Me sorprendo sentado en mi sillón con los dedos cruzados, con las manos cogidas y la cabeza ladeada, apoyada sobre ellas, con la mirada perdida hacia un punto indefinido del techo, como si estuviera rezando el niño que fui hace mucho ya.
Sin darme cuenta, he suspendido la lectura del libro sobre El Quijote que me ocupa. En el ibro, el autor se conmueve con Cervantes y don Quijote, sintiéndose identificado con ellos, en la cueva de Montesinos, y yo me conmuevo sintiéndome con ellos allí.
Jesús.
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