lunes, 29 de diciembre de 2014

Soy


Soy aire,
aire que me envuelve,
que me inunda cada instante.

Soy piedra dura, soy tierra
que me sostiene desde hace siglos,
que me funde con sus pies.

Soy mi padre, soy mi madre,
que me hicieron de la historia,
que se decidieron inmortales en mí.

Soy la luz, soy el sol
que me transforma cada noche,
que me rehace a la mañana.

Soy agua ... que viene y va,
que me baña, que me llueve, que me bebe, que me es,
soy agua, ... mar, lluvia, ... soy agua.

Soy mi hija, soy mi hijo,
que me hacen con la fuerza infinita de su tiempo,
que me regalan el futuro con ser.

Jesús.

martes, 16 de diciembre de 2014

Duodécimo día. 17 de agosto de 2013. El regreso: Santiago-Madrid-Sevilla (NH).


            Amanece el último día. Qué extraño se me hace pensar que a partir de mañana todo lo que ha venido ocurriendo estos días se irá colocando en las estanterías del recuerdo, que esta sensación de presente tan absoluta que he tenido estos días continuamente irá dejando poco a poco de serlo.

            Necesito hoy estar solo, recuperar todas mis sensaciones sin interferencias. Esta noche cojo el autobús de regreso y, después de desayunar, me pierdo por las calles de Santiago, por los rincones que conocía y, sobre todo, por los que no conozco.

            Me acompaña esta curiosa sensación de irrealidad que tienen las ciudades los fines de semana en estas horas tan tempranas en que apenas hay nadie por la calle. Estas horas en que todo parece estar dispuesto sólo para ti. Me gusta mucho este sabor a piedra y madera tan antiguo que tiene esta ciudad. Me gusta ver que el centro está compuesto por viviendas modestas muy populares. Desde luego, Santiago no está hecha para las postales, sino para los ojos del caminante.

            En la parte alta encuentro un antiguo monasterio rodeado por su cementerio y una especie de enorme prado entre sus muros que parece terminar convirtiéndose en un jardín o en un parque allá a lo lejos.

            En esta inmensidad de silencio, de piedras y de años, la soledad me hace sentir la humildad, la pequeñez de nuestras vidas particulares.

            Rodeado por todo esto, me siento en la escalinata de una iglesia con el monte, con el valle, con el prado y  los bosques delante, al fondo, a lo lejos, detrás de la ciudad. Y me doy cuenta de cuánta paciencia hizo falta para traer el mundo hasta aquí, de cuánta humildad inconsciente hizo falta para que lluvia a lluvia, sol a sol, estos prados llegaran a ser como son hoy. Cuántos años para ir depositando cada una de estas piedras una sobre las otras hasta hacer lugares como éste en que yo me sobrecojo ahora. Cuántos sacrificios, cuántos errores, cuántas rectificaciones, cuántos esfuerzos, para llegar hasta aquí.

            Qué lección de humildad estoy sintiendo en estos momentos. Esto no lo hizo nadie solo, ni se hizo en una vida sólo. Apenas nos quedaron dos o tres nombres de la relación interminable de hombres y mujeres que trajeron trepando por los siglos todo esto hasta aquí. Y siento la responsabilidad que supone para cada uno de nosotros continuar este colosal proyecto poniendo nuestro granito de arena, tan insignificante y tan importante a la vez, para que todo esto siga adelante no sólo para nuestros hijos, sino para todos esos que dentro de miles de años no sabrán quiénes fuimos.

            Intento recuperarme de esta emoción tan intensa bajando hacia la catedral. Veo llegar peregrinos que finalizan hoy su camino y me cruzo en mi itinerario con otros que aún no han llegado. Es curioso, los miro como los miraba estos días pasados y  me sorprende que no reconozcan en mí a un caminante como ellos, pero yo ya no llevo mochila, no llevo bastón, ni el sudor alhaja mi frente. Se respira en todo Santiago ese gozo por haber llegado, por haber cumplido el reto y se contagia por todos lados.

            Hago aquí un paréntesis en este diario e inserto un correo que recibí de mi amiga Belén después de regresar del camino, ya en casa. Curiosamente, ella y su familia también estuvieron en Santiago este verano. Lo incluyo aquí porque creo que ofrece desde otros puntos de vista, el suyo y el de sus hijos, ese espíritu que se vive en esta ciudad estos días en que llega tanto peregrino. Este correo, después de regresar a casa, me hizo volver a Santiago y disfrutar de algunas cosas que yo, por una cierta prevención contra el tópico, no había sido capaz de gozar en el momento en que allí estuve. El correo dice así:

“Mi amigo Jesús:
No sabes cuánta alegría me dio ver que habías hecho el Camino. Te contaré mi relación con él este verano, aunque creo que será otra faceta distinta al tuyo. Estuvimos en Santiago; a los niños les llamó mucho la atención la llegada de peregrinos a la plaza del Obradoiro. Fuimos a la misa del peregrino que se celebra a las doce de la mañana; se conoce que hay un registro en el que se apuntan aquellos que han hecho el Camino y figura de dónde son y dónde lo iniciaron. La ceremonia la concelebraban varios sacerdotes de distintos continentes y empezaba diciendo que el oficiante iniciaría los rezos en latín y nos pedían que cada uno contestáramos  en nuestra propia lengua. ¡Dios mío, qué maravilla! ¡No sabes lo que para una hija de Antonio Yáñez significa eso! La raíz misma, a la vista de todos, sujetando a las distintas ramas…
Después fueron citando al número de los peregrinos del registro: tantos de Málaga que vienen de León, tantos franceses que vienen desde Roncesvalles, "nosecuántos" de Sevilla que vienen de... un rato larguísimo enumerando a españoles de distintos lugares, a italianos, portugueses, alemanes, italianos, mexicanos… y un indio. ¡Cuánto tiempo nombrando a cuánta gente! Me los imaginaba saliendo a cada uno de sus casas y convergiendo en Santiago con una idea común. Fantástica la universalidad de Iglesia…
Al final de la misa, el botafumeiro: Orgulloso viniendo hacia mí y alejándose; presumiendo ante todos, fuerte y joven como hace desde hace siglos, causando la admiración de los que estábamos dentro; haciéndome sentir pequeña y parte de la historia de la cristiandad.
Salí, como te imaginarás, tremendamente emocionada, era incapaz de hablar…
Por la tarde, cuando nos íbamos de Santiago, pasamos mi hijo Antonio  y yo por un aparcamiento de bicicletas tipo SEVICI en la que no había ninguna, sólo una pintada que decía: “Vinieron por la noche y se llevaron nuestra bicicletas en sus coches” .Él me dijo:
-          Qué raro, creía que en una ciudad con tanta emoción no podían pasar cosas malas.
Un beso.”
          

            Creo que no puedo, que no debo añadir ni una palabra al correo ni a la emoción que me produjo leerlo.

