Ahí está mi casa, igual, exactamente igual que siempre, aunque ya no viva nadie. Me asomo a la ventana y tras las telarañas de los cristales rotos veo a mi madre. Está en la cama, en esa cama que yo mismo tiré hace unos años, vieja ya y apolillada, como si tirara con ella definitivamente a la historia el principio de mis días. Está con doña Conchita la Matrona esperando que nazca de un momento a otro su primer hijo.
La habitación en la que están se ha derrumbado con las aguas del mes pasado. Entro a verla buscando entre los cascotes algo que me recuerde allí, algún encuentro mágico con otro tiempo, con otra gente, con mi gente con otra edad. Y sólo encuentro eco, el eco de mi voz, de la voz de mis sentimientos escribiendo in mente estas páginas.
El niño se resiste a salir como si temiera a lo que hay tras el agua y el vientre abultado de su madre. La espera se hace larga y la comadrona decide esperar acostada con ella en una escena que me conmueve cada vez que la recuerdo.
Aquí sigue la parra en el corral, siguen las cocinas en el patio, sigue el cuarto donde el papel de periódico o el de estraza ponía fin a esas necesidades que todos vertíamos en el mismo agujero del suelo, en ese pozo ciego que los hombres de la casa iban de tiempo en tiempo a vaciar, emborrachándose cuando lo hacían para combatir las náuseas que producía aquella fétida marea que fuimos acumulando entre todos.
El peso del tiempo acumulado sobre los tejados los ha ido hundiendo, ha ido descolgando las puertas y lo ha envuelto todo en un silencio claro que ayuda a que fluyan mis sentimientos y a que se sosiegue mi alma, hoy, especialmente hoy, necesitada de sosiego después de lo que ha pasado, de lo que me ha hecho volver a recoger estos pedazos de mí.
Le faltan unas páginas a mis recuerdos. He despertado. Estoy solo en el dormitorio, en ese dormitorio en el que nací no debe hacer mucho tiempo. He despertado y llamo a mi madre de rodillas en la cuna. Ella debe de estar en el patio porque oigo a la Carmen cómo la llama. Carmen es la mujer de José Luis, a la que se le ha quedado el artículo clavado en mi memoria como a todas las demás mujeres de aquella casa de vecinos. Mi madre acaba de entrar en el cuarto. Estaba en el patio, en efecto, en la cocina. No ha tardado mucho tiempo en llegar, porque no es aquél un recuerdo angustioso para mí, ni mucho menos. La verdad es que ninguno de mis recuerdos de aquella casa de vecinos lo son. Al contrario, aquella casa se me viene a la memoria como mi casa desde la puerta de la calle hasta el corral, entera. Por mucho que busco en mi memoria, no consigo encontrar ningún recuerdo anterior a éste desde que estoy vivo.
(Continuará ...)
viernes, 12 de octubre de 2007
lunes, 8 de octubre de 2007
El Callejón. Novela por entregas. Página 3.
Ha sonado una sirena, creo que he llegado a mi estación de origen. En efecto, aquí debo bajarme. El sonido estridente del aviso parece haber reiniciado la vida que antes estaba parada, y oigo y veo a gente que durante todo el viaje no había advertido.
Esta sirena me ha hecho despertar en otro mundo, en un mundo en el que el pasado y el presente, el recuerdo y la realidad se superponen en las mismas calles, en las mismas gentes. Aquí eres tú la que se me pierde a lo lejos, tras los cristales empañados, como un punto al otro lado, allí, al final de la vía, el clavo del que hoy pende mi vida, que le da sentido.
Esta noche no nos veremos, ¡ojalá sea sólo ésta!. Ojalá pueda estar mañana de vuelta a la hora de siempre. A veces pienso que estos recuerdos que me van surgiendo a borbotones lo hacen porque necesito contártelos y no puedo, que son la recopilación de lo que no conoces de mí y me explica, que son ese lado, ese trozo que yo quisiera entregarte de mí algún día.
Mi madre me espera en la cama, no ha podido venir a recibirme. No he avisado a nadie más de mi llegada y le dije a ella que tampoco lo hiciera. Quiero ir paseando hasta mi casa, la que lo fue, antes de ir a verla. Es curioso, nunca recuerdo mi casa ni mi calle como la última vez que la vi, termina venciendo siempre la imagen de la calle en la que yo jugaba, tal vez porque aquélla era mía, y la que he ido viendo después, cada vez me ha sido más ajena según se han ido perdiendo los restos de aquel tiempo en ella.
Me estoy acercando, me gusta entrar siempre por la esquina de la droguería. Tal vez porque ése era el límite de nuestro territorio, porque traspasar esa esquina era aventurarnos en mundos prohibidos y volverla, de regreso, sentirnos de nuevo en el nuestro. A cada paso, todo mi interior se va agitando sin que nadie que me ve pueda advertirlo. Voy a girar... ahora... Es como si con la inspiración del aire de este momento quisiera aprehender el instante, llevármelo todo dentro en lo único que me puedo quedar.
(Continuará...)
Esta sirena me ha hecho despertar en otro mundo, en un mundo en el que el pasado y el presente, el recuerdo y la realidad se superponen en las mismas calles, en las mismas gentes. Aquí eres tú la que se me pierde a lo lejos, tras los cristales empañados, como un punto al otro lado, allí, al final de la vía, el clavo del que hoy pende mi vida, que le da sentido.
Esta noche no nos veremos, ¡ojalá sea sólo ésta!. Ojalá pueda estar mañana de vuelta a la hora de siempre. A veces pienso que estos recuerdos que me van surgiendo a borbotones lo hacen porque necesito contártelos y no puedo, que son la recopilación de lo que no conoces de mí y me explica, que son ese lado, ese trozo que yo quisiera entregarte de mí algún día.
Mi madre me espera en la cama, no ha podido venir a recibirme. No he avisado a nadie más de mi llegada y le dije a ella que tampoco lo hiciera. Quiero ir paseando hasta mi casa, la que lo fue, antes de ir a verla. Es curioso, nunca recuerdo mi casa ni mi calle como la última vez que la vi, termina venciendo siempre la imagen de la calle en la que yo jugaba, tal vez porque aquélla era mía, y la que he ido viendo después, cada vez me ha sido más ajena según se han ido perdiendo los restos de aquel tiempo en ella.
Me estoy acercando, me gusta entrar siempre por la esquina de la droguería. Tal vez porque ése era el límite de nuestro territorio, porque traspasar esa esquina era aventurarnos en mundos prohibidos y volverla, de regreso, sentirnos de nuevo en el nuestro. A cada paso, todo mi interior se va agitando sin que nadie que me ve pueda advertirlo. Voy a girar... ahora... Es como si con la inspiración del aire de este momento quisiera aprehender el instante, llevármelo todo dentro en lo único que me puedo quedar.
(Continuará...)
sábado, 6 de octubre de 2007
El callejón. Novela por entregas. Página 2.
En el fondo del tiempo veo a las vecinas que se saludan en torno al pozo envueltas en sus ropas. Algunas llevan cubierta la cabeza con un pañuelo. Mi madre las mira y enciende la lumbre de la cocina. Es de las más jóvenes. Ella y sus hermanos quedaron huérfanos hace ya quince años, los que hoy tiene.
La luz se va desperezando y el día empieza a salir poco a poco del sopor de estas horas preñadas de sueño.
El panadero comienza a recorrer las calles con su burra. Los hombres han salido ya a trabajar. En el bar de la esquina, muchos de ellos van parando para tomarse una copa de coñac y refunfuñar los primeros augurios del día.
En el otro extremo del pueblo, un grupo de vecinos ayuda a levantar una mula del suelo. La mula es vieja y no se tiene en pie, pero debe llevar el carbón que mi padre y mi abuelo van a intentar vender por las calles.
Yo no he nacido aún y, sin embargo, éstos son los primeros recuerdos que me asaltan cuando intento ver cómo empezó todo.
No sé si han sido sólo recuerdos. Ya se está haciendo de día y la película de mi pueblo hace unos años, hace muchos años ya, parece haber ido rodando en mi cabeza durante horas ininterrumpidamente. He debido haber caído en ese duermevelas que confunde la visión con el sueño.
El sol parece que terminará venciendo, pero será un día nublado. Por la ventana de este tren, veo a un muchacho que parece seguirme desde su bicicleta, un muchacho que me mira desde allí detrás de los cristales, detrás del vaho que lo difumina todo... como el tiempo. Es como si perteneciera a otra época, ésa en que los días siempre eran nublados, siempre eran grises.
