lunes, 24 de noviembre de 2014

Día segundo. 7 de agosto de 2013. Ribadeo.

            Éste ha sido mi primer día aquí en Galicia. Hoy no he hecho ninguna etapa del Camino; aunque para mí ha sido, realmente, la segunda etapa de “mi camino”.
            He pasado todo el día en Ribadeo, paseando,  conociéndola y situándome en mi nueva realidad de peregrino.
            Ya cuando me bajé del autobús, sentí esa mezcla de emoción y desamparo que produce siempre estar lejos de casa a solas.
            Es curioso observar los resortes interiores que se ponen en funcionamiento en estas circunstancias y que uno apenas sabía que estaban ahí, adormilados como los tenemos por esa vida fácil y tan poco motivadora que nos hemos ido creando.
            Estaba lloviendo, así que me tuve que poner el chubasquero y empezar a andar con la mochila a cuestas  en busca del albergue.
            Quise empezar tomándome un café para entrar en calor y no sé si para diferir un poco el inicio de todo. Afortunadamente, la cafetería de la estación no era precisamente el mejor sitio para ello y abandoné la idea. Una llamada breve me permitió compartir y desahogar la emoción tan intensa del momento.
            De camino al albergue, amaneció el día mientras recorría la ría, un hermoso paseo en solitario acompañado por el saludo frecuente de los madrugadores del lugar. Después de pasar bajo un puente impresionante apareció el albergue agazapado en la tierra, escamoteado en la acera, en la misma orilla del mar.
            Al llegar, había allí una pareja de jóvenes que luego supe que eran vascos El albergue era pequeño y muy nuevo. En él, aún dormía una chica. Yo no tenía ni idea de cuál era el modo de actuar al llegar a un albergue. Estos muchachos fueron mis instructores. Cogimos cama, fuimos a buscar a la hospitalera a la oficina de turismo. El primer sello en mi credencial, era como certificar oficialmente el inicio. Me dio un poco de vergüenza advertir una cierta emoción ante un hecho tan insignificante, pero no estaba dispuesto a prescindir de ningún sentimiento en estos días, así que mandé mis vergüenzas a dar una vuelta y yo me quedé disfrutando un ratito con mi emoción ingenua.
            La hospitalera era la señora encargada de la oficina y nos contó lo más interesante que podíamos ver en la ciudad.
            Tomé café con los chicos vascos y fui a comprarme un chubasquero más serio, pues el que llevaba era muy fino, aprovechando que había mercadillo. Corriendo conseguí llegar hasta el autobús que llevaba a la playa de las catedrales.
            Aquel lugar me pareció una romería de turistas que visitaba una playa. El lugar es espectacular; pero no conseguía ver con naturalidad un recorrido turístico por una playa donde, apenas ocho o diez personas, se bañaban. Me costaba trabajo adaptarme a una "playa para ver" y no para bañarse o para tomar el sol. De todas formas, lamenté no haber traído mi cámara de fotos, pues el lugar era muy  bonito. Después de un paseo largo entre la gente, me fui arriba y me senté al borde de uno de los muchos acantilados que forman la playa. El aire fuerte, las olas rompiendo enérgicas, la majestuosidad de las formaciones rocosas, la infinitud del mar en el horizonte me hicieron ahondar en mi soledad, en mi pequeñez de hombre, en la inmensidad del TODO con el que me siento ahora fundido indisolublemente.
            A la vuelta, hice la compra para comer el resto del día y el siguiente. Por el camino, fui visitando los monumentos del lugar y un precioso barrio de indianos sobre cuyas casas el tiempo ha extendido su velo haciéndolas hermosamente desvalidas.
            Cuando llegué, ya había más gente en el albergue: un grupo de unas nueve personas que parecía conocerse de varios días ya, y otras tres: un sevillano, una mujer castellana y un hombre muy tímido y servicial que bien pudiera ser un sacerdote. Todos se conocen, unos más y otros menos, pero todos ellos parecen conocerse.
Es curioso este juego en el que todos nos observamos a distancia. Me gusta esta primera impresión, me siento acogido con naturalidad y , a la vez, con total independencia para ir y venir a solas cuando me place.
Empiezo a distinguir identidades en el grupo de nueve: dos chicas catalanas, dos hombres extremeños, de Mérida, un almeriense, un valenciano y un castellano-indefinido, que puede ser, incluso, madrileño.
Comienzo a ver pies doloridos con ampollas y no puedo evitar cerrar los ojos y concentrarme en los míos, como pasándoles revista.
Por la tarde salió el sol. Estuve leyendo un rato tumbado en el césped y escribiendo sobre el día anterior. Luego fui por el paseo de los miradores, una excusa estupenda para recorrer largamente la languidez del sol del norte en la tarde a lo largo del mar. Me detuve en el faro. Mis pies me volvieron a llevar al acantilado y el aire contra la cara me trajo los recuerdos de ayer como si vinieran de lejos, como si este viaje no me hubiera situado solamente en un lugar lejano, sino en un estado lejano, tan distinto al de ayer (sólo fue ayer cuando salí), que me parece también muy lejano en el tiempo.
Al volver, con el mar a un lado y un bosque de eucaliptos al otro por donde se pone el sol, un niño juega a alcanzarme y se aleja de sus padres que lo llaman riendo. El niño me pregunta mi nombre y me dice que se llama Adolfo. Sólo los niños pequeños pueden reír de esa manera en que parece que toda la luz de la tarde es parte de su risa. Yo aligero el paso y él lo hace también. Continúa riendo y consigue que la llamada de sus padres y mi conversación se fundan con la suya en una risa única.
Al volver al albergue me resistía a entrar y fui a abrigarme. No quería perderme aquellas últimas luces reflejadas en el agua, pero mañana había que salir temprano y, tras cenar, me tumbé en la cama. Quise ser consciente de mi primera noche en un albergue y creo que todas mis sensaciones del día se fundieron con el último instante de consciencia antes de dormir.

No hay comentarios: