace muy acogedora a estas horas en que va cerrando el día con sus mensajes de texto y las conversaciones que me permiten compartir esta aventura al final, como al principio de cada jornada, con los míos y que multiplica así el valor de lo vivido cada instante por no sabría decir cuánto.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Cuarto día. 9 de agosto de 2013. Gontán.


Hoy ha sido una etapa dura. Todos los que llegaban, algunos con muchos días de camino, decían que había sido la etapa más dura de todas.
Me levanté temprano, cerca de las seis de la mañana. Anoche me acosté pronto y descansé bien.
Vi amanecer desde el bosque. El sol aparecía detrás de mí con todo el vigor del día; delante, valles sumergidos en lagos de niebla parecían dormidos a la espera de la luz que los tocara y los hiciera despertar.
Avanzar solo por este escenario bajo las bóvedas verdes que cubrenlos caminos, entre este mar de helechos, me hace sentir un invitado que tiene el privilegio de ver cómo despierta, cómo se despereza este mundo recóndito cada día.
Cuánta vida sin adjetivos te va llenando en cada bocanada de aire que te recorre purificadora absolutamente por dentro.
Es tanto el bienestar que intento explicármelo, intento encontrar las razones de tanta dicha. Es curioso, cuando nos divertimos, cuando reímos, parece tan evidente la alegría que no es necesario explicarla; sin embargo, cuando la dicha sencilla se deriva simplemente de lo que nos rodea parece que necesitamos encontrar otras razones que lo justifiquen. Pero no, creo que he aprendido hoy la necesidad de no pensar, de dejar fluir las sensaciones en ocasiones como ésta.
Hasta llegar a Mondoñedo, en el paisaje alternan la naturaleza y las casas dispersas en ella: hórreos, establos, animales que pastanserenos en el campo. No hay coches, no hay ruidos.
Después, cursos de agua, puentes medievales en los que me siento fundido con toda la vida que ha pasado por ellos a lo largo de los siglos.
En uno de estos puentes, envuelto en estas sensaciones, me paro a desayunar a la entrada de Mondoñedo.
El pueblo es precioso: iglesias, fuentes, caserío popular, monasterios.
En él encuentro a Enrique, compañero de camino que conocí en Ribadeo, y me despisto porque está muy mal señalizado.
Finalmente, consigo salir con un grupo de ciclistas y me voy encontrando cuesta arriba con varios caminantes que acusan la subida. Es una subida durísima tras otra.
El paisaje no es tan hermoso como al inicio de la etapa y se concentra toda la atención en el esfuerzo. Me han dolido los pies al andar, pero creo que es el poder de la mente el que ha conseguido dejar de sentirlos. Un plátano, unas galletas, … las piernas las siento ligeras hoy.
Y así llegamos a la última subida, durísima, con una pendiente tremenda y tierra y piedras sueltas donde es difícil agarrarse.
Los últimos quilómetros se hacen eternos y es de nuevo la mente, el poder de la mente el que sustituye al del cuerpo, y la capacidad de sacrificio alcanza límites a los que jamás hubiera pensado que podría llegar. La necesidad nos permite descubrir cuánto podemos sacrificarnos más de lo que creíamos. Estamos tan acostumbrados a la vida fácil que tenemos a diario que cualquier pequeño contratiempo nos parece definitivo en muchas ocasiones, nos hace retroceder en vez de resistir confiando en la capacidad de aguante, de sufrimiento, de la que somos capaces. En este caso, la necesidad nos hace sacar lo mejor que tenemos. Observando ahora la experiencia desde el descanso de este césped al sol, descubro también que la ausencia de todas esas distracciones superfluas que tenemos a diario alrededor, nos permite concentrarnos mucho más en nosotros mismos y en las cosas esenciales, en las verdaderamente importantes.
Un día tan duro, todo el mundo se saluda, se felicita y es fácil ver cómo es auténtica la alegría que todos los peregrinos sienten al ver que van llegando uno a uno los demás.