Me recuerda a mi padre cuando iba a visitar a mi madre, pero me cuesta trabajo revivir en mí sus sentimientos sobre aquella vieja bicicleta por el campo, camino de la casa de su novia, cuando los recuerdo ahora sentados en el sillón enfermos y con el fastidio mutuo que el tiempo ha ido depositando en ellos.
Se me vuelven a perder los recuerdos. El camino en bici tengo que imaginarlo, y lo imagino echándole en su mente la culpa a alguien, seguramente a mi madre, del riesgo que corre si descubren que ha dejado solas a las cabras este rato en que va a verla. Pero también estará deseando llegar pronto, estará inventando en ella los sentimientos y los deseos que él quisiera despertarle.
Me gusta pensar que aquello pudo ser así, me gusta pensar que todo esto tuvo sentido alguna vez, quizás porque con ellos se inventó el mundo una vez para mí, y me reconforta pensar que no fui un accidente ni el fruto de la unión de sólo dos cuerpos.
(Continuará ...)
La luz se va desperezando y el día empieza a salir poco a poco del sopor de estas horas preñadas de sueño.
El panadero comienza a recorrer las calles con su burra. Los hombres han salido ya a trabajar. En el bar de la esquina, muchos de ellos van parando para tomarse una copa de coñac y refunfuñar los primeros augurios del día.
En el otro extremo del pueblo, un grupo de vecinos ayuda a levantar una mula del suelo. La mula es vieja y no se tiene en pie, pero debe llevar el carbón que mi padre y mi abuelo van a intentar vender por las calles.
Yo no he nacido aún y, sin embargo, éstos son los primeros recuerdos que me asaltan cuando intento ver cómo empezó todo.
No sé si han sido sólo recuerdos. Ya se está haciendo de día y la película de mi pueblo hace unos años, hace muchos años ya, parece haber ido rodando en mi cabeza durante horas ininterrumpidamente. He debido haber caído en ese duermevelas que confunde la visión con el sueño.
El sol parece que terminará venciendo, pero será un día nublado. Por la ventana de este tren, veo a un muchacho que parece seguirme desde su bicicleta, un muchacho que me mira desde allí detrás de los cristales, detrás del vaho que lo difumina todo... como el tiempo. Es como si perteneciera a otra época, ésa en que los días siempre eran nublados, siempre eran grises.
Me recuerda a mi padre cuando iba a visitar a mi madre, pero me cuesta trabajo revivir en mí sus sentimientos sobre aquella vieja bicicleta por el campo, camino de la casa de su novia, cuando los recuerdo ahora sentados en el sillón enfermos y con el fastidio mutuo que el tiempo ha ido depositando en ellos.
Se me vuelven a perder los recuerdos. El camino en bici tengo que imaginarlo, y lo imagino echándole en su mente la culpa a alguien, seguramente a mi madre, del riesgo que corre si descubren que ha dejado solas a las cabras este rato en que va a verla. Pero también estará deseando llegar pronto, estará inventando en ella los sentimientos y los deseos que él quisiera despertarle.
Me gusta pensar que aquello pudo ser así, me gusta pensar que todo esto tuvo sentido alguna vez, quizás porque con ellos se inventó el mundo una vez para mí, y me reconforta pensar que no fui un accidente ni el fruto de la unión de sólo dos cuerpos.
(Continuará ...)
viernes, 5 de octubre de 2007
El callejón. Novela por entregas. Página 1
Mientras desayuno me viene a la memoria un sueño que, de niño, tuve a diario durante años: jugaba yo con un coche de pedales y, cuando intuía el despertar, lo abrazaba con todas mis fuerzas para llevarlo conmigo al otro lado del lago. Lo intenté noche a noche, día a día, hasta que dejé de creer en el mundo de los sueños. Hoy vuelvo a hacerlo contigo, vuelvo a esperar ansioso cada noche, cada sueño, el despertar que te entregue a mis brazos aquí, al otro lado del callejón.
Ahora, recojo mis cosas, salgo del apartamento despacio y cierro la puerta con esa sensación de impotencia con que despertaba yo de aquel sueño del cochecito; con esa sensación de no saber si la noche siguiente volvería a asistir a la cita el cochecito, con la impresión de que el día no era sino un trámite, una espera insoportable hasta su llegada en los sueños.
He llegado a la estación y he subido al tren para volver con ese sentido de irrealidad que tienen siempre los viajes, con esa mezcla de impresiones deseadas y vividas; de encuentros y desencuentros.
Siempre se me han hecho más cortos los caminos de vuelta, no sé si por el temor a que termine la aventura, por el deseo de volver a la seguridad del hogar o por la lucha de ambas. Es curioso, al final siempre la lucha con la realidad, la lucha por no renunciar a nada, a nadie. Y, al final ... siempre la derrota.
Hace apenas cinco minutos que he subido a este tren de regreso y no sé si me alegro de que este camino vaya a ser más corto que el que me trajo aquí. No hay casi nadie. Va casi vacío el vagón, y los pocos que me acompañan en él parecen ignorarme.
He seguido buscando y he llegado al final, al último de los vagones. Aquí, recostado, mirando por la ventanilla, veo cómo se superpone mi imagen, estática, reflejada en el cristal con el camino que retrocede irreversible y, luego, se queda allí, quieto, lejos, sin mí.
Vuelvo a casa y los recuerdos se agolpan en mi memoria. Es de noche aún, la calle está quieta, no hay ninguna luz, sólo la luna envuelta en niebla blanquea la humedad de estas horas.
(Continuará ...)
Ahora, recojo mis cosas, salgo del apartamento despacio y cierro la puerta con esa sensación de impotencia con que despertaba yo de aquel sueño del cochecito; con esa sensación de no saber si la noche siguiente volvería a asistir a la cita el cochecito, con la impresión de que el día no era sino un trámite, una espera insoportable hasta su llegada en los sueños.
He llegado a la estación y he subido al tren para volver con ese sentido de irrealidad que tienen siempre los viajes, con esa mezcla de impresiones deseadas y vividas; de encuentros y desencuentros.
Siempre se me han hecho más cortos los caminos de vuelta, no sé si por el temor a que termine la aventura, por el deseo de volver a la seguridad del hogar o por la lucha de ambas. Es curioso, al final siempre la lucha con la realidad, la lucha por no renunciar a nada, a nadie. Y, al final ... siempre la derrota.
Hace apenas cinco minutos que he subido a este tren de regreso y no sé si me alegro de que este camino vaya a ser más corto que el que me trajo aquí. No hay casi nadie. Va casi vacío el vagón, y los pocos que me acompañan en él parecen ignorarme.
He seguido buscando y he llegado al final, al último de los vagones. Aquí, recostado, mirando por la ventanilla, veo cómo se superpone mi imagen, estática, reflejada en el cristal con el camino que retrocede irreversible y, luego, se queda allí, quieto, lejos, sin mí.
Vuelvo a casa y los recuerdos se agolpan en mi memoria. Es de noche aún, la calle está quieta, no hay ninguna luz, sólo la luna envuelta en niebla blanquea la humedad de estas horas.
(Continuará ...)
jueves, 4 de octubre de 2007
EL CHALÉ
Aquella mañana la había despertado un beso. Ella volvía a casa y allí se cruzó con su vecino. Lo saludó de pasada, como casi siempre. Y, como casi siempre, lo fue siguiendo con su atención más allá de la mirada, hasta donde ésta, para no convertirse en indiscreta, deja su lugar al oído y a ese sexto sentido que es capaz de seguir durante todo el día a esa otra persona que nos importa. En esta ocasión no le costó mucho hacerlo. Él se volvió sobre sus pasos apenas lo había perdido de vista al girar por la esquina, y se le acercó. Ambos se pararon entonces, cada uno mirando dentro del otro, y se volvieron a saludar, pero esta vez con un beso, y otro. El segundo lo sintió suave, apenas posado, cerca de su boca, muy cerca de su boca. Es curioso, no se sorprendió por esto y en un intercambio de sonrisas tiernas y de miradas acogedoras continuaron acercando beso a beso cada vez más sus labios hasta tocarse. Y con el roce de su boca y con sus grandes ojos fijos se despertó. Fue un despertar hermoso, el recuerdo de lo que nunca jamás existió, de ese sentimiento antiguo que se movía en los difusos y turbulentos límites entre la amistad y el amor, esa zona de la amistad donde aparece el deseo para terminar de ennoblecerla. Un sueño con esa sensación de infinito que parecen tener algunos sueños que no se acaban al despertar y nos acompañan, a veces, para toda la vida. Un sueño, en fin, que hacía años que no tenía pero que no tenía ganas de preguntarse por qué la visitaba hoy. Ya hacía tiempo que había aprendido a contentarse con el disfrutar de las ensoñaciones sin más, ya que la realidad, su realidad, era tan mediocre. Ya hacía tiempo que había aprendido a no sufrir por que en su vida no ocurrieran aquellas historias.
