Éste ha sido mi primer día aquí en
Galicia. Hoy no he hecho ninguna etapa del Camino; aunque para mí ha sido,
realmente, la segunda etapa de “mi camino”.
He pasado todo el día en Ribadeo,
paseando, conociéndola y situándome en mi
nueva realidad de peregrino.
Ya cuando me bajé del autobús, sentí
esa mezcla de emoción y desamparo que produce siempre estar lejos de casa a
solas.
Es curioso observar los resortes
interiores que se ponen en funcionamiento en estas circunstancias y que uno
apenas sabía que estaban ahí, adormilados como los tenemos por esa vida fácil y
tan poco motivadora que nos hemos ido creando.
Estaba lloviendo, así que me tuve
que poner el chubasquero y empezar a andar con la mochila a cuestas en busca del albergue.
Quise empezar tomándome un café para
entrar en calor y no sé si para diferir un poco el inicio de todo.
Afortunadamente, la cafetería de la estación no era precisamente el mejor sitio
para ello y abandoné la idea. Una llamada breve me permitió compartir y
desahogar la emoción tan intensa del momento.
De camino al albergue, amaneció el
día mientras recorría la ría, un hermoso paseo en solitario acompañado por el
saludo frecuente de los madrugadores del lugar. Después de pasar bajo un puente
impresionante apareció el albergue agazapado en la tierra, escamoteado en la
acera, en la misma orilla del mar.
Al llegar, había allí una pareja de
jóvenes que luego supe que eran vascos El albergue era pequeño y muy nuevo. En
él, aún dormía una chica. Yo no tenía ni idea de cuál era el modo de actuar al
llegar a un albergue. Estos muchachos fueron mis instructores. Cogimos cama,
fuimos a buscar a la hospitalera a la oficina de turismo. El primer sello en mi
credencial, era como certificar oficialmente el inicio. Me dio un poco de
vergüenza advertir una cierta emoción ante un hecho tan insignificante, pero no
estaba dispuesto a prescindir de ningún sentimiento en estos días, así que
mandé mis vergüenzas a dar una vuelta y yo me quedé disfrutando un ratito con
mi emoción ingenua.
La hospitalera era la señora
encargada de la oficina y nos contó lo más interesante que podíamos ver en la
ciudad.
Tomé café con los chicos vascos y
fui a comprarme un chubasquero más serio, pues el que llevaba era muy fino,
aprovechando que había mercadillo. Corriendo conseguí llegar hasta el autobús
que llevaba a la playa de las catedrales.
Aquel lugar me pareció una romería
de turistas que visitaba una playa. El lugar es espectacular; pero no
conseguía ver con naturalidad un recorrido turístico por una playa donde,
apenas ocho o diez personas, se bañaban. Me costaba trabajo adaptarme a una "playa para ver" y no para bañarse o para tomar el sol. De todas formas, lamenté
no haber traído mi cámara de fotos, pues el lugar era muy bonito. Después de un paseo largo entre la
gente, me fui arriba y me senté al borde de uno de los muchos acantilados que
forman la playa. El aire fuerte, las olas rompiendo enérgicas, la majestuosidad
de las formaciones rocosas, la infinitud del mar en el horizonte me hicieron
ahondar en mi soledad, en mi pequeñez de hombre, en la inmensidad del TODO con
el que me siento ahora fundido indisolublemente.
A la vuelta, hice la compra para
comer el resto del día y el siguiente. Por el camino, fui visitando los
monumentos del lugar y un precioso barrio de indianos sobre cuyas casas el
tiempo ha extendido su velo haciéndolas hermosamente desvalidas.
Cuando llegué, ya había más gente en
el albergue: un grupo de unas nueve personas que parecía conocerse de varios
días ya, y otras tres: un sevillano, una mujer castellana y un hombre muy tímido
y servicial que bien pudiera ser un sacerdote. Todos se conocen, unos más y
otros menos, pero todos ellos parecen conocerse.
Es curioso este juego en el que todos nos observamos a distancia. Me
gusta esta primera impresión, me siento acogido con naturalidad y , a la vez,
con total independencia para ir y venir a solas cuando me place.
Empiezo a distinguir identidades en el grupo de nueve: dos
chicas catalanas, dos hombres extremeños, de Mérida, un almeriense, un
valenciano y un castellano-indefinido, que puede ser, incluso, madrileño.
Comienzo a ver pies doloridos con ampollas y no puedo evitar
cerrar los ojos y concentrarme en los míos, como pasándoles revista.
Por la tarde salió el sol. Estuve leyendo un rato tumbado en
el césped y escribiendo sobre el día anterior. Luego fui por el paseo de los
miradores, una excusa estupenda para recorrer largamente la languidez del sol
del norte en la tarde a lo largo del mar. Me detuve en el faro. Mis pies me
volvieron a llevar al acantilado y el aire contra la cara me trajo los
recuerdos de ayer como si vinieran de lejos, como si este viaje no me hubiera
situado solamente en un lugar lejano, sino en un estado lejano, tan distinto al
de ayer (sólo fue ayer cuando salí), que me parece también muy lejano en el
tiempo.
Al volver, con el mar a un lado y un bosque de eucaliptos al
otro por donde se pone el sol, un niño juega a alcanzarme y se aleja de sus
padres que lo llaman riendo. El niño me pregunta mi nombre y me dice que se
llama Adolfo. Sólo los niños pequeños pueden reír de esa manera en que parece
que toda la luz de la tarde es parte de su risa. Yo aligero el paso y él lo
hace también. Continúa riendo y consigue que la llamada de sus padres y mi
conversación se fundan con la suya en una risa única.
Al volver al albergue me resistía a entrar y fui a abrigarme.
No quería perderme aquellas últimas luces reflejadas en el agua, pero mañana
había que salir temprano y, tras cenar, me tumbé en la cama. Quise ser
consciente de mi primera noche en un albergue y creo que todas mis sensaciones
del día se fundieron con el último instante de consciencia antes de dormir.
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