Anoche dormí bien hasta las tres y media, pero luego lo hice
en el sofá hasta las cinco en que me levanté definitivamente. Me fui al sofá porque
me tocó la cama de arriba en la litera y, al bajar para ir al servicio, estuvo
a punto de darme un calambre. Temí que al volver a subir y bajar terminara por
darme, definitivamente, y que se fueran al traste mis ganas de llegar a
Santiago. De todas formas con la ayuda de la almohada y de una silla conseguí
dormir bastante bien allí.
Como hay tanta gente en Arzúa, decidí salir muy temprano. Aun
así, ya encontré muchos peregrinos andando a esas horas.
Al salir de Arzúa, hay que subir algunas pendientes muy
fuertes y, desde arriba, pude recrearme en un amanecer precioso. El horizonte
estaba lejos, al fondo de un valle extenso. Al final, se veían unas montañas
muy distantes tras de las que salía el sol.
Mientras subía entre tanta gente, me resultó muy
agradable cruzarme con muchos de ellos. Vi una escena que me emocionó. Dos parejas
empujaban un carrito cada una, cuesta arriba. En un carro iba una niña de unos
nueve años, en el otro, dos algo más pequeñas. El padre empujaba el carro y,
por momentos, la madre empujaba al padre. Ver gente así me recuerda que no
todos somos igual de mediocres, que hay gente que es capaz de hacer cosas así,
de disfrutar del camino aun con hijos pequeños, que esos niños crecerán viendo
esto que hacen sus padres como algo normal y, seguramente, con ellos, el mundo
seguirá teniendo gente que salga de esta insoportable monotonía a la que
continuamente nos quieren empujar. Al ver a estas dos parejas, mi emoción fue
tan intensa que tuve que llamar a Gloria para compartirla.
Los pies no me molestaban mucho y fui adelantando a gente
poco a poco hasta conseguir encontrarme durante mucho tiempo bastante solo.
La etapa era corta y a las diez me encontré en la carretera
con Enrique, junto a un bar. Allí nos tomamos un café y nos dijeron que
estábamos a menos de un quilómetro del primer albergue, Santa Irene, y a tres
del siguiente, en Arca.
No podíamos creer que hubiésemos llegado tan pronto.
Decidimos quedarnos en el primero, en Santa Irene. Al llegar, éramos los
primeros y debíamos esperar allí hasta la una a que lo abrieran.
Fue una espera tranquila, descansando al sol, alternando la
lectura con la conversación. Me quité los zapatos y mis pies se sintieron muy
descansados, aunque hoy recorté las zapatillas antes de salir para dejar más
espacio a los dedos pequeños y ¡cómo lo han agradecido! Ojalá hubiera tenido esa
idea mucho antes.
Junto al albergue, una monja y un joven daban ánimos y
conversación a los peregrinos y sellaban la credencial a quien así lo quería.
Esto nos hizo también más llevadera la espera.
Algunos se detenían y hablaban con nosotros un momento sin
atreverse a quedarse porque el albergue está en medio del campo, junto a la
carretera; pero lejos de todo salvo de un par de bares que hay a unos
seiscientos metros.
Esta tranquilidad, frente a las aglomeraciones de los
albergues del pueblo, es lo que nos hizo decidirnos a Enrique y a mí por
quedarnos en él.
Antes de que llegara la hospitalera, una pareja de americanos
se detuvo casi sin saludar para alojarse aquí también.
A la una, por fin, abrió el albergue. La monja y la
hospitalera se mostraron muy amables con nosotros, aunque el chico americano
tuvo varios gestos despectivos con Enrique que parecían tener que ver con que
nosotros no supiéramos inglés.
El albergue está recién inaugurado y todo es completamente
nuevo. Poco a poco va llegando gente y, al final del día, está lleno. Todos son peregrinos de otros
caminos, por lo que no conocemos a ninguno.
Hacia las tres, Enrique y yo fuimos a almorzar al bar. Los
dueños eran gente muy amable y nos prepararon, incluso, unos bocadillos para la
cena con lo que nos sobró del almuerzo. Es estupendo encontrar gente así.
Por la tarde, mientras escribía un rato, un señor belga me
preguntó cómo se decía en español: “Le petit roi courageux du chemin”. Quería
saberlo para mandarle un regalo a un niño que había conocido haciendo el
camino. Comenzamos a hablar en francés y estuvimos haciéndolo un rato largo. Me
contó la vida de sus hijos, me habló de su mujer, de su nueva casa, …
Más tarde se incorporó a la conversación una pareja de vascos
muy simpática, mientras los americanos seguían haciendo, de vez en cuando,
desplantes. Un grupo de franceses - una señora con su hijo, un joven de unos
veinte años y la que podría ser la tía del chico o una buena amiga de la
familia- había aparecido por la cocina un par de veces con una actitud en la
que parecían burlarse en su lengua de alguno de nosotros.Veo todo esto con distancia y consigo aplicarme sin
dificultad otra enseñanza de estos días:
no dejo que me estropee el día, ni el momento siquiera, la actitud de
gente que no me gusta. No los conozco, no puedo, siquiera, hablar con ellos del
asunto; ni puedo cambiarlos ni tengo derecho a ello, por más que no me gusten o, más exactamente, por más que no me guste lo que hacen. Lo mismo procuraré aplicar a las situaciones en que
me ocurra algo similar. Creo que todo lo inútil que nos ocupa, termina
restándonos energía y alegría para aquello en que sí podemos ser útiles y para aquello que de verdad nos importa.
Salí a pasear alrededor del albergue, el edificio es
precioso, fue ayuntamiento de O Pino, el municipio al que pertenece Santa
Irene, y luego escuela. Es una especie de casa de campo, aunque pase tan cerca
la carretera, aquí estamos en medio del campo. En un banco de piedra me despido
de la jornada y de los míos por teléfono al atardecer.
Va apaciguándose el día al ritmo que va marcando el sol en su
caída, como un director que fuera suavizando la música de su orquesta lenta,
muy lentamente, hasta llegar a la paz absoluta.
Antes de acostarme, aún estuve leyendo un buen rato en la
cocina. Me acompañaban los franceses, que parecían seguir intercalando en su
conversación bromas sobre algunos peregrinos, sintiéndose refugiados en la
ininteligibilidad de su lengua extranjera. Entonces puse en práctica mi
enseñanza: no me van a estropear esta paz, así que primero desaparecieron de mi
mente, luego desaparecieron de mi vista y, finalmente, ya en la cama,
desapareció todo fundido en negro con una sonrisa.
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