            Así que vuelvo a mi relato de mi último día en Santiago. Busco una fotocopiadora para copiar unos textos suyos que me dejó Diego. Buscándola me cruzo alternativamente con gente amabilísima y con otra que parece tener prisa por que yo le note lo que le fastidia tanto forastero por aquí: qué pronto se nos olvida que eso somos todos en cuanto salimos de nuestro pueblo para ir al pueblo de al lado.

            La encuentro finalmente y regreso al albergue con la certeza de que mis ojos no volverán a ver estas paredes, esta luz, esta gente, en muchos meses, posiblemente, en muchos años. Con esa impresión de despedida que tiene cada uno de los pasos que voy dando en mi camino de vuelta voy intentando tener una sensación de conjunto de estos días.

            Después de una cerveza, de descansar un rato  y de una ducha, recojo mis cosas y con un café me despido de la gente que hay en el albergue. Algunos: Enrique, Diego, los chicos de Madrid, se han incorporado a mi vida; los otros representan a todos los que me he ido encontrando estos días, esos que han ido entrando y saliendo, superponiéndose en distintos lugares y que también han sido muy importantes.

            Me acerco a la estación y me esfuerzo por fundir en el aire que respiro en estos últimos momentos los aires que han envuelto todos los paisajes, todas las luces, todas las gentes y, sobre todo, todas las experiencias personales que he tenido todos estos días.

            Se va acercando el autobús a Madrid y luego a Sevilla, me espera Gloria en la estación, luego Inés, Andrés y mi madre.

            Me gusta sentir su cercanía, me gusta sentir cómo se me va acercando hasta alcanzarme aquel que era yo antes de irme. Me gusta sentir esta fusión que me hace ser aquél y  que me recuerda que algunas cosas han cambiado, posiblemente, de forma irreversible.

            Es curioso, en este camino de vuelta no tengo sensación de regreso y es que quizás no  existan los caminos de regreso, que, incluso los que parecen serlo, son caminos de ida, aunque sólo sea porque cuando regresamos de algún lugar, de alguna experiencia, no somos nunca exactamente los mismos que nos fuimos.


            Al llegar, el calor de Sevilla me trae un regalo inesperado y refrescante. Hay cosas que no han cambiado, hay gente que sigue haciendo regalos con muy poco, … Quizás nosotros, los de entonces, ya no seamos exactamente los mismos, pero sí lo son los sentimientos. Y las ganas de seguir hablando de muchas cosas …

Undécimo día. 16 de agosto de 2013. Finisterre.


Amanece un día curioso hoy. Después de tantos días en que esta parte de la jornada ocurría como por inercia: despertar temprano, prepararlo todo a oscuras, cuidan los pies, … De pronto, hoy todo eso se ha terminado. Hasta ayer mismo, desde hace diez días, despertar de madrugada,  beber agua e ir preparándome para salir era el único inicio del día concebible. Ahora, de pronto, siento que puedo quedarme en la cama un rato más y ya echo de menos ese despertar que lo desencadenaba todo como un torrente, que te arrastraba y te metía en el ciclo natural de la vida.
Hoy ya ha amanecido, son las ocho cuando me levanto. La inercia de todos estos días me hace repetir el ritual hasta llegar a la calle. Se me hace raro salir sin mochila, con los pies respirando en chanclas. Todo es mucho más cómodo, pero no estoy seguro de que me guste más.
He quedado con Enrique para ir a Finisterre. Está en el bar de enfrente, con Diego. Tomamos café y salimos hacia la estación para coger el autobús. Andando por las calles de Santiago nos seguimos sintiendo como peregrinos, pero  hoy menos, no del todo.
Ya en el autobús, la carretera comienza a recorrer la costa. La carretera, por la orilla va dando  vueltas y vueltas como si se empeñara en mostrarnos cada pueblo desde todos los puntos de vista posibles.
El agua entra caprichosa en la tierra como jugando con ella, o acaso es la tierra la que juega con el mar dejándolo entrar, aquí estrecho como un río, como un brazo; quí ancho y redondo como un lago en forma de vientre. A veces, es la tierrala que parece abrazar al mar y otras, el mar el que abraza a la tierra.
En muchos pueblos, las barcas se alinean en filas, como formaciones que defendieran  su territorio. En otras, aparecen salpicadas en el agua como pinceladas, como adornos indolentes y un tanto románticos del lugar. La montaña al fondo, los bosques llegando hasta la orilla, reflejándose en el agua envueltos por esta amable luz de la mañana, aparecen vaporosas filtradas por la bruma tenue de estas horas.
Dan ganas de bajarse del autobús en cada pueblo, en cada playa y envidio a quienes veo jugando con la arena o en el agua.
Después de dos horas largas, llegamos a Finisterre y paseando por el pueblo, una señora nos regaló toda la humanidad que tenía con unas pocas palabras muy sencillas. Le habíamos preguntado  por el faro, nos había indicado y cuando le agradecimos su amabilidad nos dijo: -Oh, cómo no iba a hacerlo, si no me costó nada.
Me quedé sonriendo mirando su sonrisa tranquila y pensé en lo distinto que sería todo esto si hiciéramos por “el otro” lo que éste necesita cuando a nosotros no nos cuesta nada.
Qué bien se siente uno después de un encuentro como éste. Enrique y yo fuimos comentando esto mientras dejábamos el puesto a la izquierda y nos dirigíamos hacia la salida del pueblo.
Cuando me siento invadido por emociones sencillas e intensas como ésta noto físicamente como si el aire entrase en todo mi cuerpo, como si tocara por dentro cada parte de mi cuerpo bombeado por los pulmones.
Algunas iglesias muy bonitas nos van acompañando hasta la salida. Luego, la costa se empina y, de nuevo andando, vuelvo a disfrutar de recorrer el paisaje al ritmo del hombre. Pequeños acantilados, entrantes y salientes, van a mi lado mientras camino. Al fondo, ya se ve el faro que se va acercando poco a poco, dejándome acostumbrar mis ojos a sus formas, a la del cielo que lo rodea, a la del mar que se funde con él rotundo. Así, caminando, me voy haciendo poco a  poco a la grandiosidad del paisaje y poco a poco me voy sintiendo fundido con él, integrado en él.
Ya en el faro, siento la emoción de todos los que pensaron con temor que la tierra terminaba aquí  durante tantos siglos. Como tantas veces en el camino, me siento parte, no sólo de la tierra, del paisaje, sino también del tiempo, de la historia. Aquí, no entiendo el mito, lo vivo, lo siento con el peso del tiempo.
Luego, el ritual: la piedra con el deseo. Es fácil creer aquí, ante el poderío indiscutible de la naturaleza que ésta todopoderosa, puede concederte lo que le pidas.
Antes de volver me siento todavía un rato, con el mar tremendo bajo los pies y con la fuerza del viento presente en todo y me gusta esta sensación de pertenencia, de sentir en mi cuerpo que soy parte de todo esto.
Camino de la carretera, en un puesto de regalos veo una caracola grande y rústica. Me hubiera gustado regalarla, pero es muy cara, sí que la cojo, la acerco a mi oreja y reúno con el rumor del mar lo mejor de mis sentimientos.
De vuelta al pueblo, comimos una ensalada estupenda en el puerto.
En el autobús de regreso, la luz de la tarde y el recorrido inverso, volvieron a mostrarme los mismos pueblos de una forma distinta. Quizás, sin la magia de la mañana, aparecían ahora más reales, más vivos.
Ya en Santiago, comentamos el día con Diego y con los chicos de Madrid. Una ducha, una cerveza en el bar de enfrente donde Diego nos presentaba y nos iba contando la vida de sus amigos los camareros, muchos de ellos argentinos, y a dormir temprano. Antes de ir a la cama llamé a casa y tomé estas notas.

