He comenzado
el camino a las cuatro de la tarde con la salida del autobús hacia Madrid,
aunque realmente comenzó mucho antes.
Empezó con el deseo, con la
necesidad, casi, de hacerlo. Como si éste fuera una excusa necesaria para estar
unos días solo, completamente solo, conmigo solo.
Empezó como una búsqueda, no sé bien
de qué; quizás, de nada en concreto; quizás como una búsqueda que se
satisficiera en sí misma. Empezó con este propósito hace mucho y hoy que lo he
iniciado siento que me he llevado años poniéndome excusas para no hacerlo,
quizás antes no fuera el momento.
Aquí, ahora, en el autobús, que en
muchos momentos se mueve y suena como un tren, veo paisajes nuevos; como me
parecieron nuevos los que vi en los días
anteriores a mi partida mientras entrenaba. Tanto éstos como aquellos los había
visto antes muchas veces; pero ahora tengo la sensación de que por primera vez
no busco en ellos encontrar lo que ya sé que hay, no busco encontrar en ellos
lo que otros me han contado. Tengo la sensación de que hoy, ahora, veo en ellos
lo que hay, los veo a ellos por primera vez, sin intermediarios, como son.
He llegado a la estación en Madrid.
Aquí debo cambiar de autobús. La estación, al llegar, me ha parecido inmensa:
con varias plantas de andenes, con aparcamientos inmensos que se suceden, con
terminal de viajes nacionales y terminal de viajes internacionales. Pero todo
está bien, consigo localizar el andén de salida de mi autobús sin problemas y
me siento a comer el bocadillo con un refresco. A pesar de la hora de la noche,
hay mucha gente y resulta apasionante ver gente tan distinta; con historias
pasadas tan distintas escritas en sus caras; con historias futuras tan
distintas esperadas, o temidas, en sus caras. Gente solitaria que se agarra a
una mirada como a un clavo ardiendo suplicando que le dejen contar sus
preocupaciones, o siquiera un chiste, una broma, un sentirse cerca de alguien
aunque sea un momento.
Llega la hora de partir y es la
primera vez desde que salí de casa que intercambio unas frase con alguien. Es
un chico que también va a hacer el
camino solo. Él es joven, hará un itinerario distinto al mío y apenas cruzamos
tres palabras me doy cuenta de la motivación tan distinta que tenemos para hacerlo solos. Él ya hizo unos
días el año pasado y se dio cuenta de la cantidad de gente que se conoce yendo
solo, así que por eso repite.
Subo al autobús y no se sienta nadie
a mi lado. Lo prefiero así, eso me permite ir dentro de mí y observarme y
observar todo lo que me rodea sin distracciones.
En este segundo tramo del viaje ya
es noche cerrada y no se ve más que el perfil de algunos pueblos y de algunos
montes como manchas negras sobre un fondo gris muy oscuro también. La mezcla de
acentos y de personalidades va
difuminándose en un pozo de silencio oscuro, muy oscuro. Todo se va envolviendo
con la negrura espesa de la noche.
Entre cabezadas y fragmentos de
radio va pasando la noche y comienza la luz a desperezarse entre las sombras, a
apartarlas poco a poco, muy poco a poco;
dejando ver, cada vez más claros, bosques de pinos, de eucaliptos, de castaños,
que se van sucediendo hacia arriba como en oleadas hasta esconderse tras las
nubes o entre ellas.
Por el camino, veo Becerrea. Creo
que fue el primer pueblo de Galicia del que
tuve consciencia. Ver su nombre
me trajo de pronto la emoción de aquella infancia en la que se convirtió en un
paisaje lejano y mítico. Aquel lugar en el que mi padre estuvo trabajando
durante varias semanas y que yo imaginaba lejos, muy lejos; y cuyos paisajes
creaba en mi imaginación distintos, muy distintos, casi mágicos, poblados por
hombres y mujeres misteriosos que hablaban una lengua que era la mía y, a la
vez, era distinta.
La lluvia fina persiste, la bruma se
empeña en añadir una cierta magia al viaje y entre todo esto el autobús se va
abriendo camino, como el día, hasta llegar al amanece a la estación de Ribadeo.
“Estación de Ribadeo”, dice la voz
del conductor. Recojo mi mochila, me la coloco en la espalda. Comienza un nuevo
capítulo e este camino.
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