Tras la puerta desvencijada y horadada,
en una habitación hundida,
está el Maestro Música, mi zapatero.
La zapatería la recuerdo en silencio,
en silencio y a oscuras, como un templo.
La zapatería era una habitación muy pequeña
se llegaba a ella, bajando unos escalones.
Y allí abajo, entre montones ordenados
de zapatos, sentado con su delantal azul,
estaba el maestro.
Veo desde la luz, desde mi juventud,
a este hombre al que admiro tanto,
en ese pozo de oscuridad.
Se mezclan en mí, al verlo,
melancolía y admiración
por cómo su mera presencia
da vida a este pozo, convierte
en pozo de sabiduría este agujero.
De su boca van saliendo
palabras que yo jamás había oído:
melómano, percusión, instrumento de viento,
Bach, Mózart, director de orquesta.
Sigo oyendo en mi memoria, extasiado,
la voz del maestro durante horas,
como aquel niño sobrecogido,
emocionado mientras lo escuchaba hablar.
Oyendo al Maestro, viéndolo trabajar,
descubro el entusiasmo
ante todo lo que está bien hecho, bien contado,
gracias a la vida, a la tranquila pasión,
a la humanidad que rebosan
las palabras de este hombre.
Él no tenía el tono expansivo,
el ritmo narrativo de Manolo el de El Barco
esa capacidad suya de revivir las historias.
El maestro era pequeño y menudo,
con esa forma de silla que adquiría
su cuerpo sobre el taburete,
con la cabeza siempre gacha,
mirando el trabajo mientras hablaba
por esos ojillos pequeños.
El Maestro, lo era en el tono íntimo,
en el amor que te daba mientras hablaba,
en el lirismo sencillo y tosco
de ese hilo de voz aflautado
que salía de su pequeña humanidad.
Jesús.
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