Aquí, delante del papel, me doy cuenta de que muchas de estas vivencias no cobran forma hasta que no llegan las palabras para dárselas y que algunas palabras, las más precisas, llegan para darles esta forma en el teléfono, queriendo compartir todo esto  con la gente que me parece que  allí disfruta tanto también de ello.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Décimo día. 15 de agosto de 2013. Fin del camino: por fin, Santiago.


Amanece un nuevo día. Hoy, el destino es Santiago, la última etapa de este viaje, la culminación del proyecto.
De todas formas, no dejo mucho tiempo estas ideas en mi cabeza. He aprendido estos día a hacer las cosas en orden y, al despertar, lo primero es bajarse de la cama.
Eran las cinco menos cuarto de la mañana y es que, con tganta gente por los caminos, la única forma de ir tranquilo y de poder parar a disfrutar del paisaje de vez en cuando es saliendo muy pronto.
Enrique y yo nos tomamos uno de esos capuchinos de sobre que nos han hecho tan acogedores estos primeros momentos muchos día.
Es completamente de noche, así que salgo, como otros días, con la linterna frontal para alumbrarme la primera hora.
Un poco de carretera y Enrique sigue por ella mientras yo entro en el camino. De pronto, me veo solo, en un bosque a las cinco y media de la mañana, completamente de noche, con la única luz de mis linternas, y me doy cuenta de que esto hubiera sido completamente impensable para mí hace sólo unas semanas. Las sensaciones positivas son tan intensas que el miedo no tiene sitio en mi mundo ahora. Me doy cuenta también de que el miedo se produce casi siempre cuando uno se adelanta a las situaciones y no tanto cuando éstas se producen.
Al poco rato, llego a Arca. En este silencio denso ya se oyen algunos peregrinos de vez en cuando a lo lejos. A esta hora de la noche, pasando bajo esta bóveda de hojas, entre este mar de helechos por donde cruzan algunos conejos, el frescor lo impregna todo y siento el privilegio impagable que me regala este lugar invitándome a compartir los secretos de su noche.
Ya amaneció y paso de nuevo por una aldea  casi despoblada, con su iglesia con su cementerio abierto, como tantas por aquí. Me paro a mirar con detenimiento todos estos edificios, toda esta naturaleza, toda esta historia que llevo días compartiendo. Sé que me queda poco tiempo para seguir haciéndolo, así que quiero ser consciente  de todo esto y de mis sensaciones aquí. Miro, cierro los ojos e inspiro con fuerza como si quisiera que todo lo que me rodea se convirtiera en parte de mí fundiéndose con el aire..
Una pista asfaltada nos va acercando entre eucaliptos, poco a poco, al Monte do Gozo. M paree mentira lo cerca que está el final. Aquí ya hay bastantes peregrinos delante y detrás de mí. La gente sonríe y se saluda recordándose lo cerca que está la meta.
El Monte do Gozo parece una romería con infinidad de peregrinos y visitantes. Apenas me entretengo en la imagen e la catedral desde aquí. Quizás porque para mí, desde el principio, llegar a Santiago era lo de menos; quizás porque, como hoy se hace el camino, este es uno de los momentos en que se viene menos cansado, quizás por la cantidad de gente que hay,  no me emociona especialmente el sitio, aunque estoy contento por haber llegado.
Me he parado un rato a comer algo y a arreglarme los pies, que van mucho mejor desde que abrí los zapatos.
Antes llamé para reservar albergue: el Estrella de Santiago. El dueño, Diego, por el acento que tiene parece andaluz.
Voy bajando el monte y muy pronto entro en Santiago. Ahora sí me siento cada vez más contento. Algunos peregrinos van muy cansados o con los pies destrozados. Todos nos sonreímos, es bonito sentir compartida esta satisfacción de ver el reto cumplido con gente a la que no conoces llegada de tantos sitios distintos.
Santiago, se ve que ha ido creciendo al calor del camino y son muchas y muy hermosas las iglesiad y conventos que encuentro a mi paso al entrar en la ciudad.
La catedral está cada vez más cerca y, por fin, primero la parte de atrás y luego la fachada, la veo. Aquí estoy, en la Plaza del Obradoiro, ante el Pórtico de la Gloria, este lugar al que han llegado gentes de todo el mundo a lo largo de los siglos para culminar su viaje. Delante, cierro los ojos y me siento parte del tiempo, una gota en la corriente de la historia. Llamo a casa para compartir con ellos la emoción del momento. Ha sido un proyecto compartido desde el inicio y compartir este instante aumenta mucho la intensidad de las sensaciones.
Le pido a unos chicos que me hagan una foto, varios me lo piden a mí. Una chia, becaria en ABC, me entrevista como peregrino.
La fachada de la catedral es muy bonita, aunque la hemos visto tantas veces en libros y en televisión que me parece más bonita reconocerla como parte de mi paisaje personal que por las características del edificio. Recuerdo que me ocurrió algo parecido la primera vez que fui a Madrid.
Antes de visitar la catedral, recoger la Compostela  y demás rituales del peregrino, quiero disfrutar del momento como he hecho todos estos días. Así que busco un lugar un poco más tranquilo donde soltar la mochila un rato y tomarme una cerveza.
A solas con mi cerveza y con mi mochila, mi compañera durante todos estos días, siento este lugar con tanta gente tan distinta como el menos auténtico de mi camino.
Me llama Enrique, viene a tomarse también algo conmigo. Celebramos juntos también la culminación de estos días y nos vamos al albergue.
Allí conocemos por fin, en persona, al hospitalero: Diego. Es, efectivamente, sevillano, de Coria. Charlamos un rato y ya, desde el primer momento, se ve que es alguien distinto, alguien muy interesante. Nos contó cómo había renunciado el segundo día de trabajo como agente judicial porque el ambiente entre sus compañeros le parecía asfixiante y tuvo claro ya desde ese primer instante que no quería pasar así el resto de su vida. Era albañil en paro, sacó el título de ESO estudiando por la noche. ¿Verdad que todo el mundo no es igual? ¿Verdad que no hay una sola forma de vivir, como nos quieren hacer creer? Para montar el albergue sin dinero pasó también mil vicisitudes. De vez en cuando acoge mendigos o acoge a gente en su casa. Escribe, toca la guitarra, canta, compone, …
De Diego, como de las experiencias de Enrique en Cuba y de su conocimiento de los cubanos de l calle he aprendido más en estos pocos días que de mucha de l gente que me rodea habitualmente en años. Ésta es otra de las experiencias que uno se lleva del camino si tiene el camino interior abierto a ellas.
Luego, por la tarde fuimos a por la Compostela, a visitar la catedral y a abrazar al apostol. Aquello me empezaba a recordar a mis vacaciones tradicionales: edificios hermosos, historia, arte, compartir la cultura de mis antepasados, … Pero, de pronto, al abrazar al apostol, me vi sorprendido por una avalancha de sensaciones que me llegaron sin esperarlas, se superpusieron en mí todas las experiencias del camino en un instante y me di cuenta de lo importante que son para el hombre los símbolos.
Encontramos allí a Vincent y a las dos parejas jóvenes con las que habíamos coincidido en días anteriores. Fue bonito este encuentro y esta despedida. Hasta aquí nos habíamos despedido cada día con la casi certeza de que volveríamos a vernos alguno de los días siguientes Ahora nos despedíamos con la casi certeza de que no nos volveríamos a ver y se nos iluminaron las miradas en el último abrazo.
Después nos tomamos Enrique y yo un Martini para reposar las emociones.
Volvimos al albergue. De nuevo, conversación con Diego, que nos cuenta todas las dificultades que tuvo que superar, todo lo que tuvo que trabajar para montar el albergue y todo lo que le ayudaron sus vecinos. Diego trasmite verdad y creo que esa es de las pocas cosas a las que el ser humano no se puede resistir.
Yo me voy a dormir y ellos se quedan en la puerta de la calle hablando. Antes, unos chicos muy jóvenes de Madrid que tenían cama desde temprano se las han cedido a una mujer que llegó arde con su hijo y no tenía donde quedarse. Ellos dormirán en una colchoneta en el suelo de la cocina, junto con otros que llegaron tarde también y no encontraron sitio tampoco. Les reconocemos el gesto a los chicos cuando nos lo contaron. Ellos le quitaron importancia con toda naturalidad. Encontrarse con lo mejor del ser humano en gente que tiene uno al lado estos días me hace entrar en contacto también con lo mejor de mí y siento que no quiero salir de esta zona de mí nunca más.
Me gusta terminar el día comentando con los niños todo lo bueno que éste me ha deparado y, sobre todo, con Gloria, porque me hace sentir cómo vive también en primera persona muchas de estas experiencias.

