Como aquel día en que al salir de las revueltas de aquella calle tan estrecha de la que no recuerdo nunca el nombre te volví a encontrar. Cuántas veces habría pasado yo por allí y tú habrías cruzado un instante antes de que yo saliera de ese laberinto, como podría haber ocurrido aquel día en que nuestros callejones se encontraron, quizás sólo porque me entretuve en cortar y en ir oliendo una hoja de naranjo.
Y te vi, junto al semáforo, salir de un portal y subir a un taxi. Me quedé paralizado, di unos pasos torpes como queriendo alcanzar el coche en un intento, no ya inútil, sino absurdo. Pasaron por mi cabeza, en un instante, mil ideas, mil posibilidades, como pasan por los ojos de una máquina tragaperras que se hubiera vuelto loca.
Ver cómo la noche te llevaba por otra callejuela estrecha y virada en aquel taxi me devolvió a la realidad. En ese momento, crucé la calle y te busqué sin éxito en todos los buzones de aquella lujosa torre de viviendas. El día siguiente localicé el teléfono de algunos de aquellos vecinos y con mil excusas intenté descubrir el eslabón que te unía con alguno de ellos... Y lo encontré. Era un señor con una voz muy serena: - ¿hubo algún problema con la tarjeta de crédito?, ... , - me alegro, ... , - me da igual cómo se llame, mándemela otra vez esta noche... Y colgué, claro, colgué mis esperanzas, colgué mi vida entera con aquel auricular maldito que me había ayudado a atar todos esos cabos sueltos que había y que yo me resistía a unir de la forma que, desde el principio, seguramente, fue la más razonable.
(Continuará ...)
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