Yo debería tener cinco o seis años. Hacía poco que la fiebre del fútbol se había apoderado de mí con la intensidad con que la vida me hacía suyo aun en aquel tiempo.
Me fui a la cama temprano repasando fotos y leyendo a duras penas algunos nombres de futbolistas que aparecían en las páginas de un ejemplar del “As Color” que a veces me dejaba mi tío Antonio después de leerlo.
Era sábado por la noche, aunque la oscuridad estaba recién estrenada llevándose una de esas largas tardes en que el verano va dando sus últimos coletazos en septiembre, esa época híbrida en que se mezcla el final del verano con la vuelta al cole, en que se mezclan las vacaciones con el reinicio de la liga de fútbol y vuelven todas las rutinas que en el fin de semana ésta traía para la mayoría de los hombres de esa época.
A mi madre le debió parecer que yo estaba muy aburrido por haberme ido a la cama tan pronto y vino a verme con una radio-tocadiscos portátil que le había traído a mi padre un amigo suyo que fue de vacaciones a Canarias.
Me dijo que muchos hombres escuchaban el fútbol por la radio. A mí se me abrieron los ojos como platos, dejé a un lado el periódico y fui siguiendo cómo ella, con una paciencia infinita iba girando despacio el botón plateado que movía el dial hasta encontrar una voz entusiasta que narraba el partido que el Sevilla jugaba aquella tarde y a mí, entonces, me dio un vuelco el corazón. Mi madre sonrió satisfecha, me acarició la cabeza y se fue dejándome en la cama con mi radio-tocadiscos y mi fútbol.
Al salir y quedarme solo, tumbé mi cabeza en la almohada, coloqué el aparato a mi lado junto a la cabecera, le puse una mano encima como si lo abrazara, cerré los ojos, y la voz, quizás la de Juan Tribuna, que narraba por aquella época los partidos para Radio Sevilla, me hizo verme en el estadio, ebrio de emoción, bañado por la luz de los focos, envuelto en la marea del público y viendo el partido. No lo imaginaba, no lo oía; lo veía, lo vivía.
Así debí quedarme dormido, con la radio puesta hasta que mi madre la quitara al darme una última vuelta antes de irse a dormir.
Aquella fue la primera vez. Desde aquel sábado, fui yo quien aprendí a buscar con paciencia algún partido de fútbol o algún programa en el que se hablara sobre él. Y así lo hice a diario. Desde aquella noche de sábado de un septiembre infantil, me he acostado todos los días con aquel sonido.
Esa costumbre me hizo descubrir después que el mundo de las ondas y las ondas del mundo eran mucho más amplias que un campo de fútbol y fueron apareciendo en aquel altavoz temas y personas muy diversas que han ido construyendo lo que hoy soy de una forma mucho más determinante que cualquier otra cosa en el mundo.
Después saldrían de aquel aparato la música, los programas de misterio, las telenovelas, los informativos, los debates, la política, la cultura, las confesiones de madrugada, … Pero todo comenzó aquella tarde de sábado con aquella idea que se le ocurrió a mi madre y que pudo, perfectamente, no haber tenido.
Tengo muchas cosas que agradecerle a mi madre; pero, desde luego, junto a aquella noche de octubre de 1961 en que ella y mi padre unieron sus cuerpos, lo que hizo ese sábado de septiembre fue lo más decisivo que nadie hizo nunca por mí. Gracias, mamá.
Jesús.
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