Me meto en la cama y me arrebujo en el saco. Hoy ha sido muy especial y quiero cerrar las persianas del día haciéndolo rodar una y otra vez por los sentimientos hasta que el sueño llegue.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Noveno día. 14 de agosto de 2013. Santa Irene, O Pino.


Anoche dormí bien hasta las tres y media, pero luego lo hice en el sofá hasta las cinco en que me levanté definitivamente. Me fui al sofá porque me tocó la cama de arriba en la litera y, al bajar para ir al servicio, estuvo a punto de darme un calambre. Temí que al volver a subir y bajar terminara por darme, definitivamente, y que se fueran al traste mis ganas de llegar a Santiago. De todas formas con la ayuda de la almohada y de una silla conseguí dormir bastante bien allí.
Como hay tanta gente en Arzúa, decidí salir muy temprano. Aun así, ya encontré muchos peregrinos andando a esas horas.
Al salir de Arzúa, hay que subir algunas pendientes muy fuertes y, desde arriba, pude recrearme en un amanecer precioso. El horizonte estaba lejos, al fondo de un valle extenso. Al final, se veían unas montañas muy distantes tras de las que salía el sol.
Mientras subía entre tanta gente, me resultó muy agradable cruzarme con muchos de ellos. Vi una escena que me emocionó. Dos parejas empujaban un carrito cada una, cuesta arriba. En un carro iba una niña de unos nueve años, en el otro, dos algo más pequeñas. El padre empujaba el carro y, por momentos, la madre empujaba al padre. Ver gente así me recuerda que no todos somos igual de mediocres, que hay gente que es capaz de hacer cosas así, de disfrutar del camino aun con hijos pequeños, que esos niños crecerán viendo esto que hacen sus padres como algo normal y, seguramente, con ellos, el mundo seguirá teniendo gente que salga de esta insoportable monotonía a la que continuamente nos quieren empujar. Al ver a estas dos parejas, mi emoción fue tan intensa que tuve que llamar a Gloria para compartirla.
Los pies no me molestaban mucho y fui adelantando a gente poco a poco hasta conseguir encontrarme durante mucho tiempo bastante solo.
La etapa era corta y a las diez me encontré en la carretera con Enrique, junto a un bar. Allí nos tomamos un café y nos dijeron que estábamos a menos de un quilómetro del primer albergue, Santa Irene, y a tres del siguiente, en Arca.
No podíamos creer que hubiésemos llegado tan pronto. Decidimos quedarnos en el primero, en Santa Irene. Al llegar, éramos los primeros y debíamos esperar allí hasta la una a que lo abrieran.
Fue una espera tranquila, descansando al sol, alternando la lectura con la conversación. Me quité los zapatos y mis pies se sintieron muy descansados, aunque hoy recorté las zapatillas antes de salir para dejar más espacio a los dedos pequeños y ¡cómo lo han agradecido! Ojalá hubiera tenido esa idea mucho antes.
Junto al albergue, una monja y un joven daban ánimos y conversación a los peregrinos y sellaban la credencial a quien así lo quería. Esto nos hizo también más llevadera la espera.
Algunos se detenían y hablaban con nosotros un momento sin atreverse a quedarse porque el albergue está en medio del campo, junto a la carretera; pero lejos de todo salvo de un par de bares que hay a unos seiscientos metros.
Esta tranquilidad, frente a las aglomeraciones de los albergues del pueblo, es lo que nos hizo decidirnos a Enrique y a mí por quedarnos en él.
Antes de que llegara la hospitalera, una pareja de americanos se detuvo casi sin saludar para alojarse aquí también.
A la una, por fin, abrió el albergue. La monja y la hospitalera se mostraron muy amables con nosotros, aunque el chico americano tuvo varios gestos despectivos con Enrique que parecían tener que ver con que nosotros no supiéramos inglés.
El albergue está recién inaugurado y todo es completamente nuevo. Poco a poco va llegando gente y, al final del día,  está lleno. Todos son peregrinos de otros caminos, por lo que no conocemos a ninguno.
Hacia las tres, Enrique y yo fuimos a almorzar al bar. Los dueños eran gente muy amable y nos prepararon, incluso, unos bocadillos para la cena con lo que nos sobró del almuerzo. Es estupendo encontrar gente así.
Por la tarde, mientras escribía un rato, un señor belga me preguntó cómo se decía en español: “Le petit roi courageux du chemin”. Quería saberlo para mandarle un regalo a un niño que había conocido haciendo el camino. Comenzamos a hablar en francés y estuvimos haciéndolo un rato largo. Me contó la vida de sus hijos, me habló de su mujer, de su nueva casa, …
Más tarde se incorporó a la conversación una pareja de vascos muy simpática, mientras los americanos seguían haciendo, de vez en cuando, desplantes. Un grupo de franceses - una señora con su hijo, un joven de unos veinte años y la que podría ser la tía del chico o una buena amiga de la familia- había aparecido por la cocina un par de veces con una actitud en la que parecían burlarse en su lengua de alguno de nosotros.Veo todo esto con distancia y consigo aplicarme sin dificultad otra enseñanza de estos días:  no dejo que me estropee el día, ni el momento siquiera, la actitud de gente que no me gusta. No los conozco, no puedo, siquiera, hablar con ellos del asunto; ni puedo cambiarlos ni tengo derecho a ello, por más que no me gusten o, más exactamente, por más que no me guste lo que hacen. Lo mismo procuraré aplicar a las situaciones en que me ocurra algo similar. Creo que todo lo inútil que nos ocupa, termina restándonos energía y alegría para aquello en que sí podemos ser útiles y para aquello que de verdad nos importa.
Salí a pasear alrededor del albergue, el edificio es precioso, fue ayuntamiento de O Pino, el municipio al que pertenece Santa Irene, y luego escuela. Es una especie de casa de campo, aunque pase tan cerca la carretera, aquí estamos en medio del campo. En un banco de piedra me despido de la jornada y de los míos por teléfono al atardecer.
Va apaciguándose el día al ritmo que va marcando el sol en su caída, como un director que fuera suavizando la música de su orquesta lenta, muy lentamente, hasta llegar a la paz absoluta.

