martes, 2 de diciembre de 2014

Séptimo día. 12 de agosto de 2013. Sobrado dos Monxes.


De nuevo me pongo en marcha muy temprano. El movimiento en el dormitorio empieza muy pronto hoy también, porque algunos pretenden hacer una etapa muy larga, hasta Sobrado dos Monxes, de más de 40 kilómetros. Yo voy a Miraz, son sólo 15 kilómetros, debo cuidar mis pies.
Después del desayuno, me los curo, me vendo bien los dedos pequeños y, a la la calle.
De nuevo es de noche al salir del pueblo, comienza a amanecer antes de entrar en el campo. Continúa siendo un paisaje llano. El sol termina de salir entre un bosque de eucaliptos. Antes, los mensajes terminan de despertarme, de abrirme los ojos a tanta belleza, de abrirme los ojos a tanta vida.
Hace fresco, la niebla se muestra embalsada en los valles esperando a que el sol la toque para despertarla. Al rato de iniciado el camino, me encuentro un bar en una aldea de muy pocas casas. Con buena vista comercial se ha autodenominado “zona de apoyo al peregrino”.
Resulta muy reconfortante entrar en él. Con un café, vuelve al cuerpo su calor natural. Mientras me lo tomo, llega otro peregrino, Javi, de Valencia. Nos sentamos juntos y comentamos alguna cosa sobre el recorrido. Él también hace la etapa corta hasta Miraz. Mientras hablamos, en la pantalla de un ordenador se suceden fotos del lugar. Algunas son del invierno y un gran manto de nieve lo cubre todo..
Al salir nos despedimos y nos deseamos buen camino, le dije que se fuera él por delante porque yo necesitaba tiempo para volver a calentar mis pies. Sin embargo, nos encontramos pronto de nuevo. En una de las pocas casas del lugar hay un señor esculpiendo a golpes de martillo y cincel en el jardín. Nos miramos y nos decidimos a entrar. El señor, muy amable, nos recibió y nos enseñó lo que hacía: era un cruceiro que le había encargado el ayuntamiento. Es curioso cómo se conserva y se continúa en esta zona con la costumbre de proteger al caminante con símbolos religiosos, especialmente el cruceiro. En casi toda España, esa costumbre se perdió hace mucho e, incluso, muchos de estos símbolos que el pasado nos regaló se han ido perdiendo, arrojados al olvido al arreglar un camino o la fachada de una hacienda.
El señor nos permitió pasar a su casa, dondes se entremezclaban obras más pequeñas suyas con guitarras y cintas de casete, con recortes de periódicos y frases originales suyas. Vivía solo allí, en invierno era el único habitante en varios kilómetros, para alejarse del ruido de la ciudad. Había estudiado en la universidad de Cheste, en Valencia. Hablamos de la vida tan fácil que les estamos haciendo a los jóvenes y cómo nos estábamos equivocando con eso, de la vida tan artificial que vamos construyendo desde hace tiempo, …
La conversación fue muy estimulante, como lo fue comprobar de nuevo que cuando no hace cosas diferentes se encuentra a gente diferente; cuando uno hace algo tan interesante como este camino, uno se encuentra a gente interesante que lo hace a uno un poco más interesante.
Chacón, que así se llamaba, nos selló la credencial del peregrino y, como no podía ser de otra forma, su sello no tenía nada que ver con los que nos habían puesto antes, éste iba impreso sobre cera derretida, cosa de artistas.
Antes de encontrar a Javi, había estado hoy también cantando un buen rato. Mientras cantaba, iba pensando que, quizás, una cosa que me gustaba mucho de estos días era que no distraía mi mente con esa cantidad de cosas superfluas con las que, a diario, nos alejamos de las que realmente nos gustan. Y cómo nos ocupamos de personas y asuntos que, aunque a veces puedan disgustarnos realmente, no está en nuestra mano influir en ellos, cambiarlos y a los que, además, en la mayor parte de los casos, no tenemos derecho a cambiar por mucho que nos disgusten.
Salimos de casa de Chacón y ya seguimos el camino hasta Miraz Javi y yo, los dos juntos.
Fuimos comentando nuestras impresiones sobre Chacón. Javi me fue contando algunas cosas sobre su vida y sobre su visión del camino, que se parece bastante a la mía.
Llegamos casi sin darnos cuenta a Miraz. Eran las diez de la mañana y , casi sin darnos cuenta, habíamos sido los primeros en llegar. Allí sólo había cuatro o cinco casas, un bar y el albergue, que no abría hasta la una de la tarde. Nos encontrábamos muy bien de piernas y nos animamos a seguir hasta Sobrado. Eran 26 kilómetros más, pero nos animó también a hacerlo el reto de completar una etapa de más de cuarenta kilómetros.