Se levantó, era temprano y, aún en bata y zapatillas, había salido a la terraza alta a desayunar. Siempre había deseado vivir así. Desde aquellos remotos tiempos en los que ya se empezaban a dibujar vagamente en el interior de su cabecita de niña futuros idílicos con mansiones o, al menos, grandes chalés en urbanizaciones de lujo o, siquiera, de cierto nivel como aquella en la que ahora habitaba. Allí la acompañaban en el desayuno, como todos los días, sus mejores amigas. Ahora más que nunca las necesitaba, ahora que sus tres hijos estaban tan ocupados con los trabajos, los niños y las cosas de la casa que apenas la visitaban alguna vez cada quince días.
Después del desayuno, le gustaba pasear sola por el jardín y observar desde lejos al jardinero. Siempre le costó empezar a hablar con quien no tenía confianza y muchas veces lo cambió por la observación, por descubrir el estado de ánimo de quien tenía delante: sus deseos, las conversaciones que había tenido antes de llegar allí, sus pensamientos, lo que sentía por su pareja, por sus hijos; y hasta lo que ellos sentían por él. Todo esto lo veía ella con meridiana claridad: la forma de la cara, de la boca, esos gestos invisibles que describen las comisuras de los labios; las sonrisas inconscientes y, sobre todo, las miradas. En ellas está todo -pensaba. Realmente, lo que iba buscando en todos era precisamente eso, ese espacio casi imperceptible que se sitúa justo detrás de los ojos y que sólo se ve cuando creemos que nadie nos observa, cuando nos creemos a salvo, incluso, de nosotros mismos y esa especie de velo que nos protege se desvanece. Ese velo de espesor variable que tiene tanto que ver con las máscaras con que cada uno se protege para que las cosas que mira no le hagan demasiado daño ni le haga demasiado daño que los otros vean demasiado cuando nos miran.
En fin, ese día le había tocado al jardinero, como otros muchos. Parecía dolerle la espalda, había cambiado varias veces el pie izquierdo de sitio. Se había puesto la mano en la cintura, los riñones, quizás; aunque no, debía ser un problema muscular si cambió varias veces el pie de sitio. ¿Y ese gesto contrariado que tiene siempre, ese disgusto de sí mismo? Ha debido discutir hoy también con su mujer, o con sus hijos, o con algún vecino, o con todos a la vez. Ha debido discutir también viniendo por el camino con el coche, aunque no tiene cara de coche, sino de andarín. El jardinero y su cara de fastidio. ¡Cómo le gustaría tener confianza con él para hablarle de algunas cosas...!
Este pensamiento le estropeó la mañana, ¡con lo bien que había empezado...! Y se fue a leer un rato. No era una buena lectora y le costó concentrarse. No se terminaba de acostumbrar a esos momentos ociosos, a que nadie la esperara, a no tener que llamar a alguien para que no se impacientara. Y esta nueva situación, repetida ya muchas veces, casi cada día, le hacía sentir sola, con esa sensación de vacío cotidiano que deben tener los huérfanos, y echaba de menos entonces el control de su marido o de sus hijos, el deber llamarlos para que no se preocuparan. De alguna forma le quemaba esta especie de libertad nueva.
Desde la cocina, le avisaron de que el almuerzo estaba listo y se dejó caer hacia atrás en el sillón. El salón no tenía todo el lujo que ella hubiera deseado, pero era amplio y desde que vivía allí le gustaba el toque de distinción que le daban esos enormes ventanales por los que la hermosa luz del otoño a medio-día parecía venir a verla desde la terraza.
En el caldo vio reflejado su rostro y le hizo gracia notar por un momento el calor de la sopa en el reflejo de su cara dentro del plato, y hasta la cosquilla que le hacía el movimiento ondulado del líquido cuando metía la cuchara.
Terminó, se acomodó y dejó caer su cabeza sobre su pelo blanco contra una de las orejeras del sofá. ¡Cuánto había deseado vivir siempre así! Le retiraron el plato, cerró los ojos un momento, y la envolvió ese sueño leve que no se sabe bien cuánto dura. Tuvo semisueños confusos y al despertar le dio un poco de miedo aclararlos en su cabeza, tan poco lúcida aún.
Por la tarde vio un poco la tele, una pantalla grande en la que presentadoras con sonrisas que no se creía nadie eran seguidas embobadas por ella y sus amigas. Estas presentadoras se alternaban con caras anónimas de señores vestidos de domingo, jóvenes que alardeaban de su limitación de ser joven y niñas y mujeres que pugnaban por ser graciosas, brillantes en cada una de sus respuestas y que apenas conseguían algo más que un grito nasal. Fue cambiando de canal y el único cambio que encontraba era el peinado o la ropa de los presentadores. Se cansó de este ritual, como se cansaba todos los días y lamentó no haber conseguido aficionarse antes a la lectura. Lo lamentó con tristeza, con una tristeza tierna, con ternura hacia sí misma, con esa tristeza que produce haber empezado a ver las cosas que ya no podrán hacerse en la vida.
En ese momento, antes de cenar volvió a salir al balcón un rato. Desde allí se veía la calle. Entre los chalés pasaban unos jóvenes. Hace un rato irían paseando felices, seguramente. Ahora, en cambio, él iba detrás de ella andando rápido, echado hacia delante, como intentado alcanzarla. La chica, mientras, caminaba muy erguida, exageradamente, con pasos rápidos, largos, contundentes y la cara alta, ridículamente alta. Él parecía intentar decirle algo que ella se empeñaba en no oír. Al ver esa escena, observaba lo confortable que es para algunas cosas observar el mundo desde esta mullida butaca de los años. Este no tener que disimular, que actuar; o, al menos, no demasiado. Y de pronto se sorprendió a sí misma en un pasado lejano en una de esas escenas de joven en que, desconcertada ante determinados acontecimientos, quería estar a la altura de las circunstancias, buscaba en su mente cómo reaccionaban en las películas cuando ocurría aquello. Sin darse cuenta, recordó algunas veces en las que ella persiguió a su marido de forma muy parecida. Y se preguntaba, viendo el futuro de aquellos dos jovencitos que se perseguían delante de ella por qué será tan difícil darse cuenta de algunas cosas que son tan obvias cuando se está enamorado. E imaginaba a ese chico convencido de que ella cambiaría y veía la grieta que esa persecución estaba abriendo entre ellos como un hueco infinito por el que se caerán los primeros trozos de la confianza que irá quitándoles poco a poco el tiempo, los trozos que éste les devolverá, pasados los años, en forma de esquirlas de hielo. Quizás entonces, a fuerza de intentos fracasados, de perder aliento por las fisuras de los desengaños y, sin saber cuándo ocurrió, un día se levantará y se dará cuenta de que ha perdido las ganas de seguir intentándolo, se dará cuenta de que no sabe desde cuándo, se dará cuenta de que ya no está enamorado.
Luego, algún día morirá la chica , como murió su marido, y quizás se encuentre queriendo sentir la tristeza que no sentirá, aunque sólo sea por los años, por los hijos que vivieron juntos. Y posiblemente sienta entonces el vértigo de los días, de las horas que han ido cayendo a la nada, de la nada que le queda entre las manos, de la nada que ha sido su vida.
Ahora que el muchacho la ha alcanzado, ahora que la muchacha, muy digna, ha accedido a esa apariencia de reconciliación que suena en ese beso, excesivo para ser cierto, que se están dando, ahora, parece difícil que este muchacho vaya a sentir, pasados los años, todo eso. Pero ella sabe que no puede ser de otra forma, que siempre fue así.