Antes de acostarme, aún estuve leyendo un buen rato en la cocina. Me acompañaban los franceses, que parecían seguir intercalando en su conversación bromas sobre algunos peregrinos, sintiéndose refugiados en la ininteligibilidad de su lengua extranjera. Entonces puse en práctica mi enseñanza: no me van a estropear esta paz, así que primero desaparecieron de mi mente, luego desaparecieron de mi vista y, finalmente, ya en la cama, desapareció todo fundido en negro con una sonrisa.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Octavo día. 13 de agosto de 2013. Arzúa.


            Hoy también me he levantado temprano, aunque el tiempo que necesité para preparar mis pies antes de salir me retrasó bastante la hora de la salida.
            Despertar y salir a este claustro de noche, solo es como colarse por las rendijas del tiempo en otra época. El rumor del aire que recorre las arcadas lo envuelve todo produciéndome, sin embargo, una extraña sensación de pertenencia, de aquí y ahora, de presente intenso.
            Desayuné con José Antonio y su grupo de enfermeros. Ellos salieron antes. Una curiosa chica holandesa que compartió dormitorio con nosotros llegó al comedor y, mientras desayunaba, metía los pies en una palangana de agua con sal.
            Salgo por fin, empieza a clarear en la calle, miro desde lejos, por última vez, la majestuosidad de estas piedras y la veo recortada en negro contra el cielo aún oscuro.
            Debo parar un par de veces para quitarme los zapatos y los calcetines en los primeros metros porque no acabo de encontrarme bien con los pies. Hay un chico, Paco, que quiere quedarse conmigo. Él hace el camino porque tuvo un tumor que terminó resultando mejor de lo que todos esperaban. Lo hace como una especie de promesa de agradecimiento. Lo convenzo para que siga él, porque yo no sé cómo voy a terminar yendo hoy con los pies y porque prefiero hacer solo todo el camino que pueda. Me gusta mucho, sin embargo, el detalle del muchacho. Es un chaval curioso, lo conocí anteayer y me contaba que después de haberlo pasado tan mal había decidido disfrutar de la vida todo lo que pudiera. Bromeaba diciendo que había traído al camino dos cajas de no sé cuántos preservativos cada una, y que las llevaba de vuelta sin abrir.
            Por fin parece que se me van calentando los pies y comienzo a andar. Ya, casi, ha amanecido. El camino transcurre entre prados amables y extensos. Luego, los senderos se van alternando con tramos de carretera y al fondo se deja ver un valle ondulado que se pierde en el horizonte.
            El día está nublado. Algunas ermitas con sus cementerios adosados advierten del paso por pueblos y aldeas muy pequeñas.
            En algunos tramos siguen apareciendo bosques de pinos y, sobre todo, de eucaliptos; pero lo llano de estas tierras hace que éstos parezcan menos impresionantes que los que crucé en los días anteriores.
            En algunas zonas se puede ver hoy, como otras jornadas, perfectamente, el efecto devastador de incendios recientes. También se ve la parte que está recién plantada para repoblarla lo antes posible.. Áreas en que el árbol es notablemente más bajo y en que la tonalidad del verde es mucho más clara, más tierna, nos insinúan la juventud de los mismos. Todo esto produce en el paisaje una alternancia curiosa de distintas etapas en la evolución de la vida del bosque.
            Continúan las fuentes, los cursos de agua, las pequeñas aldeas. Hoy la etapa termina en Arzúa, allí se unen ya casi todos los distintos Caminos de Santiago, para seguir juntos hasta Compostela. Me dicen que la afluencia de los peregrinos del camino francés es muy grande y que, a partir de mañana, se pierde por completo esta tranquilidad de la que hemos disfrutado todos estos días.
            Según avanzan los kilómetros, mis pies se van resintiendo y el dolor, por momentos se hace muy intenso. Entonces, fijarme en una flor curiosa, recogerla en una foto para enviar el ramo más hermoso posible de cada día, observar un hórreo antiguo, muy antiguo, que sigue en uso, cruzar por la vida sin prisas de los paisanos de estas aldeas tan dispersas sin que ellos parezcan advertirlo; consiguen distraer mi atención para no pensar continuamente en el dolor. Cuando observo esto, tengo la impresión de que el cuerpo, cuando no se le presta atención a sus quejas, deja de protestar, deja de pedirnos que lo escuchemos y pone otros mecanismos en marcha para solucionar el problema sin la intervención de nuestro cuidado. Y es que, desde el primer día, ocurre lo mismo: el dolor se concentra en una zona, se hace cada vez más fuerte, hasta que comienza a disminuir y, a veces, pasa a otro lugar del cuerpo, donde actúa de la misma forma. Aquí, solo en medio del campo, no me voy a parar, así que continúo hasta que el dolor se pasa. La necesidad me hace ver, una vez más, cuán grande es nuestra capacidad de sufrimiento; cuánto más grande de lo que creemos a diario y como, casi siempre, es posible dar un paso más, sólo uno y luego sólo otro y sólo otro, …