Un hombre que hace el camino con su hija, de unos 16 años, llega con ella. La cara de fatiga de la niña impresiona y es muy emocionante ver cómo todos se acercan a felicitarlos sin conocerlos.
Hoy se van sentando conmigo según van llegando, uno a uno, los nueve compañeros que suelen ir juntos. Ellos muestran otro ejemplo de solidaridad. Los primeros en llegar tenían aún sitio en el albergue; sin embargo, deciden quedarse juntos en una pensión alquilando una habitación para diez. Les cuesta un poco más caro, pero no dejan solos a los últimos en llegar.
 He decidido regalarme una cerveza al terminar cada etapa. Después, tras el descanso y la ducha, el bocadillo de cada día.
Pasa un río junto al albergue. Algunos peregrinos se están refrescando. Yo no lo hago porque la humedad excesiva no le viene bien a mis pies, pero sentarme en el césped a la orilla en esta sombra que refresca el rumor del agua corriendo, me resulta muy relajante.
Gontán es muy pequeño, apenas una plazoleta con un par de bares y una tienda. El río, la arboleda y, aunque estamos muy altos, al fondo, la montaña sigue subiendo. ¡Cómo se goza de esta tranquilidad de este descanso, después de tanto esfuerzo!

Y termina el día. La rutina se hace apetecible, es como si viniéramos buscando a este camino muchas de esas cosas que podríamos tener a diario y no nos atrevemos a tenerlas, como la rutina: cenar, leer un poco, el placer de las últimas llamadas `para acabar de aprehender el día y … el sueño.

martes, 25 de noviembre de 2014

Tercer día. 8 de agosto de 2013. Lourenzá.


Hoy he hecho la primera etapa de este peregrinar.
Me levanté a las cinco y media de la mañana. Desayuné rápido me aseé y al poco tiempo estaba ya en el camino.
Fue hermoso ver el despertar de un pueblo que no conocía, ver cómo los primeros rayos de luz jugaban con el agua meciéndola junto al viento, ver cómo gente que no conozco, que no he visto nunca van abriendo las persianas del nuevo día en este pueblo lejano de una forma tan parecida y tan distinta a como ocurre cerca de casa cada mañana.
Todos aquellos a los que pregunté fueron muy amables en sus indicaciones.
Y despertando yo a  la vez que el día me fui internando en el camino: primero un convento, luego un hórreo, algunas casas antiguas –muy antiguas- de campo y, poco a poco, el bosque: grandioso y, sin embargo, acogedor, subiendo con todo su silencio hacia arriba (¡cuántos surtidores de sombra y sueño ascendían envueltos en su verdor para refrescar el cielo!). El suelo, tapizado de helechos, los animales se movían con la tranquilidad de saber que el campo era todo para ellos.
Se hacía difícil no parar a cada paso a disfrutar de todo ese derroche de belleza y bienestar que se nos ponía a nuestro alcance.
Desde el principio, me fui cruzando con caminantes que iban solos: un chico de barba rubia que me recordó mucho desde el principio a Rafa Rueda, luego a una mujer muy extraña, que parecía portuguesa y finalmente a un chico suizo muy amable.
A la mitad de la etapa, se me rompió una ampolla en el dedo pequeño y tuve que parar a curármela. En ese momento, las apariciones y desapariciones de los caminantes fueron providenciales, hasta el punto de que , ayudados por la magia del entorno, pensé varias veces que parecían puestos por alguien o por algo en los momentos oportunos para hacerme más fácil mi camino: algunos por la compañía justa que me fueron dando, otros porque con sus confusiones fueron dándome la esperanza necesaria para llegar al albergue.
He pensado también hoy muchas veces: “os quiero llevar todo esto”, toda esta belleza, todas estas sensaciones que voy atesorando. Y os las llevo, no sé cómo os las iré transmitiendo, pero lo haré, sé que lo haré.
