Hoy ha sido
una etapa dura. Todos los que llegaban, algunos con muchos días de camino,
decían que había sido la etapa más dura de todas.
Me levanté
temprano, cerca de las seis de la mañana. Anoche me acosté pronto y descansé
bien.
Vi amanecer
desde el bosque. El sol aparecía detrás de mí con todo el vigor del día;
delante, valles sumergidos en lagos de niebla parecían dormidos a la espera de
la luz que los tocara y los hiciera despertar.
Avanzar solo
por este escenario bajo las bóvedas verdes que cubrenlos caminos, entre este
mar de helechos, me hace sentir un invitado que tiene el privilegio de ver cómo
despierta, cómo se despereza este mundo recóndito cada día.
Cuánta vida
sin adjetivos te va llenando en cada bocanada de aire que te recorre
purificadora absolutamente por dentro.
Es tanto el
bienestar que intento explicármelo, intento encontrar las razones de tanta
dicha. Es curioso, cuando nos divertimos, cuando reímos, parece tan evidente la
alegría que no es necesario explicarla; sin embargo, cuando la dicha sencilla
se deriva simplemente de lo que nos rodea parece que necesitamos encontrar
otras razones que lo justifiquen. Pero no, creo que he aprendido hoy la
necesidad de no pensar, de dejar fluir las sensaciones en ocasiones como ésta.
Hasta llegar
a Mondoñedo, en el paisaje alternan la naturaleza y las casas dispersas en
ella: hórreos, establos, animales que pastanserenos en el campo. No hay coches,
no hay ruidos.
Después,
cursos de agua, puentes medievales en los que me siento fundido con toda la
vida que ha pasado por ellos a lo largo de los siglos.
En uno de
estos puentes, envuelto en estas sensaciones, me paro a desayunar a la entrada
de Mondoñedo.
El pueblo es
precioso: iglesias, fuentes, caserío popular, monasterios.
En él
encuentro a Enrique, compañero de camino que conocí en Ribadeo, y me despisto
porque está muy mal señalizado.
Finalmente,
consigo salir con un grupo de ciclistas y me voy encontrando cuesta arriba con
varios caminantes que acusan la subida. Es una subida durísima tras otra.
El paisaje
no es tan hermoso como al inicio de la etapa y se concentra toda la atención en
el esfuerzo. Me han dolido los pies al andar, pero creo que es el poder de la
mente el que ha conseguido dejar de sentirlos. Un plátano, unas galletas, … las
piernas las siento ligeras hoy.
Y así
llegamos a la última subida, durísima, con una pendiente tremenda y tierra y
piedras sueltas donde es difícil agarrarse.
Los últimos
quilómetros se hacen eternos y es de nuevo la mente, el poder de la mente el
que sustituye al del cuerpo, y la capacidad de sacrificio alcanza límites a los
que jamás hubiera pensado que podría llegar. La necesidad nos permite descubrir
cuánto podemos sacrificarnos más de lo que creíamos. Estamos tan acostumbrados
a la vida fácil que tenemos a diario que cualquier pequeño contratiempo nos
parece definitivo en muchas ocasiones, nos hace retroceder en vez de resistir confiando
en la capacidad de aguante, de sufrimiento, de la que somos capaces. En este
caso, la necesidad nos hace sacar lo mejor que tenemos. Observando ahora la
experiencia desde el descanso de este césped al sol, descubro también que la
ausencia de todas esas distracciones superfluas que tenemos a diario alrededor,
nos permite concentrarnos mucho más en nosotros mismos y en las cosas
esenciales, en las verdaderamente importantes.
Un día tan
duro, todo el mundo se saluda, se felicita y es fácil ver cómo es auténtica la
alegría que todos los peregrinos sienten al ver que van llegando uno a uno los
demás.
Un hombre
que hace el camino con su hija, de unos 16 años, llega con ella. La cara de
fatiga de la niña impresiona y es muy emocionante ver cómo todos se acercan a
felicitarlos sin conocerlos.
Hoy se van
sentando conmigo según van llegando, uno a uno, los nueve compañeros que suelen
ir juntos. Ellos muestran otro ejemplo de solidaridad. Los primeros en llegar
tenían aún sitio en el albergue; sin embargo, deciden quedarse juntos en una
pensión alquilando una habitación para diez. Les cuesta un poco más caro, pero
no dejan solos a los últimos en llegar.
He decidido regalarme una cerveza al terminar
cada etapa. Después, tras el descanso y la ducha, el bocadillo de cada día.
Pasa un río
junto al albergue. Algunos peregrinos se están refrescando. Yo no lo hago
porque la humedad excesiva no le viene bien a mis pies, pero sentarme en el
césped a la orilla en esta sombra que refresca el rumor del agua corriendo, me resulta
muy relajante.
Gontán es
muy pequeño, apenas una plazoleta con un par de bares y una tienda. El río, la
arboleda y, aunque estamos muy altos, al fondo, la montaña sigue subiendo.
¡Cómo se goza de esta tranquilidad de este descanso, después de tanto esfuerzo!
Y termina el
día. La rutina se hace apetecible, es como si viniéramos buscando a este camino
muchas de esas cosas que podríamos tener a diario y no nos atrevemos a
tenerlas, como la rutina: cenar, leer un poco, el placer de las últimas
llamadas `para acabar de aprehender el día y … el sueño.
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