            Y llego a Arzúa. Allí nos saluda una subida final fuerte, sobre todo para mis pies destrozados. Arriba, ya en el pueblo, un grupo de jóvenes católicos recibe a los peregrinos ofreciéndonos agua, aplaudiéndonos  con gritos de ánimo. Siempre es gratificante ver que hay gente, sobre todo si son jóvenes, que dedican su tiempo voluntariamente a hacer la vida mejor a los demás; pero cuando vienes tan cansado resulta emocionante.
            Efectivamente, según se avanza por las calles y, sobre todo, al llegar a la plaza central, se ve a una gran cantidad de peregrinos.
            Todo está lleno de gente con mochila. Los albergues públicos están llenos y tengo la suerte de encontrar uno detrás de la plaza: el “Vía Láctea”; que, aunque privado, está muy bien de precio y de instalaciones.
            He llegado, de nuevo he conseguido terminar. Hoy estoy muy contento porque en algunos momentos lo he pasado muy mal. Ya sólo quedan dos días para llegar a Santiago y lo que en un principio era sólo un proyecto, algo que me parecía difícil de culminar, hoy lo veo muy cerca.
            Encontrar albergue ha sido una experiencia nueva. Cansado como venía, sin plaza en los albergues públicos, con tanta gente alrededor y un poco perdido y aturdido en un pueblo mucho mayor que los anteriores, me urgía encontrar alojamiento porque detrás de mí continuaba llegando gran cantidad de caminantes que no podía dejar que se me adelantaran y me dejaran sin lugar para dormir. Es, quizás, lo que menos me gusta del camino, esa competencia que se establece entre los peregrinos por encontrar plaza al final de la jornada; aunque también es estimulante, es un reto, es algo que no nos permite engañarnos, que nos recuerda que seguimos en este mundo.
            Entonces me di cuenta de otra de las enseñanzas de estos días: para solucionar cualquier cosa, como ocurre con el camino,  hay que echar a andar, hay que dar el primer paso, y luego el segundo, y luego el tercero y así sucesivamente. Y así lo hice,  y así sigo haciéndolo con la confianza que da ahora ver cómo de esta manera, en una semana, llevo recorridos tantos quilómetros ya.
            He cogido la cama en el albergue y me he tomado la cerveza con la que celebro el final de la etapa,  mientras el teléfono me ayuda, al compartir la alegría del día, a que ésta se multiplique por mucho.
Hoy, la cerveza fue con pulpo, riquísimo –o así me pareció a mí-, porque no he encontrado de dónde viene ese olor a sardina que me persigue desde hace rato.
Luego, descanso, lectura y un café en la plaza con Javi, Paco y Enrique. Aquí siguen los jóvenes animando con juegos y canciones a todo el mundo.
Voy al supermercado, visito las iglesias y la zona más antigua de Arzúa, con algunas construcciones muy curiosas.
Ceno, aún con el sol fuera, en el patio del albergue. Me llama la atención el que en este albergue la gente apenas se saluda. Cada uno parece ir por su lado y no sé si es porque al ser privado la gente se refugia de nuevo en su individualidad anónima. Quizás, al tener un encargado a quien dirigirte para que te resuelva los problemas, ya no tienes esa sensación de necesidad de apoyo de los demás y, por tanto, de solidaridad con ellos. Aquí, aunque las estancias son comunes, no parecen ser compartidas, sino un espacio común donde se sitúan espacios independientes contiguos con divisiones invisibles.
En este asunto, observo también más tarde, que quizás influye el que en este albergue hay bastante gente que ha hecho todo el camino en albergues privados y en hostales. Algunos, incluso, envían las mochilas por servicio de paquetería al destino siguiente y, ya desde aquí, salen con el alojamiento reservado. Es, desde luego, otra forma de hacer el camino muy distinta, una forma en la que me parece que se pierden elementos fundamentales del mismo.

Se ha hecho de noche. Va terminando el día con la placidez con que ocurre esto desde que empecé a caminar. Salgo a la calle, hay una plazoleta cerca y me gusta sentir este fresco que es casi frío. Aquí, me despido por teléfono de Inés , de Andrés, de Gloria … Y sus palabras, junto a las risas de algunos peregrinos muy jóvenes que juegan tendidos en el suelo allá a lo lejos,  me hacen sentir en plenitud.

martes, 2 de diciembre de 2014

Séptimo día. 12 de agosto de 2013. Sobrado dos Monxes.