Por fin llegué al albergue: cansado, muy cansado, con el pie dolorido, pero tan contento …, tan satisfecho …
En aquel momento en que se me rompió la ampolla pensé en volver, pero incluso entonces creía firmemente que había merecido la pena llegar hasta aquí, aunque sólo hubiera sido para hacer una etapa.
Luego, las llamadas, los mensajes, la ducha, el lavado, el tendido de la ropa, la cerveza, el supermercado, … y el descanso: la lectura, la escritura, … el descanso.
Después de descansar un poco en la cama y curarme los pies, me tendí un rato al sol, en el césped. Allí continué con mis lecturas sobre la libertad y la capacidad de elegir que tenemos. Siempre son interesantes estas reflexiones, pero aquí, durante el camino, quizás sean especialmente interesantes, quizás porque estás tan dentro y tan fuera de ti a un tiempo, tan atento a tu mundo y al mundo que todo parece tener una lectura interesante, que en todos los pequeños detalles parece encontrarse algo nuevo, que todo parece enseñar, todo parece hacerte crecer.
Más tarde, intercambié impresiones sobre la etapa y sobre su origen con algunos peregrinos. Resulta curioso convivir con gente de la que no sabes nada, de la que no necesitas saber nada; que no saben nada sobre ti, que no parecen necesitar saber nada sobre ti.
Ahora, vuelvo a aislarme un rato para escribir estas líneas y siento de nuevo las palabras y los mensajes que me alientan cada día; el compartir continuo con vosotros esta aventura, incluso, cuando hace horas que no os oigo, incluso, cuando faltan horas para oíros de nuevo.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Día segundo. 7 de agosto de 2013. Ribadeo.

            Éste ha sido mi primer día aquí en Galicia. Hoy no he hecho ninguna etapa del Camino; aunque para mí ha sido, realmente, la segunda etapa de “mi camino”.
            He pasado todo el día en Ribadeo, paseando,  conociéndola y situándome en mi nueva realidad de peregrino.
            Ya cuando me bajé del autobús, sentí esa mezcla de emoción y desamparo que produce siempre estar lejos de casa a solas.
            Es curioso observar los resortes interiores que se ponen en funcionamiento en estas circunstancias y que uno apenas sabía que estaban ahí, adormilados como los tenemos por esa vida fácil y tan poco motivadora que nos hemos ido creando.
            Estaba lloviendo, así que me tuve que poner el chubasquero y empezar a andar con la mochila a cuestas  en busca del albergue.
            Quise empezar tomándome un café para entrar en calor y no sé si para diferir un poco el inicio de todo. Afortunadamente, la cafetería de la estación no era precisamente el mejor sitio para ello y abandoné la idea. Una llamada breve me permitió compartir y desahogar la emoción tan intensa del momento.
            De camino al albergue, amaneció el día mientras recorría la ría, un hermoso paseo en solitario acompañado por el saludo frecuente de los madrugadores del lugar. Después de pasar bajo un puente impresionante apareció el albergue agazapado en la tierra, escamoteado en la acera, en la misma orilla del mar.
            Al llegar, había allí una pareja de jóvenes que luego supe que eran vascos El albergue era pequeño y muy nuevo. En él, aún dormía una chica. Yo no tenía ni idea de cuál era el modo de actuar al llegar a un albergue. Estos muchachos fueron mis instructores. Cogimos cama, fuimos a buscar a la hospitalera a la oficina de turismo. El primer sello en mi credencial, era como certificar oficialmente el inicio. Me dio un poco de vergüenza advertir una cierta emoción ante un hecho tan insignificante, pero no estaba dispuesto a prescindir de ningún sentimiento en estos días, así que mandé mis vergüenzas a dar una vuelta y yo me quedé disfrutando un ratito con mi emoción ingenua.
            La hospitalera era la señora encargada de la oficina y nos contó lo más interesante que podíamos ver en la ciudad.
