Hoy también me he levantado
temprano, aunque el tiempo que necesité para preparar mis pies antes de salir me
retrasó bastante la hora de la salida.
Despertar y salir a este claustro de
noche, solo es como colarse por las rendijas del tiempo en otra época. El rumor
del aire que recorre las arcadas lo envuelve todo produciéndome, sin embargo,
una extraña sensación de pertenencia, de aquí y ahora, de presente intenso.
Desayuné con José Antonio y su grupo
de enfermeros. Ellos salieron antes. Una curiosa chica holandesa que compartió
dormitorio con nosotros llegó al comedor y, mientras desayunaba, metía los pies
en una palangana de agua con sal.
Salgo por fin, empieza a clarear en
la calle, miro desde lejos, por última vez, la majestuosidad de estas piedras y
la veo recortada en negro contra el cielo aún oscuro.
Debo parar un par de veces para
quitarme los zapatos y los calcetines en los primeros metros porque no acabo de
encontrarme bien con los pies. Hay un chico, Paco, que quiere quedarse conmigo.
Él hace el camino porque tuvo un tumor que terminó resultando mejor de lo que
todos esperaban. Lo hace como una especie de promesa de agradecimiento. Lo
convenzo para que siga él, porque yo no sé cómo voy a terminar yendo hoy con
los pies y porque prefiero hacer solo todo el camino que pueda. Me gusta mucho,
sin embargo, el detalle del muchacho. Es un chaval curioso, lo conocí anteayer
y me contaba que después de haberlo pasado tan mal había decidido disfrutar de
la vida todo lo que pudiera. Bromeaba diciendo que había traído al camino dos
cajas de no sé cuántos preservativos cada una, y que las llevaba de vuelta sin
abrir.
Por fin parece que se me van
calentando los pies y comienzo a andar. Ya, casi, ha amanecido. El camino
transcurre entre prados amables y extensos. Luego, los senderos se van
alternando con tramos de carretera y al fondo se deja ver un valle ondulado que
se pierde en el horizonte.
El día está nublado. Algunas ermitas
con sus cementerios adosados advierten del paso por pueblos y aldeas muy
pequeñas.
En algunos tramos siguen apareciendo
bosques de pinos y, sobre todo, de eucaliptos; pero lo llano de estas tierras
hace que éstos parezcan menos impresionantes que los que crucé en los días
anteriores.
En algunas zonas se puede ver hoy,
como otras jornadas, perfectamente, el efecto devastador de incendios
recientes. También se ve la parte que está recién plantada para repoblarla lo
antes posible.. Áreas en que el árbol es notablemente más bajo y en que la tonalidad
del verde es mucho más clara, más tierna, nos insinúan la juventud de los
mismos. Todo esto produce en el paisaje una alternancia curiosa de distintas
etapas en la evolución de la vida del bosque.
Continúan las fuentes, los cursos de
agua, las pequeñas aldeas. Hoy la etapa termina en Arzúa, allí se unen ya casi
todos los distintos Caminos de Santiago, para seguir juntos hasta Compostela.
Me dicen que la afluencia de los peregrinos del camino francés es muy grande y
que, a partir de mañana, se pierde por completo esta tranquilidad de la que
hemos disfrutado todos estos días.
Según avanzan los kilómetros, mis
pies se van resintiendo y el dolor, por momentos se hace muy intenso. Entonces,
fijarme en una flor curiosa, recogerla en una foto para enviar el ramo más
hermoso posible de cada día, observar un hórreo antiguo, muy antiguo, que sigue
en uso, cruzar por la vida sin prisas de los paisanos de estas aldeas tan
dispersas sin que ellos parezcan advertirlo; consiguen distraer mi atención
para no pensar continuamente en el dolor. Cuando observo esto, tengo la
impresión de que el cuerpo, cuando no se le presta atención a sus quejas, deja
de protestar, deja de pedirnos que lo escuchemos y pone otros mecanismos en
marcha para solucionar el problema sin la intervención de nuestro cuidado. Y es
que, desde el primer día, ocurre lo mismo: el dolor se concentra en una zona,
se hace cada vez más fuerte, hasta que comienza a disminuir y, a veces, pasa a
otro lugar del cuerpo, donde actúa de la misma forma. Aquí, solo en medio del
campo, no me voy a parar, así que continúo hasta que el dolor se pasa. La
necesidad me hace ver, una vez más, cuán grande es nuestra capacidad de
sufrimiento; cuánto más grande de lo que creemos a diario y como, casi siempre,
es posible dar un paso más, sólo uno y luego sólo otro y sólo otro, …
Y llego a Arzúa. Allí nos saluda una
subida final fuerte, sobre todo para mis pies destrozados. Arriba, ya en el
pueblo, un grupo de jóvenes católicos recibe a los peregrinos ofreciéndonos
agua, aplaudiéndonos con gritos de
ánimo. Siempre es gratificante ver que hay gente, sobre todo si son jóvenes,
que dedican su tiempo voluntariamente a hacer la vida mejor a los demás; pero
cuando vienes tan cansado resulta emocionante.