Los chicos se perdieron al final de la calle y ella sentía el dolor de saber lo que les ocurrirá cuando giren la esquina, cuando giren las esquinas que les esperan, las callejuelas del futuro por el que se irán conduciendo. Entonces, otra pareja pasaba por allí y la sacó de sus cavilaciones, una parejita que paseaba por el barrio como todos los días desde hacía meses, los que ella llevaba en su nuevo hogar. Esta parejita madura le gustaba, le gustaba y le dolía. Le gustaba ver la normalidad de ese cariño tan evidente, la normalidad de esa complicidad, de esa confianza cotidiana, despojados ya, seguramente, del frenesí del enamoramiento. Le gustaba, le gustaba ver esa imagen diaria de lo que debía parecerse a la felicidad que ella deseó y que nunca tuvo; a la felicidad que se quedó esperando cada vez con menos esperanza de que llegara, al principio engañándose, y luego aceptando ese descubrimiento que poco a poco se iba abriendo paso y que le iba dejando congelada la sonrisa y el alma.
Quizás sea esto una forma de voyerismo –se decía a veces-, pero es lo que me queda. Sí, eso es lo que le queda: ver la vida de otros, ver la vida pasar. Realmente, fue eso casi todo en su vida, vivir la vida de otros: de su marido, de sus hijos, ... ver la vida pasar.
Entonces, volvió a llamar su atención otro par de jóvenes que se acariciaban sentados en el poyete de uno de los chalés de enfrente y una sonrisa se le acartonaba en la cara mientras los veía. Ella no sintió nunca nada especial detrás de las caricias, cada vez más escasas, de su marido. Quizás fuera, en efecto, porque nunca hubo nada especial detrás de ellas. Ahora, el aire le traía a su piel las de aquellos chicos. Sentía el aire húmedo que empezaba a ser fresco, que lo envolvía todo, con él sentía en su piel los besos que aquellos chiquillos se regalaban allí abajo, y le producían un ligero escalofrío en la oreja y en el cuello. La estremecían, la sonrojaban un poco las palabras que se decían aquellos muchachos y que ella sentía cálidas sin oírlas. Mientras seguía envuelta por la suave marea del viento de aquella escena, recordó algunos momentos, escasos y breves, es cierto, en que algo parecido le ocurrió a ella. Los recordó y no los entendía, no entendía por qué si pudo haber algunos momentos tan dulces, por qué no se sucedieron más a menudo, por qué fueron tan pocos. Y recordó cuántas veces en otro tiempo se preguntó cuál sería el botón secreto, la tecla que había que apretar, la palabra mágica que había que pronunciar para que él se quedara para siempre con aquella máscara , con aquella máscara delicada que a veces usaba, que tan pocas veces usaba, para que tirara las otras caretas, la del hombre huraño, la del hombre dominante, seco, prepotente, que se ponía con tanta frecuencia. Y sintiendo la dulce punzada de aquellos muchachos, perdidos uno en la mirada del otro, recordó cómo, anegada por la decepción, se fue atreviendo con el sexo a solas, avergonzada, escondida, incluso de sí misma, al principio. Cómo fue acostumbrándose luego y, con el paso de los años, con la acumulación de los meses depositados entre ambos, cómo llegó a fastidiarla que él se le acercara cariñoso alguna vez, ¡eran tan pocas!, y la distrajera de sus fantasías con el roce de su cuerpo. Con su cuerpo mecido al ritmo de la rutina, como un segundero, como el péndulo rotundo de un viejo reloj de pared. Cómo llegó a fastidiarla que la distrajera de sus sueños a solas, ésos que se prolongaban a lo largo de su cama cuando no había nadie más que su soledad en la casa. Es curioso, pero siempre que su cuerpo gozaba a solas era como si soñara despierta, necesitaba entonces, siempre, inventar historias de amor que le sirvieran de almohada a sus besos, a los movimientos lentos de la voluptuosidad redondeada de sus fantasías. Incluso en ellas necesitaba estar enamorada, aunque fuera de ese vecino inventado. Ahora, viendo a los jóvenes de la puerta de enfrente, sonreía recordando las horas que había pasado cortejando o dejándose cortejar mientras se iba acomodando su sexo a su mano en aquellos momentos en que todo se fundía de tal forma que parecían pasar por las mismas etapas el cuerpo y el alma. Y recordó también cuánto le habían ayudado aquellas aventuras fingidas para seguir, para confundir a su marido con aquel que ella había construido con la almohada entre sus piernas uniendo fragmentos de la realidad con otros de sueños, de deseos, ...
La volvieron a estremecer las palabras del joven que el aire fresco le trajo de nuevo desde lo lejos, desde la oreja blanca de su novia. Y arrebujada en una sonrisa triste y cómplice, abrazada a sí misma, decidió recogerse.
Cenó poco y se fue pronto a su habitación. Como todos los días, veía de noche reflejados en el espejo desde el final del pasillo, su cuerpo vencido y los recuerdos que sus ojos no se cansaban de esconder. Y viéndose desde allí le parecía que hubiera sido tan sencillo haber sido feliz.
Luego, en el aseo, mientras se lavaba la cara evitó mirarse en el espejo. Sus hijos habían ido llamándola uno a uno: tampoco mañana podrían ir a verla. No quería descubrir en sus ojos que estaba triste, no quería encontrarse esa incredulidad escondida ahí detrás, detrás de las lágrimas que no le saldrían.
Se metió en la cama intentando sentirse reconfortada por estar rodeada allí de sus amigas, aunque desde hacía unos días, dormía en una habitación para ella sola.
Empezaba a ser tarde y entraron las enfermeras. Se tomó sus pastillas y se acercó como todas las noches el interruptor por si tenía que llamarlas durante la noche. Poco a poco se fue sumergiendo en el sueño.
En ese momento en que la razón va cediendo y se van colando las ideas que duermen durante el día, se sobresaltó. Se sobresaltó al verse repasando lo que le había ocurrido durante el día, como había hecho a diario años atrás, aunque luego, poco a poco, fuera dejando de hacerlo, quizás porque empezó a darle miedo o pena lo que había para repasar en sus días.
Intentó desconectar por fin y logró sonreír plácidamente mientras las pastillas le fueron haciendo efecto y fue quedándose dormida.
Jesús Mejías.
Se levantó, era temprano y, aún en bata y zapatillas, había salido a la terraza alta a desayunar. Siempre había deseado vivir así. Desde aquellos remotos tiempos en los que ya se empezaban a dibujar vagamente en el interior de su cabecita de niña futuros idílicos con mansiones o, al menos, grandes chalés en urbanizaciones de lujo o, siquiera, de cierto nivel como aquella en la que ahora habitaba. Allí la acompañaban en el desayuno, como todos los días, sus mejores amigas. Ahora más que nunca las necesitaba, ahora que sus tres hijos estaban tan ocupados con los trabajos, los niños y las cosas de la casa que apenas la visitaban alguna vez cada quince días.
Después del desayuno, le gustaba pasear sola por el jardín y observar desde lejos al jardinero. Siempre le costó empezar a hablar con quien no tenía confianza y muchas veces lo cambió por la observación, por descubrir el estado de ánimo de quien tenía delante: sus deseos, las conversaciones que había tenido antes de llegar allí, sus pensamientos, lo que sentía por su pareja, por sus hijos; y hasta lo que ellos sentían por él. Todo esto lo veía ella con meridiana claridad: la forma de la cara, de la boca, esos gestos invisibles que describen las comisuras de los labios; las sonrisas inconscientes y, sobre todo, las miradas. En ellas está todo -pensaba. Realmente, lo que iba buscando en todos era precisamente eso, ese espacio casi imperceptible que se sitúa justo detrás de los ojos y que sólo se ve cuando creemos que nadie nos observa, cuando nos creemos a salvo, incluso, de nosotros mismos y esa especie de velo que nos protege se desvanece. Ese velo de espesor variable que tiene tanto que ver con las máscaras con que cada uno se protege para que las cosas que mira no le hagan demasiado daño ni le haga demasiado daño que los otros vean demasiado cuando nos miran.
En fin, ese día le había tocado al jardinero, como otros muchos. Parecía dolerle la espalda, había cambiado varias veces el pie izquierdo de sitio. Se había puesto la mano en la cintura, los riñones, quizás; aunque no, debía ser un problema muscular si cambió varias veces el pie de sitio. ¿Y ese gesto contrariado que tiene siempre, ese disgusto de sí mismo? Ha debido discutir hoy también con su mujer, o con sus hijos, o con algún vecino, o con todos a la vez. Ha debido discutir también viniendo por el camino con el coche, aunque no tiene cara de coche, sino de andarín. El jardinero y su cara de fastidio. ¡Cómo le gustaría tener confianza con él para hablarle de algunas cosas...!