De nuevo me pongo en marcha muy temprano. El movimiento en el dormitorio empieza muy pronto hoy también, porque algunos pretenden hacer una etapa muy larga, hasta Sobrado dos Monxes, de más de 40 kilómetros. Yo voy a Miraz, son sólo 15 kilómetros, debo cuidar mis pies.
Después del desayuno, me los curo, me vendo bien los dedos pequeños y, a la la calle.
De nuevo es de noche al salir del pueblo, comienza a amanecer antes de entrar en el campo. Continúa siendo un paisaje llano. El sol termina de salir entre un bosque de eucaliptos. Antes, los mensajes terminan de despertarme, de abrirme los ojos a tanta belleza, de abrirme los ojos a tanta vida.
Hace fresco, la niebla se muestra embalsada en los valles esperando a que el sol la toque para despertarla. Al rato de iniciado el camino, me encuentro un bar en una aldea de muy pocas casas. Con buena vista comercial se ha autodenominado “zona de apoyo al peregrino”.
Resulta muy reconfortante entrar en él. Con un café, vuelve al cuerpo su calor natural. Mientras me lo tomo, llega otro peregrino, Javi, de Valencia. Nos sentamos juntos y comentamos alguna cosa sobre el recorrido. Él también hace la etapa corta hasta Miraz. Mientras hablamos, en la pantalla de un ordenador se suceden fotos del lugar. Algunas son del invierno y un gran manto de nieve lo cubre todo..
Al salir nos despedimos y nos deseamos buen camino, le dije que se fuera él por delante porque yo necesitaba tiempo para volver a calentar mis pies. Sin embargo, nos encontramos pronto de nuevo. En una de las pocas casas del lugar hay un señor esculpiendo a golpes de martillo y cincel en el jardín. Nos miramos y nos decidimos a entrar. El señor, muy amable, nos recibió y nos enseñó lo que hacía: era un cruceiro que le había encargado el ayuntamiento. Es curioso cómo se conserva y se continúa en esta zona con la costumbre de proteger al caminante con símbolos religiosos, especialmente el cruceiro. En casi toda España, esa costumbre se perdió hace mucho e, incluso, muchos de estos símbolos que el pasado nos regaló se han ido perdiendo, arrojados al olvido al arreglar un camino o la fachada de una hacienda.
El señor nos permitió pasar a su casa, dondes se entremezclaban obras más pequeñas suyas con guitarras y cintas de casete, con recortes de periódicos y frases originales suyas. Vivía solo allí, en invierno era el único habitante en varios kilómetros, para alejarse del ruido de la ciudad. Había estudiado en la universidad de Cheste, en Valencia. Hablamos de la vida tan fácil que les estamos haciendo a los jóvenes y cómo nos estábamos equivocando con eso, de la vida tan artificial que vamos construyendo desde hace tiempo, …
La conversación fue muy estimulante, como lo fue comprobar de nuevo que cuando no hace cosas diferentes se encuentra a gente diferente; cuando uno hace algo tan interesante como este camino, uno se encuentra a gente interesante que lo hace a uno un poco más interesante.
Chacón, que así se llamaba, nos selló la credencial del peregrino y, como no podía ser de otra forma, su sello no tenía nada que ver con los que nos habían puesto antes, éste iba impreso sobre cera derretida, cosa de artistas.
Antes de encontrar a Javi, había estado hoy también cantando un buen rato. Mientras cantaba, iba pensando que, quizás, una cosa que me gustaba mucho de estos días era que no distraía mi mente con esa cantidad de cosas superfluas con las que, a diario, nos alejamos de las que realmente nos gustan. Y cómo nos ocupamos de personas y asuntos que, aunque a veces puedan disgustarnos realmente, no está en nuestra mano influir en ellos, cambiarlos y a los que, además, en la mayor parte de los casos, no tenemos derecho a cambiar por mucho que nos disgusten.
Salimos de casa de Chacón y ya seguimos el camino hasta Miraz Javi y yo, los dos juntos.
Fuimos comentando nuestras impresiones sobre Chacón. Javi me fue contando algunas cosas sobre su vida y sobre su visión del camino, que se parece bastante a la mía.
Llegamos casi sin darnos cuenta a Miraz. Eran las diez de la mañana y , casi sin darnos cuenta, habíamos sido los primeros en llegar. Allí sólo había cuatro o cinco casas, un bar y el albergue, que no abría hasta la una de la tarde. Nos encontrábamos muy bien de piernas y nos animamos a seguir hasta Sobrado. Eran 26 kilómetros más, pero nos animó también a hacerlo el reto de completar una etapa de más de cuarenta kilómetros.
A partir de allí, pasamos por una curiosa zona de enormes peñas negras que se apilaban junto al camino y que parecían extraídas de allí mismo, del suelo, por lo que aquella zona bien podría ser una cantera de piedra de la que se usaba en la construcción de las casas de la zona.
Pasado el medio día, descansamos en una pequeña venta del camino, allí, completamente sola en medio del monte hasta donde el camino nos había ido subiendo, parecía un lugar como de otro mundo.
En la puerta, al fresco de un sombrajo, nos comimos un bocadillo de pan casero y queso hecho también allí, en la casa.
Allí paró también una pareja de peregrinos extranjeros que se limitó a saludar y despedirse.
Después del descanso, retomamos el camino con la alegría contenida de ver cómo íbamos superando el desafío de aquella etapa tan larga.
El sendero subía y bajaba por un campo más abierto que los días anteriores y las aldeas y las fincas estaban mucho más dispersas. Era, sin embargo, un paisaje también bonito, menos mágico, menos distinto, pero también bonito.
Javi y yo comentábamos que nos parecía que entre los gallegos había como dos grandes grupos: unos eran bastante amables en general, pero había otros muy hoscos que veían al peregrino como algo extraño que se colaba en sus vidas sin permiso. En general, parecen ver El Camino como algo ajeno a ellos, que pasa junto a sus casas, que les puede ofrecer algún negocio, pero ajeno a ellos; algo para gente de fuera; de hecho, son muy pocos los gallegos que encontramos haciendo El Camino, aunque muchos de ellos no conozcan estos parajes por donde ni siquiera los coches, en muchos casos, pueden pasar.
En los últimos quilómetros había tres subidas muy duras y a Javi se le atragantó la última, pero ya estábamos muy cerca de Sobrado y, tras descansar un poco, llegamos sin problemas. Yo llevaba los pies muy doloridos. Estaba seguro de que en el dedo pequeño del pie izquierdo se me había formado otra ampolla, pero era muy grande el aliciente de llegar a Sobrado, después de haber caminado tanto, y ver al fondo el impresionante monasterio en el que nos quedaríamos a dormir.
Según te acercabas al pueblo, veías arroyos y, ya a la entrada, había un lago bastante grande. El lugar es, evidentemente, ideal para meditar; pero sorprende ver un monasterio tan grande en un lugar tan apartado. Según parece, el pueblo nació al calor de éste para albergar a la gente que trabajaba en él.
Cuando llegamos, a las tres y media de la tarde, ya había bastante gente esperando a que abrieran, lo hacían a las cuatro. No nos esperaban, así que nos alegramos de volver a vernos.
Una vez cogida la cama, los enfermeros amigos de José Antonio me curaron de nuevo. Luego fui a comprar y visité el monasterio. Los dormitorios estaban en uno de los claustros y me produjo una emoción difícil de describir salir de la habitación y sentir que estaba viviendo allí, aunque fuera por unas horas. Me senté a disfrutar el momento sin pensar, sin palabras. En la planta superior estaba la iglesia mayor y había otro claustro donde no había nadie. Los ojos cerrados, el silencio absoluto, la paz de las últimas luces serenas de la tarde fundiéndose con el aire que entra y sale llenándome y vaciándome de todo.
Asistí luego a la misa de los monjes, algunos cantos que resonaban entre aquellas piedras que los devolvían envueltos en la densidad de siglos.
Allí encontré a Enrique, que me invitó a cenar. Es curioso ver a este hombre comportarse entre la gente: halagador, zalamero; pero intolerante y áspero con quien es descortés o con quien parece ignorante.
Ya, de vuelta de la cena, recojo la ropa que dejé tendida y llamo por teléfono. Llamo arrebujado en la penumbra del claustro para compartir con mis hijos y con mi compañera toda esta emoción que produce estar aquí (os tengo que llevar todo esto; no sé cómo, pero sé que lo haré, que os llevaré todas estas sensaciones tan hondas). Los llamé también cuando conseguí terminar la etapa, a mediodía. Hoy ha sido un día de emociones intensas. Compartirlas con ellos, saber que ellos están viviendo todo esto, están disfrutando todo esto, me hace feliz.
Me echo a dormir, por fin. Todavía hay una última cosa hermosa hoy: en la cama que está sobre la mía se acuestan juntos dos peregrinos: un hombre y una mujer. Me da una última alegría el día al ver la incomodidad que prefieren de compartir una cama tan estrecha después de un día tan cansado por estar juntos.