Efectivamente, según se avanza por
las calles y, sobre todo, al llegar a la plaza central, se ve a una gran
cantidad de peregrinos.
Todo está lleno de gente con
mochila. Los albergues públicos están llenos y tengo la suerte de encontrar uno
detrás de la plaza: el “Vía Láctea”; que, aunque privado, está muy bien de
precio y de instalaciones.
He llegado, de nuevo he conseguido
terminar. Hoy estoy muy contento porque en algunos momentos lo he pasado muy
mal. Ya sólo quedan dos días para llegar a Santiago y lo que en un principio
era sólo un proyecto, algo que me parecía difícil de culminar, hoy lo veo muy
cerca.
Encontrar albergue ha sido una
experiencia nueva. Cansado como venía, sin plaza en los albergues públicos, con
tanta gente alrededor y un poco perdido y aturdido en un pueblo mucho mayor que
los anteriores, me urgía encontrar alojamiento porque detrás de mí continuaba
llegando gran cantidad de caminantes que no podía dejar que se me adelantaran y
me dejaran sin lugar para dormir. Es, quizás, lo que menos me gusta del camino, esa competencia que se establece entre los peregrinos por encontrar plaza al final de la jornada; aunque también es estimulante, es un reto, es algo que no nos permite engañarnos, que nos recuerda que seguimos en este mundo.
Entonces me di cuenta de otra de las
enseñanzas de estos días: para solucionar cualquier cosa, como ocurre con el
camino, hay que echar a andar, hay que
dar el primer paso, y luego el segundo, y luego el tercero y así sucesivamente.
Y así lo hice, y así sigo haciéndolo con la confianza que da ahora ver cómo de esta manera, en una semana, llevo recorridos tantos quilómetros ya.
He cogido la cama en el albergue y
me he tomado la cerveza con la que celebro el final de la etapa, mientras el teléfono me ayuda, al compartir
la alegría del día, a que ésta se multiplique por mucho.
Hoy, la cerveza fue con pulpo, riquísimo –o así me pareció a
mí-, porque no he encontrado de dónde viene ese olor a sardina que me persigue
desde hace rato.
Luego, descanso, lectura y un café en la plaza con Javi, Paco
y Enrique. Aquí siguen los jóvenes animando con juegos y canciones a todo el
mundo.
Voy al supermercado, visito las iglesias y la zona más
antigua de Arzúa, con algunas construcciones muy curiosas.
Ceno, aún con el sol fuera, en el patio del albergue. Me llama
la atención el que en este albergue la gente apenas se saluda. Cada uno parece
ir por su lado y no sé si es porque al ser privado la gente se refugia de nuevo
en su individualidad anónima. Quizás, al tener un encargado a quien dirigirte
para que te resuelva los problemas, ya no tienes esa sensación de necesidad de
apoyo de los demás y, por tanto, de solidaridad con ellos. Aquí, aunque las
estancias son comunes, no parecen ser compartidas, sino un espacio común donde
se sitúan espacios independientes contiguos con divisiones invisibles.
En este asunto, observo también más tarde, que quizás influye el
que en este albergue hay bastante gente que ha hecho todo el camino en
albergues privados y en hostales. Algunos, incluso, envían las mochilas por
servicio de paquetería al destino siguiente y, ya desde aquí, salen con el
alojamiento reservado. Es, desde luego, otra forma de hacer el camino muy
distinta, una forma en la que me parece que se pierden elementos fundamentales
del mismo.
Se ha hecho de noche. Va terminando el día con la placidez
con que ocurre esto desde que empecé a caminar. Salgo a la calle, hay una
plazoleta cerca y me gusta sentir este fresco que es casi frío. Aquí, me
despido por teléfono de Inés , de Andrés, de Gloria … Y sus palabras, junto a
las risas de algunos peregrinos muy jóvenes que juegan tendidos en el suelo
allá a lo lejos, me hacen sentir en
plenitud.
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