Este pensamiento le estropeó la mañana, ¡con lo bien que había empezado...! Y se fue a leer un rato. No era una buena lectora y le costó concentrarse. No se terminaba de acostumbrar a esos momentos ociosos, a que nadie la esperara, a no tener que llamar a alguien para que no se impacientara. Y esta nueva situación, repetida ya muchas veces, casi cada día, le hacía sentir sola, con esa sensación de vacío cotidiano que deben tener los huérfanos, y echaba de menos entonces el control de su marido o de sus hijos, el deber llamarlos para que no se preocuparan. De alguna forma le quemaba esta especie de libertad nueva.
Desde la cocina, le avisaron de que el almuerzo estaba listo y se dejó caer hacia atrás en el sillón. El salón no tenía todo el lujo que ella hubiera deseado, pero era amplio y desde que vivía allí le gustaba el toque de distinción que le daban esos enormes ventanales por los que la hermosa luz del otoño a medio-día parecía venir a verla desde la terraza.
En el caldo vio reflejado su rostro y le hizo gracia notar por un momento el calor de la sopa en el reflejo de su cara dentro del plato, y hasta la cosquilla que le hacía el movimiento ondulado del líquido cuando metía la cuchara.
Terminó, se acomodó y dejó caer su cabeza sobre su pelo blanco contra una de las orejeras del sofá. ¡Cuánto había deseado vivir siempre así! Le retiraron el plato, cerró los ojos un momento, y la envolvió ese sueño leve que no se sabe bien cuánto dura. Tuvo semisueños confusos y al despertar le dio un poco de miedo aclararlos en su cabeza, tan poco lúcida aún.
Por la tarde vio un poco la tele, una pantalla grande en la que presentadoras con sonrisas que no se creía nadie eran seguidas embobadas por ella y sus amigas. Estas presentadoras se alternaban con caras anónimas de señores vestidos de domingo, jóvenes que alardeaban de su limitación de ser joven y niñas y mujeres que pugnaban por ser graciosas, brillantes en cada una de sus respuestas y que apenas conseguían algo más que un grito nasal. Fue cambiando de canal y el único cambio que encontraba era el peinado o la ropa de los presentadores. Se cansó de este ritual, como se cansaba todos los días y lamentó no haber conseguido aficionarse antes a la lectura. Lo lamentó con tristeza, con una tristeza tierna, con ternura hacia sí misma, con esa tristeza que produce haber empezado a ver las cosas que ya no podrán hacerse en la vida.
En ese momento, antes de cenar volvió a salir al balcón un rato. Desde allí se veía la calle. Entre los chalés pasaban unos jóvenes. Hace un rato irían paseando felices, seguramente. Ahora, en cambio, él iba detrás de ella andando rápido, echado hacia delante, como intentado alcanzarla. La chica, mientras, caminaba muy erguida, exageradamente, con pasos rápidos, largos, contundentes y la cara alta, ridículamente alta. Él parecía intentar decirle algo que ella se empeñaba en no oír. Al ver esa escena, observaba lo confortable que es para algunas cosas observar el mundo desde esta mullida butaca de los años. Este no tener que disimular, que actuar; o, al menos, no demasiado. Y de pronto se sorprendió a sí misma en un pasado lejano en una de esas escenas de joven en que, desconcertada ante determinados acontecimientos, quería estar a la altura de las circunstancias, buscaba en su mente cómo reaccionaban en las películas cuando ocurría aquello. Sin darse cuenta, recordó algunas veces en las que ella persiguió a su marido de forma muy parecida. Y se preguntaba, viendo el futuro de aquellos dos jovencitos que se perseguían delante de ella por qué será tan difícil darse cuenta de algunas cosas que son tan obvias cuando se está enamorado. E imaginaba a ese chico convencido de que ella cambiaría y veía la grieta que esa persecución estaba abriendo entre ellos como un hueco infinito por el que se caerán los primeros trozos de la confianza que irá quitándoles poco a poco el tiempo, los trozos que éste les devolverá, pasados los años, en forma de esquirlas de hielo. Quizás entonces, a fuerza de intentos fracasados, de perder aliento por las fisuras de los desengaños y, sin saber cuándo ocurrió, un día se levantará y se dará cuenta de que ha perdido las ganas de seguir intentándolo, se dará cuenta de que no sabe desde cuándo, se dará cuenta de que ya no está enamorado.
Luego, algún día morirá la chica , como murió su marido, y quizás se encuentre queriendo sentir la tristeza que no sentirá, aunque sólo sea por los años, por los hijos que vivieron juntos. Y posiblemente sienta entonces el vértigo de los días, de las horas que han ido cayendo a la nada, de la nada que le queda entre las manos, de la nada que ha sido su vida.
Ahora que el muchacho la ha alcanzado, ahora que la muchacha, muy digna, ha accedido a esa apariencia de reconciliación que suena en ese beso, excesivo para ser cierto, que se están dando, ahora, parece difícil que este muchacho vaya a sentir, pasados los años, todo eso. Pero ella sabe que no puede ser de otra forma, que siempre fue así.
Los chicos se perdieron al final de la calle y ella sentía el dolor de saber lo que les ocurrirá cuando giren la esquina, cuando giren las esquinas que les esperan, las callejuelas del futuro por el que se irán conduciendo. Entonces, otra pareja pasaba por allí y la sacó de sus cavilaciones, una parejita que paseaba por el barrio como todos los días desde hacía meses, los que ella llevaba en su nuevo hogar. Esta parejita madura le gustaba, le gustaba y le dolía. Le gustaba ver la normalidad de ese cariño tan evidente, la normalidad de esa complicidad, de esa confianza cotidiana, despojados ya, seguramente, del frenesí del enamoramiento. Le gustaba, le gustaba ver esa imagen diaria de lo que debía parecerse a la felicidad que ella deseó y que nunca tuvo; a la felicidad que se quedó esperando cada vez con menos esperanza de que llegara, al principio engañándose, y luego aceptando ese descubrimiento que poco a poco se iba abriendo paso y que le iba dejando congelada la sonrisa y el alma.
Quizás sea esto una forma de voyerismo –se decía a veces-, pero es lo que me queda. Sí, eso es lo que le queda: ver la vida de otros, ver la vida pasar. Realmente, fue eso casi todo en su vida, vivir la vida de otros: de su marido, de sus hijos, ... ver la vida pasar.
Entonces, volvió a llamar su atención otro par de jóvenes que se acariciaban sentados en el poyete de uno de los chalés de enfrente y una sonrisa se le acartonaba en la cara mientras los veía. Ella no sintió nunca nada especial detrás de las caricias, cada vez más escasas, de su marido. Quizás fuera, en efecto, porque nunca hubo nada especial detrás de ellas. Ahora, el aire le traía a su piel las de aquellos chicos. Sentía el aire húmedo que empezaba a ser fresco, que lo envolvía todo, con él sentía en su piel los besos que aquellos chiquillos se regalaban allí abajo, y le producían un ligero escalofrío en la oreja y en el cuello. La estremecían, la sonrojaban un poco las palabras que se decían aquellos muchachos y que ella sentía cálidas sin oírlas. Mientras seguía envuelta por la suave marea del viento de aquella escena, recordó algunos momentos, escasos y breves, es cierto, en que algo parecido le ocurrió a ella. Los recordó y no los entendía, no entendía por qué si pudo haber algunos momentos tan dulces, por qué no se sucedieron más a menudo, por qué fueron tan pocos. Y recordó cuántas veces en otro tiempo se preguntó cuál sería el botón secreto, la tecla que había que apretar, la palabra mágica que había que pronunciar para que él se quedara para siempre con aquella máscara , con aquella máscara delicada que a veces usaba, que tan pocas veces usaba, para que tirara las otras caretas, la del hombre huraño, la del hombre dominante, seco, prepotente, que se ponía con tanta frecuencia. Y sintiendo la dulce punzada de aquellos muchachos, perdidos uno en la mirada del otro, recordó cómo, anegada por la decepción, se fue atreviendo con el sexo a solas, avergonzada, escondida, incluso de sí misma, al principio. Cómo fue acostumbrándose luego y, con el paso de los años, con la acumulación de los meses depositados entre ambos, cómo llegó a fastidiarla que él se le acercara cariñoso alguna vez, ¡eran tan pocas!, y la distrajera de sus fantasías con el roce de su cuerpo. Con su cuerpo mecido al ritmo de la rutina, como un segundero, como el péndulo rotundo de un viejo reloj de pared. Cómo llegó a fastidiarla que la distrajera de sus sueños a solas, ésos que se prolongaban a lo largo de su cama cuando no había nadie más que su soledad en la casa. Es curioso, pero siempre que su cuerpo gozaba a solas era como si soñara despierta, necesitaba entonces, siempre, inventar historias de amor que le sirvieran de almohada a sus besos, a los movimientos lentos de la voluptuosidad redondeada de sus fantasías. Incluso en ellas necesitaba estar enamorada, aunque fuera de ese vecino inventado. Ahora, viendo a los jóvenes de la puerta de enfrente, sonreía recordando las horas que había pasado cortejando o dejándose cortejar mientras se iba acomodando su sexo a su mano en aquellos momentos en que todo se fundía de tal forma que parecían pasar por las mismas etapas el cuerpo y el alma. Y recordó también cuánto le habían ayudado aquellas aventuras fingidas para seguir, para confundir a su marido con aquel que ella había construido con la almohada entre sus piernas uniendo fragmentos de la realidad con otros de sueños, de deseos, ...