            Tomé café con los chicos vascos y fui a comprarme un chubasquero más serio, pues el que llevaba era muy fino, aprovechando que había mercadillo. Corriendo conseguí llegar hasta el autobús que llevaba a la playa de las catedrales.
            Aquel lugar me pareció una romería de turistas que visitaba una playa. El lugar es espectacular; pero no conseguía ver con naturalidad un recorrido turístico por una playa donde, apenas ocho o diez personas, se bañaban. Me costaba trabajo adaptarme a una "playa para ver" y no para bañarse o para tomar el sol. De todas formas, lamenté no haber traído mi cámara de fotos, pues el lugar era muy  bonito. Después de un paseo largo entre la gente, me fui arriba y me senté al borde de uno de los muchos acantilados que forman la playa. El aire fuerte, las olas rompiendo enérgicas, la majestuosidad de las formaciones rocosas, la infinitud del mar en el horizonte me hicieron ahondar en mi soledad, en mi pequeñez de hombre, en la inmensidad del TODO con el que me siento ahora fundido indisolublemente.
            A la vuelta, hice la compra para comer el resto del día y el siguiente. Por el camino, fui visitando los monumentos del lugar y un precioso barrio de indianos sobre cuyas casas el tiempo ha extendido su velo haciéndolas hermosamente desvalidas.
            Cuando llegué, ya había más gente en el albergue: un grupo de unas nueve personas que parecía conocerse de varios días ya, y otras tres: un sevillano, una mujer castellana y un hombre muy tímido y servicial que bien pudiera ser un sacerdote. Todos se conocen, unos más y otros menos, pero todos ellos parecen conocerse.
Es curioso este juego en el que todos nos observamos a distancia. Me gusta esta primera impresión, me siento acogido con naturalidad y , a la vez, con total independencia para ir y venir a solas cuando me place.
Empiezo a distinguir identidades en el grupo de nueve: dos chicas catalanas, dos hombres extremeños, de Mérida, un almeriense, un valenciano y un castellano-indefinido, que puede ser, incluso, madrileño.
Comienzo a ver pies doloridos con ampollas y no puedo evitar cerrar los ojos y concentrarme en los míos, como pasándoles revista.
Por la tarde salió el sol. Estuve leyendo un rato tumbado en el césped y escribiendo sobre el día anterior. Luego fui por el paseo de los miradores, una excusa estupenda para recorrer largamente la languidez del sol del norte en la tarde a lo largo del mar. Me detuve en el faro. Mis pies me volvieron a llevar al acantilado y el aire contra la cara me trajo los recuerdos de ayer como si vinieran de lejos, como si este viaje no me hubiera situado solamente en un lugar lejano, sino en un estado lejano, tan distinto al de ayer (sólo fue ayer cuando salí), que me parece también muy lejano en el tiempo.
Al volver, con el mar a un lado y un bosque de eucaliptos al otro por donde se pone el sol, un niño juega a alcanzarme y se aleja de sus padres que lo llaman riendo. El niño me pregunta mi nombre y me dice que se llama Adolfo. Sólo los niños pequeños pueden reír de esa manera en que parece que toda la luz de la tarde es parte de su risa. Yo aligero el paso y él lo hace también. Continúa riendo y consigue que la llamada de sus padres y mi conversación se fundan con la suya en una risa única.
Al volver al albergue me resistía a entrar y fui a abrigarme. No quería perderme aquellas últimas luces reflejadas en el agua, pero mañana había que salir temprano y, tras cenar, me tumbé en la cama. Quise ser consciente de mi primera noche en un albergue y creo que todas mis sensaciones del día se fundieron con el último instante de consciencia antes de dormir.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Día primero. 6 de agosto de 2013. El viaje: Sevilla-Madrid-Ribadeo

           He comenzado el camino a las cuatro de la tarde con la salida del autobús hacia Madrid, aunque realmente comenzó mucho antes.
            Empezó con el deseo, con la necesidad, casi, de hacerlo. Como si éste fuera una excusa necesaria para estar unos días solo, completamente solo, conmigo solo.
