El pasado fin de semana comenzó la liga y, como cada año en estas fechas, siento mariposas en el estómago y me da un vuelco el corazón cada vez que oigo este anuncio en algún medio.
Es cierto que, con los años, uno va perdiendo la inocencia imprescindible para entusiasmarse con el fútbol como lo hacíamos cuando éramos niños o adolescentes; pero fue tan intensa la vivencia entonces que es difícil no revivir, en estas fechas, algunos de aquellos inicios de temporada que, por lo que fuera, se quedaron grabados de una forma definitiva en nuestro ser.
Revive en mí ahora la emoción de tres momentos muy distintos: en el más antiguo, estoy en el campo con mis padres. He puesto unas piedras que delimitan la pirtería y mi padre me está chutando (bueno, mi padre lleva chutándome, con bendita paciencia, desde por la mañana, mientras mi madre prepara el arroz en el fuego sobre unas piedras.
Detrás de uno de los postes, está la radio (un aparato enorme que era radio-tocadiscos y funcionaba a pilas, un aparato que debió salirnos muy bueno porque lo recuerdo pegado a mí, dentro y fuera de la casa, durante toda mi infancia).
En la radio, suena la voz de Vicente Marco dando paso a los distintos estadios. Recuerdo este día y me sube del estómago un sabor agridulce, mezcla de la alegría por la vuelta del fútbol y de un sabor a angustia que tiene que ver con la inminencia de la vuelta al cole y con el vacío que me produce que se juegue un único partido, a las seis de la tarde, ese día. Que tiene que ver con la falta de pitidos en la radio anunciando goles en uno y otro estadio a esa hora. Juega el Valencia de Quino, Valdez, Sol, Claramunt, Antón,... Debe ser el año setenta y poco. No recuerdo el equipo rival, pero desde luego no es un grande. Me ahoga el sonido de los indicativos sonoros del gol de una forma huérfana, aislada, en un único estadio habitado en medio de otros desiertos a lo largo de todo el mapa. Ha vuelto la liga, pero echo de menos el ritmo vertiginoso de la coincidencia de todos, o casi todos, los partidos a la misma hora. Sé que llegarán la semana próxima, el domingo próximo; pero esa espera, al niño que soy entonces, le parece una una espera eterna, excesiva, inabarcable para su tierna emoción.
Me asalta después otro inicio de liga. En esta ocasión, es sábado, sábado por la noche, es el cuatro de septiembre de 1976. Yo tengo catorce años y mis padres me han hecho socio del Sevilla F.C. Mi equipo es el Athletic de Bilbao, pero lo que a mí me gusta de verdad es el fútbol. Voy al partido solo, acompañado en el autobús de mi pueblo por muchos aficionados a los que no conozco, que van también al partido. Para mí es emocionante ir por primera vez en mi vida solo a Sevilla, ir por primera vez solo al fútbol, sentirme envuelto, en el camino al estadio, en una marea humana que canta, que sonríe, que se saluda, aun sin conocerse; una marea roja y blanca de bufandas, de camisetas.
Al llegar al campo, me impresionan los focos iluminando el rectángulo verde y el penetrante olor a hierba recién cortada que sube con la humedad de las primeras horas de la noche de septiembre. Tímidamente, voy sumándome a los cánticos hasta que siento mi voz diluida en la de todos, fundida con la de todos a modo de coro.
Es el debut de Héctor Scotta con el Sevilla, un futbolista que dicen que dispara con una fuerza inusitada, lo que entusiasma a la grada desde su salida al campo, aunque este día haya fallado un penalti. El partido termina 0-0 y, de regreso, me siento embriagado por las conversaciones del autobús, por las luces de la noche en la capital, tan desconocidas aún para el niño de pueblo que soy.
De vez en cuando, me sigue viniendo, asociada a ese día, la emoción de sentirme mayor por primera vez en mi vids, solo, en medio de lo que parece el mundo de los mayores. Este día, incluso tomar la decisión, en el descanso del partido, de qué tipo de bebida elijo para no ahogarme con el bocadillo de tortilla que mi madre me ha preparado me hace sentirme orgulloso.
Aquella noche, al llegar a casa, me hacía sentir lleno, también, notar que yo concitaba el interés de todos mientras les contaba el partido, mientras les contaba el camino, mientras repetía algunos lugares comunes que había oído a los que me rodeaban detrás de la portería de gol-sur.
Aquella noche, en la cama, con mi radio-tocadiscos rojo bajo la almohada, estuve oyendo, muy bajito, el resumen de la jornada, reviviendo cada instante del partido ... y me quedé dormido, aunque no recuerdo bien en qué minuto del mismo lo hice. Lo que sí recuerdo es la sensación de plenitud que tenía aquella noche, la sensación de plenitud que siempre asociaré a aquel partido, a aquel día.
El tercer inicio de liga que tengo grabado ocurrió siendo ya mayor. Se había estrenado aquel domingo la liga y yo me había estrenado como padre hacía apenas seis meses.
Durante la tarde, mientras jugaba con mi hija, el sonido de los goles en la radio, al fondo, me despertaba intensamente toda la inocente emoción con que yo esperaba, de niño, ansioso, siempre aquella primera jornada después de un verano sin partidos.
Luego, con las luces adormecidas de un anochecer incipiente, fui paseando con mi hija en su carro a la freiduría. En esos momentos sentía una de esas expresiones de inequívoca felicidad que uno tiene tan pocas veces y que, tan pocas veces, uno tiene la certeza de compartir con alguien. Entonces, pasando bajo las altas hojas de los árboles mecidas, suave, muy suavemente, el viento de aquella hora me trajo de nuevo, con el sonido de una radio que se escapaba por la ventana de una casa, todas las serenas emociones del día: la voz de Pepe Domingo Castaño resumía con un cierto aire poético la jornada, mientras sonaba de fondo una canción que no perteneció a mi mundo íntimo hasta muchos años después, era “Ware wonderful world” y, en aquel momento, el aire que llenaba mis pulmones me produjo una sensación de plenitud que, después, muy pocas veces he sentido.
Yo, entonces, no era capaz de poner nombre a aquellas sensaciones; ni siquiera, seguramente, de distinguirlas claramente hasta que, con el tiempo, las palabras fueron llegando para hacerlo. Sin embargo, cuántas cosas sabemos de alguna forma desde el principio. Cada vez tengo más la impresión de que lo sabemos todo desde el inicio y de que, en gran parte, la vida no hace más que ir poniendo nombre a las cosas, a las ideas, a los sentimientos que siempre estuvieron ahí y, a veces, nos va dando también el valor necesario para ir reconociéndolos y encajándolos en ese “yo” que vamos construyendo poco a poco."
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