La volvieron a estremecer las palabras del joven que el aire fresco le trajo de nuevo desde lo lejos, desde la oreja blanca de su novia. Y arrebujada en una sonrisa triste y cómplice, abrazada a sí misma, decidió recogerse.
Cenó poco y se fue pronto a su habitación. Como todos los días, veía de noche reflejados en el espejo desde el final del pasillo, su cuerpo vencido y los recuerdos que sus ojos no se cansaban de esconder. Y viéndose desde allí le parecía que hubiera sido tan sencillo haber sido feliz.
Luego, en el aseo, mientras se lavaba la cara evitó mirarse en el espejo. Sus hijos habían ido llamándola uno a uno: tampoco mañana podrían ir a verla. No quería descubrir en sus ojos que estaba triste, no quería encontrarse esa incredulidad escondida ahí detrás, detrás de las lágrimas que no le saldrían.
Se metió en la cama intentando sentirse reconfortada por estar rodeada allí de sus amigas, aunque desde hacía unos días, dormía en una habitación para ella sola.
Empezaba a ser tarde y entraron las enfermeras. Se tomó sus pastillas y se acercó como todas las noches el interruptor por si tenía que llamarlas durante la noche. Poco a poco se fue sumergiendo en el sueño.
En ese momento en que la razón va cediendo y se van colando las ideas que duermen durante el día, se sobresaltó. Se sobresaltó al verse repasando lo que le había ocurrido durante el día, como había hecho a diario años atrás, aunque luego, poco a poco, fuera dejando de hacerlo, quizás porque empezó a darle miedo o pena lo que había para repasar en sus días.
Intentó desconectar por fin y logró sonreír plácidamente mientras las pastillas le fueron haciendo efecto y fue quedándose dormida.
Jesús Mejías.
EL CUENTO MÁS HERMOSO
Hubo una vez alguien que quiso escribir un cuento. Quiso escribir el cuento más bonito que jamás se escribiera. Lo quiso hacer como regalo a su mujer, de la que estaba muy enamorado.
Se puso a pensar y a pensar buscando el argumento de ese cuento, pues el argumento no podía ser vulgar, debía ser el mejor de los argumentos.
Así fueron pasando los días y el marido continuaba pensando y pensando. Él estaba contento, aunque no encontraba lo que buscaba, porque sabía que su esposa sería feliz el día en que él pudiera contarle el cuento terminado. Y es que una de las cosas que a él más le gustaba del mundo era ver la cara de su mujer mientras oía los cuentos que le contaba.
Creyó tenerlo varias veces y escribió varios borradores que terminaron en la papelera, pues sabía que no era aquel el cuento que él quería escribir, pero seguía contento porque sabía que lo terminaría encontrando.
Un buen día se sentó delante del papel como tantos otros, con el bolígrafo en la boca y la mirada perdida en la ventana. En ese momento pasó ella por delante, le sonrió y le preguntó: -qué haces. Entonces, él se dio cuenta de todo lo que la quería, como se daba cuenta casi siempre, y le notó a ella todo lo que ella lo quería, como se lo notaba casi siempre; y le contó que desde hacía tiempo quería regalarle un cuento muy especial, el cuento más bonito que jamás se hubiera escrito, pero que no le salía. Le contó todos sus desvelos en este empeño, sus noches sin sueño pensando en ello. También le contó que, sin embargo, estaba muy contento porque sabía a ciencia cierta que ese cuento terminaría saliendo y que la haría muy feliz.
Mientras le contaba todo esto, fue viendo la cara de felicidad que a ella se le iba poniendo cuando lo oía. Fue entonces cuando comprendió que el cuento estaba hecho, que se lo acababa de contar y que sólo faltaba escribirlo.
Se puso a pensar y a pensar buscando el argumento de ese cuento, pues el argumento no podía ser vulgar, debía ser el mejor de los argumentos.
Así fueron pasando los días y el marido continuaba pensando y pensando. Él estaba contento, aunque no encontraba lo que buscaba, porque sabía que su esposa sería feliz el día en que él pudiera contarle el cuento terminado. Y es que una de las cosas que a él más le gustaba del mundo era ver la cara de su mujer mientras oía los cuentos que le contaba.
Creyó tenerlo varias veces y escribió varios borradores que terminaron en la papelera, pues sabía que no era aquel el cuento que él quería escribir, pero seguía contento porque sabía que lo terminaría encontrando.
Un buen día se sentó delante del papel como tantos otros, con el bolígrafo en la boca y la mirada perdida en la ventana. En ese momento pasó ella por delante, le sonrió y le preguntó: -qué haces. Entonces, él se dio cuenta de todo lo que la quería, como se daba cuenta casi siempre, y le notó a ella todo lo que ella lo quería, como se lo notaba casi siempre; y le contó que desde hacía tiempo quería regalarle un cuento muy especial, el cuento más bonito que jamás se hubiera escrito, pero que no le salía. Le contó todos sus desvelos en este empeño, sus noches sin sueño pensando en ello. También le contó que, sin embargo, estaba muy contento porque sabía a ciencia cierta que ese cuento terminaría saliendo y que la haría muy feliz.
Mientras le contaba todo esto, fue viendo la cara de felicidad que a ella se le iba poniendo cuando lo oía. Fue entonces cuando comprendió que el cuento estaba hecho, que se lo acababa de contar y que sólo faltaba escribirlo.
EL ASCENSOR
Entré en el ascensor, pulsé el botón de la segunda planta. Me limpiaba el sudor en un gesto que quería llevarse con aquellas gotas todo el cansancio, toda la tensión de las horas que llevaba en el quirófano.
Entonces, justo antes de que se cerrara la puerta alguien aceleró el paso para entrar y yo bajé la mano para hacer que ésta volviera a abrirse antes de limpiarme en el pantalón verde el sudor que acababa de quitarme de los ojos cerrados mientras suspiraba. Su mano había hecho el mismo camino y fue en ella en la que finalmente quedó mi sudor cuando chocaron.
Sonreímos, la puerta se abrió y él pasó. Nos quedamos mirando un momento en silencio, en el silencio de aquella sonrisa suya. El ascensor comenzó a ascender y tuve una sensación de ingravidez, de ligereza que antes jamás había tenido. Sentí que yo era sólo aire, luz toda.
No recuerdo si dijo “hola” o ni siquiera eso. No podía apartar los ojos de aquella mirada, de aquella sonrisa que me hacía sentir transparente. Tenía la sensación de que aquellos ojos lo sabían todo de mí: mis pensamientos, mi pasado, mi futuro. Sentía mis sentimientos desnudos ante ellos.
-Quién eres- deseé preguntarle con todas mis fuerzas. Y sentí que ella percibía mi pregunta.
-Qué más da. Alguien que sintió la necesidad de subir a este ascensor al verte.- deseé que me respondiera de alguna forma aquella mirada.
Entonces, el ascensor se abrió y el sonido de la puerta hizo que el mundo volviera a entrar entre los dos.
Una voz: -Vamos, María, te estamos esperando –se interpuso definitivamente y me sacó de allí. Y yo me fui alejando hacia el final del pasillo, volviendo la cabeza de vez en cuando para volver a ver aquella sonrisa, aquella mirada que seguía allí, al fondo, dentro del ascensor que en aquel momento se cerraba.
Se cerró en aquel momento el ascensor y vi por última vez su mirada, perpleja, interrogante, cansada; mientras me sentía descender, pesado, de vuelta al suelo, a la calle.