            Empezó como una búsqueda, no sé bien de qué; quizás, de nada en concreto; quizás como una búsqueda que se satisficiera en sí misma. Empezó con este propósito hace mucho y hoy que lo he iniciado siento que me he llevado años poniéndome excusas para no hacerlo, quizás antes no fuera el momento.
            Aquí, ahora, en el autobús, que en muchos momentos se mueve y suena como un tren, veo paisajes nuevos; como me parecieron nuevos los que vi en  los días anteriores a mi partida mientras entrenaba. Tanto éstos como aquellos los había visto antes muchas veces; pero ahora tengo la sensación de que por primera vez no busco en ellos encontrar lo que ya sé que hay, no busco encontrar en ellos lo que otros me han contado. Tengo la sensación de que hoy, ahora, veo en ellos lo que hay, los veo a ellos por primera vez, sin intermediarios, como son.
            He llegado a la estación en Madrid. Aquí debo cambiar de autobús. La estación, al llegar, me ha parecido inmensa: con varias plantas de andenes, con aparcamientos inmensos que se suceden, con terminal de viajes nacionales y terminal de viajes internacionales. Pero todo está bien, consigo localizar el andén de salida de mi autobús sin problemas y me siento a comer el bocadillo con un refresco. A pesar de la hora de la noche, hay mucha gente y resulta apasionante ver gente tan distinta; con historias pasadas tan distintas escritas en sus caras; con historias futuras tan distintas esperadas, o temidas, en sus caras. Gente solitaria que se agarra a una mirada como a un clavo ardiendo suplicando que le dejen contar sus preocupaciones, o siquiera un chiste, una broma, un sentirse cerca de alguien aunque sea un momento.
            Llega la hora de partir y es la primera vez desde que salí de casa que intercambio unas frase con alguien. Es un chico que también va a hacer  el camino solo. Él es joven, hará un itinerario distinto al mío y apenas cruzamos tres palabras me doy cuenta de la motivación tan distinta que  tenemos para hacerlo solos. Él ya hizo unos días el año pasado y se dio cuenta de la cantidad de gente que se conoce yendo solo, así que por eso repite.
            Subo al autobús y no se sienta nadie a mi lado. Lo prefiero así, eso me permite ir dentro de mí y observarme y observar todo lo que me rodea sin distracciones.
            En este segundo tramo del viaje ya es noche cerrada y no se ve más que el perfil de algunos pueblos y de algunos montes como manchas negras sobre un fondo gris muy oscuro también. La mezcla de acentos y  de personalidades va difuminándose en un pozo de silencio oscuro, muy oscuro. Todo se va envolviendo con la negrura espesa de la noche.
            Entre cabezadas y fragmentos de radio va pasando la noche y comienza la luz a desperezarse entre las sombras, a apartarlas poco a poco, muy poco  a poco; dejando ver, cada vez más claros, bosques de pinos, de eucaliptos, de castaños, que se van sucediendo hacia arriba como en oleadas hasta esconderse tras las nubes o entre ellas.
            Por el camino, veo Becerrea. Creo que fue el primer pueblo de Galicia del que  tuve consciencia. Ver su  nombre me trajo de pronto la emoción de aquella infancia en la que se convirtió en un paisaje lejano y mítico. Aquel lugar en el que mi padre estuvo trabajando durante varias semanas y que yo imaginaba lejos, muy lejos; y cuyos paisajes creaba en mi imaginación distintos, muy distintos, casi mágicos, poblados por hombres y mujeres misteriosos que hablaban una lengua que era la mía y, a la vez, era distinta.
            La lluvia fina persiste, la bruma se empeña en añadir una cierta magia al viaje y entre todo esto el autobús se va abriendo camino, como el día, hasta llegar al amanece a la estación de Ribadeo.
            “Estación de Ribadeo”, dice la voz del conductor. Recojo mi mochila, me la coloco en la espalda. Comienza un nuevo capítulo e este camino.