A partir de allí, pasamos por una curiosa zona de enormes peñas negras que se apilaban junto al camino y que parecían extraídas de allí mismo, del suelo, por lo que aquella zona bien podría ser una cantera de piedra de la que se usaba en la construcción de las casas de la zona.
Pasado el medio día, descansamos en una pequeña venta del camino, allí, completamente sola en medio del monte hasta donde el camino nos había ido subiendo, parecía un lugar como de otro mundo.
En la puerta, al fresco de un sombrajo, nos comimos un bocadillo de pan casero y queso hecho también allí, en la casa.
Allí paró también una pareja de peregrinos extranjeros que se limitó a saludar y despedirse.
Después del descanso, retomamos el camino con la alegría contenida de ver cómo íbamos superando el desafío de aquella etapa tan larga.
El sendero subía y bajaba por un campo más abierto que los días anteriores y las aldeas y las fincas estaban mucho más dispersas. Era, sin embargo, un paisaje también bonito, menos mágico, menos distinto, pero también bonito.
Javi y yo comentábamos que nos parecía que entre los gallegos había como dos grandes grupos: unos eran bastante amables en general, pero había otros muy hoscos que veían al peregrino como algo extraño que se colaba en sus vidas sin permiso. En general, parecen ver El Camino como algo ajeno a ellos, que pasa junto a sus casas, que les puede ofrecer algún negocio, pero ajeno a ellos; algo para gente de fuera; de hecho, son muy pocos los gallegos que encontramos haciendo El Camino, aunque muchos de ellos no conozcan estos parajes por donde ni siquiera los coches, en muchos casos, pueden pasar.
En los últimos quilómetros había tres subidas muy duras y a Javi se le atragantó la última, pero ya estábamos muy cerca de Sobrado y, tras descansar un poco, llegamos sin problemas. Yo llevaba los pies muy doloridos. Estaba seguro de que en el dedo pequeño del pie izquierdo se me había formado otra ampolla, pero era muy grande el aliciente de llegar a Sobrado, después de haber caminado tanto, y ver al fondo el impresionante monasterio en el que nos quedaríamos a dormir.
Según te acercabas al pueblo, veías arroyos y, ya a la entrada, había un lago bastante grande. El lugar es, evidentemente, ideal para meditar; pero sorprende ver un monasterio tan grande en un lugar tan apartado. Según parece, el pueblo nació al calor de éste para albergar a la gente que trabajaba en él.
Cuando llegamos, a las tres y media de la tarde, ya había bastante gente esperando a que abrieran, lo hacían a las cuatro. No nos esperaban, así que nos alegramos de volver a vernos.
Una vez cogida la cama, los enfermeros amigos de José Antonio me curaron de nuevo. Luego fui a comprar y visité el monasterio. Los dormitorios estaban en uno de los claustros y me produjo una emoción difícil de describir salir de la habitación y sentir que estaba viviendo allí, aunque fuera por unas horas. Me senté a disfrutar el momento sin pensar, sin palabras. En la planta superior estaba la iglesia mayor y había otro claustro donde no había nadie. Los ojos cerrados, el silencio absoluto, la paz de las últimas luces serenas de la tarde fundiéndose con el aire que entra y sale llenándome y vaciándome de todo.
Asistí luego a la misa de los monjes, algunos cantos que resonaban entre aquellas piedras que los devolvían envueltos en la densidad de siglos.
Allí encontré a Enrique, que me invitó a cenar. Es curioso ver a este hombre comportarse entre la gente: halagador, zalamero; pero intolerante y áspero con quien es descortés o con quien parece ignorante.
Ya, de vuelta de la cena, recojo la ropa que dejé tendida y llamo por teléfono. Llamo arrebujado en la penumbra del claustro para compartir con mis hijos y con mi compañera toda esta emoción que produce estar aquí (os tengo que llevar todo esto; no sé cómo, pero sé que lo haré, que os llevaré todas estas sensaciones tan hondas). Los llamé también cuando conseguí terminar la etapa, a mediodía. Hoy ha sido un día de emociones intensas. Compartirlas con ellos, saber que ellos están viviendo todo esto, están disfrutando todo esto, me hace feliz.
Me echo a dormir, por fin. Todavía hay una última cosa hermosa hoy: en la cama que está sobre la mía se acuestan juntos dos peregrinos: un hombre y una mujer. Me da una última alegría el día al ver la incomodidad que prefieren de compartir una cama tan estrecha después de un día tan cansado por estar juntos.

Hoy ha sido un día muy hermoso.

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