Hoy ha sido un día muy hermoso.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Sexto día. 11 de agosto de 2013. Baamonde.


Hoy desperté temprano también, sobre las cinco y media de la mañana. Desde las cinco comienza el movimiento en el dormitorio. Aunque con sigilo, los peregrinos comienzan a bajar de las literas, las linternas comienzan a alumbrar, el sonido de las cremalleras de los sacos parece querer esconderse sin conseguirlo tras las sombras de la noche, las mochilas se arrastran como andando de puntillas, …
En el albergue, el día ha comenzado y yo prefiero levantarme ya a estar despertando a cada instante.
Enrique ya está en pie también y me pide un capuchino. Nos tomamos uno cada uno y el calor de hogar que sube con el aroma del café por el humo que me envuelve la cara, me termina de devolver definitivamente a la vida.
Al salir, como cada día, intercambio un mensaje con mi compañera y siento cómo aumenta la emoción, al compartirla, del inicio de cada etapa. Es, posiblemente, el momento más hermoso de cada día. Salir al silencio fresco de la mañana que todavía no es, ese silencio ahogado por la oscuridad; la luna aún, las estrellas, el mundo puesto sólo para ti con la promesa de tantas cosas: de un amanecer hermoso, en un lugar, seguramente, muy bonito, donde no lo has visto nunca antes, donde no has estado nunca antes; la esperanza de superar una nueva prueba para mis pies; la certeza de haber comenzado una nueva etapa.
Hoy es el cumpleaños de Andrés y le pongo temprano un mensaje felicitándolo. Me gusta pensar lo que le ilusionará hoy ver llegar todos esos mensajes de felicitación y pienso en lo que me gustaría que mis hijos vivieran esta experiencia algún día.
Al salir tuve que detenerme un par de veces porque los pies me molestaban mucho. Sin embargo, después, al calentarse, me he sentido bien todo el día.
La etapa ha sido llana, ha transcurrido entre pequeñas aldeas, entre prados, entre cursos de agua, … Hoy he cantado mucho. Estos paisajes han hecho que aparezcan en mi boca todas las sensaciones que me producía n y todas las que me evocaban en forma de canción improvisada.
Me llamó hoy también la atención la gran cantidad de cementerios que se encuentran en esta zona. La mayoría son cementerios abiertos. Situados junto a la iglesia del lugar, el cementerio se abre a la calle o, a lo sumo, se cierra en algunos casos con una pequeña cancela, quedando, en cualquier caso, perfectamente a la vista y a pie de calle todo él. Estos paisajes y esta forma de contacto cotidiano con la muerte me transportan a otros tiempos, a unos tiempos que yo no viví y en los que la muerte era, según nos han contado nuestros mayores, una parte más de la vida; una parte que, aunque negativa, se manifestaba habitualmente en las familias y que, curiosamente, nos hacían estar más atados a la vida, vivir la vida más intensamente, sin tantos miedos.
Aunque son pocos, muy pocos, los niños y los jóvenes que se ven en estas aldeas, los que hay juegan entre animales y ríos, entre campos y pájaros, entre lápidas y cielos infinitos. De qué manera tan distinta se tiene que ir configurando la masa de un niño aquí de como lo hace en lugares más grandes, más masificados, con más prisa.
Pasar por aquí, caminar por aquí, pasear –casi- aquí, me recuerda que cuando yo me he sentido realmente a gusto en un lugar de vacaciones, siempre he deseado volver allí no a visitarlo, sino a vivirlo, aunque sólo sea unos pocos días; a pasear sin prisa, sólo disfrutando de lo que me encuentre al paso sin tener que ir buscando una lista de lugares que debo ver y que me impide, justamente, disfrutar de ellos. Creo que esto que hago estos días se parece mucho a eso que yo he deseado hacer en todos esos sitios que me gustaron antes. Sentir las cosas al ritmo natural del hombre, al ritmo del caminar sin ninguna prisa, por el mero placer de hacerlo.
De pronto me llaman la atención las flores y las vallas de algunas parcelas. Las vallas consisten en unos trozos de piedra más o menos rectangulares clavados en el suelo cada pocos centímetros formando una especie de empalizada. Unas flores y unas vallas de piedra que yo no recuerdo haber visto nunca antes o en las que, al menos,  nunca me había fijado.
Y noto cómo el no pensar, el dejarme surcar por estas sensaciones sencillas del presente absoluto, producen en mí una intensa alegría.
De pronto encuentro otra llamada a un tiempo remoto: un edificio en cuya fachada aún reza “Teleclub Bgara”. Está abandonado, pero sigue ahí, en pie y con ese letrero anacrónico que lo hace emocionante en su decadencia.
Poco a poco me voy acercando al final de la etapa. De nuevo he conseguido completarla y recuerdo aquel primer día, tan cercano y que, sin embargo, a fuerza de experiencias interpuestas, me parece ya tan distante, en que pensé que no podría terminar siquiera aquella primera etapa.
Al llegar al albergue de Baamonde, bromeamos con el nombre del pueblo y a los mayores nos sorprende que los más jóvenes sólo consigan identificarlo con un ciclista y no con alguien que “gobernó” este país ¿no hace tanto?
Manolo, el marido de la hospitalera, nos recomienda un bar para tomar cervezas y nos avisa del río que pasa junto al pueblo. De nuevo, paso bastante tiempo hablando con “el grupo de los nueve”. Me siento a gusto entre ellos. Luego, Enrique se viene también con nosotros.
En el pueblo hay un artista local que parece tener un museo muy curioso. Mi intención era ir a verlo, pero después de descansar me fui a pasear y a leer al río. El lugar es un remanso de paz, un parque en el que se combinan a la perfección la naturaleza sin domesticar con algunos merenderos perfectamente integrados.
Al volver al albergue, se me acercó José Antonio Soriano, un joven muy interesante que me habló de su trabajo, de sus amigos, y de cómo estaba haciendo el camino por sus abuelos. Buen tipo José Antonio, me regaló una concha de peregrino y me pidió que rezara por su abuela. Yo le dije que lo haría Inés, mi hija, que estaba mucho más cerca de dios que yo. Nos estrechamos la mano y, cuando me vio los pies, me trajo a unos compañeros suyos de viaje para que me los curaran. José Antonio es profesor de secundaria, sus amigos son enfermeros. No me dejaron que fuera a comprar nada a la farmacia. Todo lo que usaron lo llevaban ellos. El cuidado, la atención y la generosidad con que me cuidaron me recordaron de nuevo que alguna gente es estupenda.

Luego, compré en la tienda y hablé por teléfono sentado al sol hasta que éste se puso. De nuevo siento el privilegio de revivir en estas conversaciones lo mejor de cada día mientras éste, hoy, ahora, ya, se va apagando.