jueves, 27 de noviembre de 2014

Cuarto día. 9 de agosto de 2013. Gontán.


Hoy ha sido una etapa dura. Todos los que llegaban, algunos con muchos días de camino, decían que había sido la etapa más dura de todas.
Me levanté temprano, cerca de las seis de la mañana. Anoche me acosté pronto y descansé bien.
Vi amanecer desde el bosque. El sol aparecía detrás de mí con todo el vigor del día; delante, valles sumergidos en lagos de niebla parecían dormidos a la espera de la luz que los tocara y los hiciera despertar.
Avanzar solo por este escenario bajo las bóvedas verdes que cubrenlos caminos, entre este mar de helechos, me hace sentir un invitado que tiene el privilegio de ver cómo despierta, cómo se despereza este mundo recóndito cada día.
Cuánta vida sin adjetivos te va llenando en cada bocanada de aire que te recorre purificadora absolutamente por dentro.
Es tanto el bienestar que intento explicármelo, intento encontrar las razones de tanta dicha. Es curioso, cuando nos divertimos, cuando reímos, parece tan evidente la alegría que no es necesario explicarla; sin embargo, cuando la dicha sencilla se deriva simplemente de lo que nos rodea parece que necesitamos encontrar otras razones que lo justifiquen. Pero no, creo que he aprendido hoy la necesidad de no pensar, de dejar fluir las sensaciones en ocasiones como ésta.
Hasta llegar a Mondoñedo, en el paisaje alternan la naturaleza y las casas dispersas en ella: hórreos, establos, animales que pastanserenos en el campo. No hay coches, no hay ruidos.
Después, cursos de agua, puentes medievales en los que me siento fundido con toda la vida que ha pasado por ellos a lo largo de los siglos.
En uno de estos puentes, envuelto en estas sensaciones, me paro a desayunar a la entrada de Mondoñedo.
El pueblo es precioso: iglesias, fuentes, caserío popular, monasterios.
En él encuentro a Enrique, compañero de camino que conocí en Ribadeo, y me despisto porque está muy mal señalizado.
Finalmente, consigo salir con un grupo de ciclistas y me voy encontrando cuesta arriba con varios caminantes que acusan la subida. Es una subida durísima tras otra.
El paisaje no es tan hermoso como al inicio de la etapa y se concentra toda la atención en el esfuerzo. Me han dolido los pies al andar, pero creo que es el poder de la mente el que ha conseguido dejar de sentirlos. Un plátano, unas galletas, … las piernas las siento ligeras hoy.
Y así llegamos a la última subida, durísima, con una pendiente tremenda y tierra y piedras sueltas donde es difícil agarrarse.
Los últimos quilómetros se hacen eternos y es de nuevo la mente, el poder de la mente el que sustituye al del cuerpo, y la capacidad de sacrificio alcanza límites a los que jamás hubiera pensado que podría llegar. La necesidad nos permite descubrir cuánto podemos sacrificarnos más de lo que creíamos. Estamos tan acostumbrados a la vida fácil que tenemos a diario que cualquier pequeño contratiempo nos parece definitivo en muchas ocasiones, nos hace retroceder en vez de resistir confiando en la capacidad de aguante, de sufrimiento, de la que somos capaces. En este caso, la necesidad nos hace sacar lo mejor que tenemos. Observando ahora la experiencia desde el descanso de este césped al sol, descubro también que la ausencia de todas esas distracciones superfluas que tenemos a diario alrededor, nos permite concentrarnos mucho más en nosotros mismos y en las cosas esenciales, en las verdaderamente importantes.
Un día tan duro, todo el mundo se saluda, se felicita y es fácil ver cómo es auténtica la alegría que todos los peregrinos sienten al ver que van llegando uno a uno los demás.
Un hombre que hace el camino con su hija, de unos 16 años, llega con ella. La cara de fatiga de la niña impresiona y es muy emocionante ver cómo todos se acercan a felicitarlos sin conocerlos.
Hoy se van sentando conmigo según van llegando, uno a uno, los nueve compañeros que suelen ir juntos. Ellos muestran otro ejemplo de solidaridad. Los primeros en llegar tenían aún sitio en el albergue; sin embargo, deciden quedarse juntos en una pensión alquilando una habitación para diez. Les cuesta un poco más caro, pero no dejan solos a los últimos en llegar.
 He decidido regalarme una cerveza al terminar cada etapa. Después, tras el descanso y la ducha, el bocadillo de cada día.
Pasa un río junto al albergue. Algunos peregrinos se están refrescando. Yo no lo hago porque la humedad excesiva no le viene bien a mis pies, pero sentarme en el césped a la orilla en esta sombra que refresca el rumor del agua corriendo, me resulta muy relajante.
Gontán es muy pequeño, apenas una plazoleta con un par de bares y una tienda. El río, la arboleda y, aunque estamos muy altos, al fondo, la montaña sigue subiendo. ¡Cómo se goza de esta tranquilidad de este descanso, después de tanto esfuerzo!

Y termina el día. La rutina se hace apetecible, es como si viniéramos buscando a este camino muchas de esas cosas que podríamos tener a diario y no nos atrevemos a tenerlas, como la rutina: cenar, leer un poco, el placer de las últimas llamadas `para acabar de aprehender el día y … el sueño.

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