Hoy he hecho
la primera etapa de este peregrinar.
Me levanté a
las cinco y media de la mañana. Desayuné rápido me aseé y al poco tiempo estaba
ya en el camino.
Fue hermoso
ver el despertar de un pueblo que no conocía, ver cómo los primeros rayos de
luz jugaban con el agua meciéndola junto al viento, ver cómo gente que no
conozco, que no he visto nunca van abriendo las persianas del nuevo día en este
pueblo lejano de una forma tan parecida y tan distinta a como ocurre cerca de
casa cada mañana.
Todos
aquellos a los que pregunté fueron muy amables en sus indicaciones.
Y
despertando yo a la vez que el día me
fui internando en el camino: primero un convento, luego un hórreo, algunas
casas antiguas –muy antiguas- de campo y, poco a poco, el bosque: grandioso y,
sin embargo, acogedor, subiendo con todo su silencio hacia arriba (¡cuántos
surtidores de sombra y sueño ascendían envueltos en su verdor para refrescar el
cielo!). El suelo, tapizado de helechos, los animales se movían con la
tranquilidad de saber que el campo era todo para ellos.
Se hacía
difícil no parar a cada paso a disfrutar de todo ese derroche de belleza y
bienestar que se nos ponía a nuestro alcance.
Desde el
principio, me fui cruzando con caminantes que iban solos: un chico de barba
rubia que me recordó mucho desde el principio a Rafa Rueda, luego a una mujer
muy extraña, que parecía portuguesa y finalmente a un chico suizo muy amable.
A la mitad
de la etapa, se me rompió una ampolla en el dedo pequeño y tuve que parar a
curármela. En ese momento, las apariciones y desapariciones de los caminantes fueron
providenciales, hasta el punto de que , ayudados por la magia del entorno,
pensé varias veces que parecían puestos por alguien o por algo en los momentos
oportunos para hacerme más fácil mi camino: algunos por la compañía justa que
me fueron dando, otros porque con sus confusiones fueron dándome la esperanza
necesaria para llegar al albergue.
He pensado
también hoy muchas veces: “os quiero llevar todo esto”, toda esta belleza,
todas estas sensaciones que voy atesorando. Y os las llevo, no sé cómo os las
iré transmitiendo, pero lo haré, sé que lo haré.
Por fin
llegué al albergue: cansado, muy cansado, con el pie dolorido, pero tan
contento …, tan satisfecho …
En aquel
momento en que se me rompió la ampolla pensé en volver, pero incluso entonces
creía firmemente que había merecido la pena llegar hasta aquí, aunque sólo
hubiera sido para hacer una etapa.
Luego, las
llamadas, los mensajes, la ducha, el lavado, el tendido de la ropa, la cerveza,
el supermercado, … y el descanso: la lectura, la escritura, … el descanso.
Después de
descansar un poco en la cama y curarme los pies, me tendí un rato al sol, en el
césped. Allí continué con mis lecturas sobre la libertad y la capacidad de
elegir que tenemos. Siempre son interesantes estas reflexiones, pero aquí, durante
el camino, quizás sean especialmente interesantes, quizás porque estás tan
dentro y tan fuera de ti a un tiempo, tan atento a tu mundo y al mundo que todo
parece tener una lectura interesante, que en todos los pequeños detalles parece
encontrarse algo nuevo, que todo parece enseñar, todo parece hacerte crecer.
Más tarde, intercambié impresiones sobre la etapa y sobre su origen con algunos peregrinos. Resulta curioso convivir con gente de la que no sabes nada, de la que no necesitas saber nada; que no saben nada sobre ti, que no parecen necesitar saber nada sobre ti.
Ahora, vuelvo
a aislarme un rato para escribir estas líneas y siento de nuevo las palabras y
los mensajes que me alientan cada día; el compartir continuo con vosotros
esta aventura, incluso, cuando hace horas que no os oigo, incluso, cuando faltan horas para oíros de nuevo.
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