Cuando una voz le puso nombre: -María –y me la arrebataba para siempre, tuve la certeza de saberlo todo sobre ella, de conocerla absolutamente, de que me era transparente.
Y noté que ella había visto dentro de mis ojos que entré en aquel ascensor sólo para verla, que sentí la necesidad de ver cómo terminaba ese gesto en el que se retiraba el sudor de su frente, cómo terminaba esa mirada casi cerrada hacia arriba, esa boca entreabierta, cómo caía finalmente esa mano que parecía hacerlo todo a cámara lenta.
Cuando interpuse mi mano hubiera querido detener, con la puerta, el tiempo. María, sólo conozco su nombre; pero el minuto que abrió y cerró este ascensor durará siempre.
Jesús.
Entonces, justo antes de que se cerrara la puerta alguien aceleró el paso para entrar y yo bajé la mano para hacer que ésta volviera a abrirse antes de limpiarme en el pantalón verde el sudor que acababa de quitarme de los ojos cerrados mientras suspiraba. Su mano había hecho el mismo camino y fue en ella en la que finalmente quedó mi sudor cuando chocaron.
Sonreímos, la puerta se abrió y él pasó. Nos quedamos mirando un momento en silencio, en el silencio de aquella sonrisa suya. El ascensor comenzó a ascender y tuve una sensación de ingravidez, de ligereza que antes jamás había tenido. Sentí que yo era sólo aire, luz toda.
No recuerdo si dijo “hola” o ni siquiera eso. No podía apartar los ojos de aquella mirada, de aquella sonrisa que me hacía sentir transparente. Tenía la sensación de que aquellos ojos lo sabían todo de mí: mis pensamientos, mi pasado, mi futuro. Sentía mis sentimientos desnudos ante ellos.
-Quién eres- deseé preguntarle con todas mis fuerzas. Y sentí que ella percibía mi pregunta.
-Qué más da. Alguien que sintió la necesidad de subir a este ascensor al verte.- deseé que me respondiera de alguna forma aquella mirada.
Entonces, el ascensor se abrió y el sonido de la puerta hizo que el mundo volviera a entrar entre los dos.
Una voz: -Vamos, María, te estamos esperando –se interpuso definitivamente y me sacó de allí. Y yo me fui alejando hacia el final del pasillo, volviendo la cabeza de vez en cuando para volver a ver aquella sonrisa, aquella mirada que seguía allí, al fondo, dentro del ascensor que en aquel momento se cerraba.
Se cerró en aquel momento el ascensor y vi por última vez su mirada, perpleja, interrogante, cansada; mientras me sentía descender, pesado, de vuelta al suelo, a la calle.
Cuando una voz le puso nombre: -María –y me la arrebataba para siempre, tuve la certeza de saberlo todo sobre ella, de conocerla absolutamente, de que me era transparente.
Y noté que ella había visto dentro de mis ojos que entré en aquel ascensor sólo para verla, que sentí la necesidad de ver cómo terminaba ese gesto en el que se retiraba el sudor de su frente, cómo terminaba esa mirada casi cerrada hacia arriba, esa boca entreabierta, cómo caía finalmente esa mano que parecía hacerlo todo a cámara lenta.
Cuando interpuse mi mano hubiera querido detener, con la puerta, el tiempo. María, sólo conozco su nombre; pero el minuto que abrió y cerró este ascensor durará siempre.
Jesús.
miércoles, 3 de octubre de 2007
NUNCA MÁS LLEGARÉ TARDE
.
Él está en el coche, como cada día a estas horas de la noche. Su hija está preocupada: “Papá no llega todavía. Cuándo dejará de llegar tarde, mami”. “No te preocupes, mi vida”, la tranquiliza su mujer mientras la inquietud la devora por dentro: “¿A qué hora llegará hoy, dios mío?”.
“Tengo que dejar esto”. Se lo ha prometido tantas veces... a su mujer, a su hija, a él mismo.
La noche, los días de lluvia, ... Hoy, para colmo, la niebla y la carretera, negra, un túnel con apenas una luz al fondo.
“Mamá, ¿terminará dejándolo papá?”. “Claro, cariño, nos lo ha prometido. Ya verás como hoy es el último día que llega tarde”
El coche está apartado, en la cuneta, y él está dentro.
Las manos se le van deslizando sobre el volante, los ojos se le van cayendo y la carretera está cada vez más oscura. Ya sólo parece haber una luz al fondo...Y la niebla, de nuevo la niebla que le resbala húmeda por su cara dejándole una suave sonrisa un poco boba.
Los remordimientos, mientras, le vuelven a traer las voces de su hija y de su mujer: “Papá, por favor”. “No lo aguanto más, cariño”.
Él está apartado, en la cuneta, dentro del coche.
Y envueltas por la niebla en medio de la oscuridad de esta noche empiezan a pasarle, desordenadas, algunas imágenes que lo inquietan: “¡Ay!, si es mi bici, mi Orbea, mis reyes, mis primeros reyes. Sí, soy yo, ése soy yo con mi bici.”
“Por qué veo estas cosas, dios mío, estoy delirando”.
La noche, la niebla, la luz, la luz del fondo.
Las voces de su mujer y de su hija se mezclan confusamente en su cabeza con la suya propia prometiéndoles no volver a irse, no regresar nunca más tan tarde. Y, hoy, estas imágenes. ¡Pero qué son estas imágenes!
“¿Eres tú?. ¡Sí, eres tú!. ¡Eres tú, mi vida!. Es el día de tu nacimiento. Sí, fue así, así te vi salir: -La coronilla, mire, ésa es la cabecita de su hija -me dijo el médico. Y el calor de tu cuerpo desnudo, recién nacido, en mi pecho.”
Ahora, como si comprendiera, la humedad que se cuela por la ventanilla bajada del coche se le va concentrando en los ojos, que confunden la negra noche y la luz del fondo de ese túnel, cada vez más cercana, con una nueva imagen, otro pasaje de su vida que ya no parece intranquilizarlo, que ya sabe por qué ve, por qué viene hoy, precisamente en este momento, a visitarlo.
“Ahora creo que vamos con tu prima. ¡Pero si casi somos unos niños!. Sí, es el coche de tu prima, claro, ya me acuerdo de aquel día. Tu pecho, aún ahora lo siento en mi mano, creo que no he dejado de sentirlo desde aquel momento. Tu pecho redondo, redondo y suave, tu pecho blando y tan blanco. El calor de tu pecho, tu pecho cálido, sí es tu pecho, dentro de aquella camisa de rayas lilas desabotonada. Sí es el coche de tu prima, no lo he olvidado, cómo se puede olvidar la primera vez.”
Y con el pecho de su mujer vivo en la mano, ésta continúa resbalando por el volante.
“Cariño, déjalo ya, por favor. ¡Cuántas noches más!. ¡Cuántas esperas!. ¡Cuánta angustia más!”
“No te preocupes, hoy será la última, la última vez, te lo aseguro. Lo dejaré todo.”
Sí, hoy será la última vez. Hoy se acabará todo. Todo se está acabando ya. Todo.
Y la niebla se confunde con la luz del fondo, del final de la carretera, del túnel, del fin.
Entonces, una última sonrisa, un último golpe de tos, una última luz que se confunde con las caras congeladas, en sus ojos escarchados, de su mujer y de su hija, un último latido, violento.
Y la mano, que sigue resbalando, que sigue cayendo del volante hasta colgar inerte junto a una pierna, una cualquiera, qué más da ya. Y una gota, quizás una última gota de sangre que recorre despacio su brazo haciendo un camino delgado y lento, un camino tortuoso que parece querer alcanzarle la mano, su mano, ésa que acarició por primera vez a su hija, ésa que acarició el pecho de su mujer, que existió un día sólo para ella. La gota que parece querer alcanzarle la mano desde la jeringuilla y que un poco antes de llegar a la muñeca, al pulso, se para.
Jesús.
Enero de 2004.
Él está en el coche, como cada día a estas horas de la noche. Su hija está preocupada: “Papá no llega todavía. Cuándo dejará de llegar tarde, mami”. “No te preocupes, mi vida”, la tranquiliza su mujer mientras la inquietud la devora por dentro: “¿A qué hora llegará hoy, dios mío?”.
“Tengo que dejar esto”. Se lo ha prometido tantas veces... a su mujer, a su hija, a él mismo.
La noche, los días de lluvia, ... Hoy, para colmo, la niebla y la carretera, negra, un túnel con apenas una luz al fondo.
