martes, 16 de diciembre de 2014

Undécimo día. 16 de agosto de 2013. Finisterre.


Amanece un día curioso hoy. Después de tantos días en que esta parte de la jornada ocurría como por inercia: despertar temprano, prepararlo todo a oscuras, cuidan los pies, … De pronto, hoy todo eso se ha terminado. Hasta ayer mismo, desde hace diez días, despertar de madrugada,  beber agua e ir preparándome para salir era el único inicio del día concebible. Ahora, de pronto, siento que puedo quedarme en la cama un rato más y ya echo de menos ese despertar que lo desencadenaba todo como un torrente, que te arrastraba y te metía en el ciclo natural de la vida.
Hoy ya ha amanecido, son las ocho cuando me levanto. La inercia de todos estos días me hace repetir el ritual hasta llegar a la calle. Se me hace raro salir sin mochila, con los pies respirando en chanclas. Todo es mucho más cómodo, pero no estoy seguro de que me guste más.
He quedado con Enrique para ir a Finisterre. Está en el bar de enfrente, con Diego. Tomamos café y salimos hacia la estación para coger el autobús. Andando por las calles de Santiago nos seguimos sintiendo como peregrinos, pero  hoy menos, no del todo.
Ya en el autobús, la carretera comienza a recorrer la costa. La carretera, por la orilla va dando  vueltas y vueltas como si se empeñara en mostrarnos cada pueblo desde todos los puntos de vista posibles.
El agua entra caprichosa en la tierra como jugando con ella, o acaso es la tierra la que juega con el mar dejándolo entrar, aquí estrecho como un río, como un brazo; quí ancho y redondo como un lago en forma de vientre. A veces, es la tierrala que parece abrazar al mar y otras, el mar el que abraza a la tierra.
En muchos pueblos, las barcas se alinean en filas, como formaciones que defendieran  su territorio. En otras, aparecen salpicadas en el agua como pinceladas, como adornos indolentes y un tanto románticos del lugar. La montaña al fondo, los bosques llegando hasta la orilla, reflejándose en el agua envueltos por esta amable luz de la mañana, aparecen vaporosas filtradas por la bruma tenue de estas horas.
Dan ganas de bajarse del autobús en cada pueblo, en cada playa y envidio a quienes veo jugando con la arena o en el agua.
Después de dos horas largas, llegamos a Finisterre y paseando por el pueblo, una señora nos regaló toda la humanidad que tenía con unas pocas palabras muy sencillas. Le habíamos preguntado  por el faro, nos había indicado y cuando le agradecimos su amabilidad nos dijo: -Oh, cómo no iba a hacerlo, si no me costó nada.
Me quedé sonriendo mirando su sonrisa tranquila y pensé en lo distinto que sería todo esto si hiciéramos por “el otro” lo que éste necesita cuando a nosotros no nos cuesta nada.
Qué bien se siente uno después de un encuentro como éste. Enrique y yo fuimos comentando esto mientras dejábamos el puesto a la izquierda y nos dirigíamos hacia la salida del pueblo.
Cuando me siento invadido por emociones sencillas e intensas como ésta noto físicamente como si el aire entrase en todo mi cuerpo, como si tocara por dentro cada parte de mi cuerpo bombeado por los pulmones.
Algunas iglesias muy bonitas nos van acompañando hasta la salida. Luego, la costa se empina y, de nuevo andando, vuelvo a disfrutar de recorrer el paisaje al ritmo del hombre. Pequeños acantilados, entrantes y salientes, van a mi lado mientras camino. Al fondo, ya se ve el faro que se va acercando poco a poco, dejándome acostumbrar mis ojos a sus formas, a la del cielo que lo rodea, a la del mar que se funde con él rotundo. Así, caminando, me voy haciendo poco a  poco a la grandiosidad del paisaje y poco a poco me voy sintiendo fundido con él, integrado en él.
Ya en el faro, siento la emoción de todos los que pensaron con temor que la tierra terminaba aquí  durante tantos siglos. Como tantas veces en el camino, me siento parte, no sólo de la tierra, del paisaje, sino también del tiempo, de la historia. Aquí, no entiendo el mito, lo vivo, lo siento con el peso del tiempo.
Luego, el ritual: la piedra con el deseo. Es fácil creer aquí, ante el poderío indiscutible de la naturaleza que ésta todopoderosa, puede concederte lo que le pidas.
Antes de volver me siento todavía un rato, con el mar tremendo bajo los pies y con la fuerza del viento presente en todo y me gusta esta sensación de pertenencia, de sentir en mi cuerpo que soy parte de todo esto.
Camino de la carretera, en un puesto de regalos veo una caracola grande y rústica. Me hubiera gustado regalarla, pero es muy cara, sí que la cojo, la acerco a mi oreja y reúno con el rumor del mar lo mejor de mis sentimientos.
De vuelta al pueblo, comimos una ensalada estupenda en el puerto.
En el autobús de regreso, la luz de la tarde y el recorrido inverso, volvieron a mostrarme los mismos pueblos de una forma distinta. Quizás, sin la magia de la mañana, aparecían ahora más reales, más vivos.
Ya en Santiago, comentamos el día con Diego y con los chicos de Madrid. Una ducha, una cerveza en el bar de enfrente donde Diego nos presentaba y nos iba contando la vida de sus amigos los camareros, muchos de ellos argentinos, y a dormir temprano. Antes de ir a la cama llamé a casa y tomé estas notas.

Aquí, delante del papel, me doy cuenta de que muchas de estas vivencias no cobran forma hasta que no llegan las palabras para dárselas y que algunas palabras, las más precisas, llegan para darles esta forma en el teléfono, queriendo compartir todo esto  con la gente que me parece que  allí disfruta tanto también de ello.

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