martes, 16 de diciembre de 2014

Duodécimo día. 17 de agosto de 2013. El regreso: Santiago-Madrid-Sevilla (NH).


            Amanece el último día. Qué extraño se me hace pensar que a partir de mañana todo lo que ha venido ocurriendo estos días se irá colocando en las estanterías del recuerdo, que esta sensación de presente tan absoluta que he tenido estos días continuamente irá dejando poco a poco de serlo.

            Necesito hoy estar solo, recuperar todas mis sensaciones sin interferencias. Esta noche cojo el autobús de regreso y, después de desayunar, me pierdo por las calles de Santiago, por los rincones que conocía y, sobre todo, por los que no conozco.

            Me acompaña esta curiosa sensación de irrealidad que tienen las ciudades los fines de semana en estas horas tan tempranas en que apenas hay nadie por la calle. Estas horas en que todo parece estar dispuesto sólo para ti. Me gusta mucho este sabor a piedra y madera tan antiguo que tiene esta ciudad. Me gusta ver que el centro está compuesto por viviendas modestas muy populares. Desde luego, Santiago no está hecha para las postales, sino para los ojos del caminante.

            En la parte alta encuentro un antiguo monasterio rodeado por su cementerio y una especie de enorme prado entre sus muros que parece terminar convirtiéndose en un jardín o en un parque allá a lo lejos.

            En esta inmensidad de silencio, de piedras y de años, la soledad me hace sentir la humildad, la pequeñez de nuestras vidas particulares.

            Rodeado por todo esto, me siento en la escalinata de una iglesia con el monte, con el valle, con el prado y  los bosques delante, al fondo, a lo lejos, detrás de la ciudad. Y me doy cuenta de cuánta paciencia hizo falta para traer el mundo hasta aquí, de cuánta humildad inconsciente hizo falta para que lluvia a lluvia, sol a sol, estos prados llegaran a ser como son hoy. Cuántos años para ir depositando cada una de estas piedras una sobre las otras hasta hacer lugares como éste en que yo me sobrecojo ahora. Cuántos sacrificios, cuántos errores, cuántas rectificaciones, cuántos esfuerzos, para llegar hasta aquí.

            Qué lección de humildad estoy sintiendo en estos momentos. Esto no lo hizo nadie solo, ni se hizo en una vida sólo. Apenas nos quedaron dos o tres nombres de la relación interminable de hombres y mujeres que trajeron trepando por los siglos todo esto hasta aquí. Y siento la responsabilidad que supone para cada uno de nosotros continuar este colosal proyecto poniendo nuestro granito de arena, tan insignificante y tan importante a la vez, para que todo esto siga adelante no sólo para nuestros hijos, sino para todos esos que dentro de miles de años no sabrán quiénes fuimos.

            Intento recuperarme de esta emoción tan intensa bajando hacia la catedral. Veo llegar peregrinos que finalizan hoy su camino y me cruzo en mi itinerario con otros que aún no han llegado. Es curioso, los miro como los miraba estos días pasados y  me sorprende que no reconozcan en mí a un caminante como ellos, pero yo ya no llevo mochila, no llevo bastón, ni el sudor alhaja mi frente. Se respira en todo Santiago ese gozo por haber llegado, por haber cumplido el reto y se contagia por todos lados.

            Hago aquí un paréntesis en este diario e inserto un correo que recibí de mi amiga Belén después de regresar del camino, ya en casa. Curiosamente, ella y su familia también estuvieron en Santiago este verano. Lo incluyo aquí porque creo que ofrece desde otros puntos de vista, el suyo y el de sus hijos, ese espíritu que se vive en esta ciudad estos días en que llega tanto peregrino. Este correo, después de regresar a casa, me hizo volver a Santiago y disfrutar de algunas cosas que yo, por una cierta prevención contra el tópico, no había sido capaz de gozar en el momento en que allí estuve. El correo dice así:

