Amanece un
día curioso hoy. Después de tantos días en que esta parte de la jornada ocurría
como por inercia: despertar temprano, prepararlo todo a oscuras, cuidan los
pies, … De pronto, hoy todo eso se ha terminado. Hasta ayer mismo, desde hace
diez días, despertar de madrugada, beber
agua e ir preparándome para salir era el único inicio del día concebible.
Ahora, de pronto, siento que puedo quedarme en la cama un rato más y ya echo de
menos ese despertar que lo desencadenaba todo como un torrente, que te
arrastraba y te metía en el ciclo natural de la vida.
Hoy ya ha
amanecido, son las ocho cuando me levanto. La inercia de todos estos días me
hace repetir el ritual hasta llegar a la calle. Se me hace raro salir sin
mochila, con los pies respirando en chanclas. Todo es mucho más cómodo, pero no
estoy seguro de que me guste más.
He quedado
con Enrique para ir a Finisterre. Está en el bar de enfrente, con Diego.
Tomamos café y salimos hacia la estación para coger el autobús. Andando por las
calles de Santiago nos seguimos sintiendo como peregrinos, pero hoy menos, no del todo.
Ya en el
autobús, la carretera comienza a recorrer la costa. La carretera, por la orilla
va dando vueltas y vueltas como si se
empeñara en mostrarnos cada pueblo desde todos los puntos de vista posibles.
El agua
entra caprichosa en la tierra como jugando con ella, o acaso es la tierra la
que juega con el mar dejándolo entrar, aquí estrecho como un río, como un
brazo; quí ancho y redondo como un lago en forma de vientre. A veces, es la
tierrala que parece abrazar al mar y otras, el mar el que abraza a la tierra.
En muchos
pueblos, las barcas se alinean en filas, como formaciones que defendieran su territorio. En otras, aparecen salpicadas
en el agua como pinceladas, como adornos indolentes y un tanto románticos del
lugar. La montaña al fondo, los bosques llegando hasta la orilla, reflejándose
en el agua envueltos por esta amable luz de la mañana, aparecen vaporosas
filtradas por la bruma tenue de estas horas.
Dan ganas de
bajarse del autobús en cada pueblo, en cada playa y envidio a quienes veo
jugando con la arena o en el agua.
Después de
dos horas largas, llegamos a Finisterre y paseando por el pueblo, una señora
nos regaló toda la humanidad que tenía con unas pocas palabras muy sencillas.
Le habíamos preguntado por el faro, nos
había indicado y cuando le agradecimos su amabilidad nos dijo: -Oh, cómo no iba
a hacerlo, si no me costó nada.
Me quedé
sonriendo mirando su sonrisa tranquila y pensé en lo distinto que sería todo
esto si hiciéramos por “el otro” lo que éste necesita cuando a nosotros no nos
cuesta nada.
Qué bien se
siente uno después de un encuentro como éste. Enrique y yo fuimos comentando
esto mientras dejábamos el puesto a la izquierda y nos dirigíamos hacia la
salida del pueblo.
Cuando me
siento invadido por emociones sencillas e intensas como ésta noto físicamente
como si el aire entrase en todo mi cuerpo, como si tocara por dentro cada parte
de mi cuerpo bombeado por los pulmones.
Algunas
iglesias muy bonitas nos van acompañando hasta la salida. Luego, la costa se
empina y, de nuevo andando, vuelvo a disfrutar de recorrer el paisaje al ritmo
del hombre. Pequeños acantilados, entrantes y salientes, van a mi lado mientras
camino. Al fondo, ya se ve el faro que se va acercando poco a poco, dejándome
acostumbrar mis ojos a sus formas, a la del cielo que lo rodea, a la del mar
que se funde con él rotundo. Así, caminando, me voy haciendo poco a poco a la grandiosidad del paisaje y poco a
poco me voy sintiendo fundido con él, integrado en él.
Ya en el
faro, siento la emoción de todos los que pensaron con temor que la tierra
terminaba aquí durante tantos siglos.
Como tantas veces en el camino, me siento parte, no sólo de la tierra, del
paisaje, sino también del tiempo, de la historia. Aquí, no entiendo el mito, lo
vivo, lo siento con el peso del tiempo.
Luego, el
ritual: la piedra con el deseo. Es fácil creer aquí, ante el poderío
indiscutible de la naturaleza que ésta todopoderosa, puede concederte lo que le
pidas.
Antes de
volver me siento todavía un rato, con el mar tremendo bajo los pies y con la
fuerza del viento presente en todo y me gusta esta sensación de pertenencia, de
sentir en mi cuerpo que soy parte de todo esto.
Camino de la
carretera, en un puesto de regalos veo una caracola grande y rústica. Me
hubiera gustado regalarla, pero es muy cara, sí que la cojo, la acerco a mi
oreja y reúno con el rumor del mar lo mejor de mis sentimientos.
De vuelta al
pueblo, comimos una ensalada estupenda en el puerto.
En el
autobús de regreso, la luz de la tarde y el recorrido inverso, volvieron a
mostrarme los mismos pueblos de una forma distinta. Quizás, sin la magia de la
mañana, aparecían ahora más reales, más vivos.
Ya en
Santiago, comentamos el día con Diego y con los chicos de Madrid. Una ducha,
una cerveza en el bar de enfrente donde Diego nos presentaba y nos iba contando
la vida de sus amigos los camareros, muchos de ellos argentinos, y a dormir
temprano. Antes de ir a la cama llamé a casa y tomé estas notas.
Aquí,
delante del papel, me doy cuenta de que muchas de estas vivencias no cobran
forma hasta que no llegan las palabras para dárselas y que algunas palabras,
las más precisas, llegan para darles esta forma en el teléfono, queriendo
compartir todo esto con la gente que me
parece que allí disfruta tanto también
de ello.
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