“Mamá, ¿terminará dejándolo papá?”. “Claro, cariño, nos lo ha prometido. Ya verás como hoy es el último día que llega tarde”
El coche está apartado, en la cuneta, y él está dentro.
Las manos se le van deslizando sobre el volante, los ojos se le van cayendo y la carretera está cada vez más oscura. Ya sólo parece haber una luz al fondo...Y la niebla, de nuevo la niebla que le resbala húmeda por su cara dejándole una suave sonrisa un poco boba.
Los remordimientos, mientras, le vuelven a traer las voces de su hija y de su mujer: “Papá, por favor”. “No lo aguanto más, cariño”.
Él está apartado, en la cuneta, dentro del coche.
Y envueltas por la niebla en medio de la oscuridad de esta noche empiezan a pasarle, desordenadas, algunas imágenes que lo inquietan: “¡Ay!, si es mi bici, mi Orbea, mis reyes, mis primeros reyes. Sí, soy yo, ése soy yo con mi bici.”
“Por qué veo estas cosas, dios mío, estoy delirando”.
La noche, la niebla, la luz, la luz del fondo.
Las voces de su mujer y de su hija se mezclan confusamente en su cabeza con la suya propia prometiéndoles no volver a irse, no regresar nunca más tan tarde. Y, hoy, estas imágenes. ¡Pero qué son estas imágenes!
“¿Eres tú?. ¡Sí, eres tú!. ¡Eres tú, mi vida!. Es el día de tu nacimiento. Sí, fue así, así te vi salir: -La coronilla, mire, ésa es la cabecita de su hija -me dijo el médico. Y el calor de tu cuerpo desnudo, recién nacido, en mi pecho.”
Ahora, como si comprendiera, la humedad que se cuela por la ventanilla bajada del coche se le va concentrando en los ojos, que confunden la negra noche y la luz del fondo de ese túnel, cada vez más cercana, con una nueva imagen, otro pasaje de su vida que ya no parece intranquilizarlo, que ya sabe por qué ve, por qué viene hoy, precisamente en este momento, a visitarlo.
“Ahora creo que vamos con tu prima. ¡Pero si casi somos unos niños!. Sí, es el coche de tu prima, claro, ya me acuerdo de aquel día. Tu pecho, aún ahora lo siento en mi mano, creo que no he dejado de sentirlo desde aquel momento. Tu pecho redondo, redondo y suave, tu pecho blando y tan blanco. El calor de tu pecho, tu pecho cálido, sí es tu pecho, dentro de aquella camisa de rayas lilas desabotonada. Sí es el coche de tu prima, no lo he olvidado, cómo se puede olvidar la primera vez.”
Y con el pecho de su mujer vivo en la mano, ésta continúa resbalando por el volante.
“Cariño, déjalo ya, por favor. ¡Cuántas noches más!. ¡Cuántas esperas!. ¡Cuánta angustia más!”
“No te preocupes, hoy será la última, la última vez, te lo aseguro. Lo dejaré todo.”
Sí, hoy será la última vez. Hoy se acabará todo. Todo se está acabando ya. Todo.
Y la niebla se confunde con la luz del fondo, del final de la carretera, del túnel, del fin.
Entonces, una última sonrisa, un último golpe de tos, una última luz que se confunde con las caras congeladas, en sus ojos escarchados, de su mujer y de su hija, un último latido, violento.
Y la mano, que sigue resbalando, que sigue cayendo del volante hasta colgar inerte junto a una pierna, una cualquiera, qué más da ya. Y una gota, quizás una última gota de sangre que recorre despacio su brazo haciendo un camino delgado y lento, un camino tortuoso que parece querer alcanzarle la mano, su mano, ésa que acarició por primera vez a su hija, ésa que acarició el pecho de su mujer, que existió un día sólo para ella. La gota que parece querer alcanzarle la mano desde la jeringuilla y que un poco antes de llegar a la muñeca, al pulso, se para.
Jesús.
Enero de 2004.
LOS VERSOS DEL CAMINANTE
I
Silencio
Anoche volví temprano
a la costumbre de tu recuerdo,
de tus ojos, de tu voz,
de algunas frases que me llevo
que no me dejan creer
que ahora no haya más que silencio.
Al recuerdo de tus ojos, de tus labios,
De esos labios que me miraban,
De esos ojos que lo decían todo.
Al hogar del amor,
al desgarro de lo roto,
al amor del hogar,...
Al hogar, hundido
con tu ausencia,
en nubes de humo y polvo.
Anoche volví temprano
a nuestra cama
y en la cama
me ahogaba el hueco
inmenso de tu recuerdo.
Jesús.
II
El hombre solo.
El aire frío de este otoño
Ha terminado de helar nuestro amor, nuestro...,
Ése en el que yo amaba por los dos.
Sí, con estos fríos
He dejado de pensar en ti,
O quizás sólo sea
Que he dejado de notar
a todas horas
Que antes
estabas siempre conmigo.
Hace frío
Y, quizás por eso,
No me entristece
todo lo que imaginé
Sentirme tan solo de ti.
Fue peor la primavera
de hace ahora unos meses;
la primavera de los demás,
de la eclosión
de los colores,
de los olores,
de la carne,
del amor de los otros.
Sí, fue peor
sentirse tan solo, contigo
tan cerca,
en la inmensidad
de los cielos de junio,
de las tardes de mayo,
de los olores de abril.
Tampoco fue mejor el dolor
del tiempo ocioso del verano,
el dolor de la carne
desnuda e inútil sin ti
y ese irse desangrando
por los fluidos del amor
tan seco sin ti, tan lejos.
Sí, este aire helado
ha deshojado
todos los árboles de mi calle,
todas las flores
que se veían desde mi ventana,
Casi todas las hojas del calendario nuestro,
Que vagan por el parque
Hace ya tanto tiempo.
No, esta soledad fría
No me resulta tan triste como pensaba.
Sólo es que ...
Me siento solo...,
Solamente.
Jesús.
III
Gracias
Había imaginado que tu cuerpo
Era el lugar donde volvía el mío,
Cansado, de estar sin ti.
Había deseado que mis brazos
Fueran los que necesitaban los tuyos,
Cansados, algunos días, de no estar conmigo.
Había visto en tu mirada
La promesa que me he hecho
Durante todos estos años para resistir.
Había tenido,
Sencillamente, la certeza de ser
Feliz el resto de los días
Que me quedan en tus ojos.
Había encontrado,
Sencillamente, a quien sería
Feliz en mis ojos:
Te había encontrado .
Jesús
IV
Hoy he salido a buscarte.
Hoy he salido a buscarte
un ramo de noches blancas
de aire y de espuma hecho,
de luz, de lluvia sin agua,
de besos y los recuerdos
de todas nuestras miradas.
Hoy he salido a buscarte
sonidos de nubes tiernas,
vuelos de aves sin nombre,
colores de tierra nueva,
de hierba recién-cortada
con olores a canela.
Hoy he salido a buscarte
silencios de la mañana,
unos latidos de viento,
de vuelos de aves sin alas,
brumas del amanecer
con gotas de una agua clara.
Hoy he salido a buscarte
la luz que meza tu pelo,
la luz que preste a tus ojos
todos los colores nuevos,
rocío de amaneceres
que me acaricie aquí dentro,
Hoy he salido a buscarte,
para querernos, la casa:
un techo, arriba, de cielo
y paredes hechas de agua.
El suelo, de aire muy limpio,
de cama, la luna blanca.
Jesús.
IV
Hoy he salido a buscarte.
Hoy he salido a buscarte
un ramo de noches blancas
de aire y de espuma hecho,
de luz, de lluvia sin agua,
de besos y los recuerdos
de todas nuestras miradas.
Hoy he salido a buscarte
sonidos de nubes tiernas,
vuelos de aves sin nombre,
colores de tierra nueva,
de hierba recién-cortada
con olores a canela.
Hoy he salido a buscarte
silencios de la mañana,
unos latidos de viento,
de vuelos de aves sin alas,
brumas del amanecer
con gotas de una agua clara.
Hoy he salido a buscarte
la luz que meza tu pelo,
la luz que preste a tus ojos
todos los colores nuevos,
rocío de amaneceres
que me acaricie aquí dentro,
Hoy he salido a buscarte,
para querernos, la casa:
un techo, arriba, de cielo
y paredes hechas de agua.
El suelo, de aire muy limpio,
de cama, la luna blanca.
Jesús.
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