“Mi amigo Jesús:
No sabes cuánta alegría me dio ver que habías hecho el Camino. Te contaré mi relación con él este verano, aunque creo que será otra faceta distinta al tuyo. Estuvimos en Santiago; a los niños les llamó mucho la atención la llegada de peregrinos a la plaza del Obradoiro. Fuimos a la misa del peregrino que se celebra a las doce de la mañana; se conoce que hay un registro en el que se apuntan aquellos que han hecho el Camino y figura de dónde son y dónde lo iniciaron. La ceremonia la concelebraban varios sacerdotes de distintos continentes y empezaba diciendo que el oficiante iniciaría los rezos en latín y nos pedían que cada uno contestáramos  en nuestra propia lengua. ¡Dios mío, qué maravilla! ¡No sabes lo que para una hija de Antonio Yáñez significa eso! La raíz misma, a la vista de todos, sujetando a las distintas ramas…
Después fueron citando al número de los peregrinos del registro: tantos de Málaga que vienen de León, tantos franceses que vienen desde Roncesvalles, "nosecuántos" de Sevilla que vienen de... un rato larguísimo enumerando a españoles de distintos lugares, a italianos, portugueses, alemanes, italianos, mexicanos… y un indio. ¡Cuánto tiempo nombrando a cuánta gente! Me los imaginaba saliendo a cada uno de sus casas y convergiendo en Santiago con una idea común. Fantástica la universalidad de Iglesia…
Al final de la misa, el botafumeiro: Orgulloso viniendo hacia mí y alejándose; presumiendo ante todos, fuerte y joven como hace desde hace siglos, causando la admiración de los que estábamos dentro; haciéndome sentir pequeña y parte de la historia de la cristiandad.
Salí, como te imaginarás, tremendamente emocionada, era incapaz de hablar…
Por la tarde, cuando nos íbamos de Santiago, pasamos mi hijo Antonio  y yo por un aparcamiento de bicicletas tipo SEVICI en la que no había ninguna, sólo una pintada que decía: “Vinieron por la noche y se llevaron nuestra bicicletas en sus coches” .Él me dijo:
-          Qué raro, creía que en una ciudad con tanta emoción no podían pasar cosas malas.
Un beso.”
          

            Creo que no puedo, que no debo añadir ni una palabra al correo ni a la emoción que me produjo leerlo.

            Así que vuelvo a mi relato de mi último día en Santiago. Busco una fotocopiadora para copiar unos textos suyos que me dejó Diego. Buscándola me cruzo alternativamente con gente amabilísima y con otra que parece tener prisa por que yo le note lo que le fastidia tanto forastero por aquí: qué pronto se nos olvida que eso somos todos en cuanto salimos de nuestro pueblo para ir al pueblo de al lado.

            La encuentro finalmente y regreso al albergue con la certeza de que mis ojos no volverán a ver estas paredes, esta luz, esta gente, en muchos meses, posiblemente, en muchos años. Con esa impresión de despedida que tiene cada uno de los pasos que voy dando en mi camino de vuelta voy intentando tener una sensación de conjunto de estos días.

            Después de una cerveza, de descansar un rato  y de una ducha, recojo mis cosas y con un café me despido de la gente que hay en el albergue. Algunos: Enrique, Diego, los chicos de Madrid, se han incorporado a mi vida; los otros representan a todos los que me he ido encontrando estos días, esos que han ido entrando y saliendo, superponiéndose en distintos lugares y que también han sido muy importantes.

            Me acerco a la estación y me esfuerzo por fundir en el aire que respiro en estos últimos momentos los aires que han envuelto todos los paisajes, todas las luces, todas las gentes y, sobre todo, todas las experiencias personales que he tenido todos estos días.

            Se va acercando el autobús a Madrid y luego a Sevilla, me espera Gloria en la estación, luego Inés, Andrés y mi madre.

            Me gusta sentir su cercanía, me gusta sentir cómo se me va acercando hasta alcanzarme aquel que era yo antes de irme. Me gusta sentir esta fusión que me hace ser aquél y  que me recuerda que algunas cosas han cambiado, posiblemente, de forma irreversible.

            Es curioso, en este camino de vuelta no tengo sensación de regreso y es que quizás no  existan los caminos de regreso, que, incluso los que parecen serlo, son caminos de ida, aunque sólo sea porque cuando regresamos de algún lugar, de alguna experiencia, no somos nunca exactamente los mismos que nos fuimos.


            Al llegar, el calor de Sevilla me trae un regalo inesperado y refrescante. Hay cosas que no han cambiado, hay gente que sigue haciendo regalos con muy poco, … Quizás nosotros, los de entonces, ya no seamos exactamente los mismos, pero sí lo son los sentimientos. Y las ganas de seguir hablando de muchas cosas …

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