lunes, 1 de diciembre de 2014

Sexto día. 11 de agosto de 2013. Baamonde.


Hoy desperté temprano también, sobre las cinco y media de la mañana. Desde las cinco comienza el movimiento en el dormitorio. Aunque con sigilo, los peregrinos comienzan a bajar de las literas, las linternas comienzan a alumbrar, el sonido de las cremalleras de los sacos parece querer esconderse sin conseguirlo tras las sombras de la noche, las mochilas se arrastran como andando de puntillas, …
En el albergue, el día ha comenzado y yo prefiero levantarme ya a estar despertando a cada instante.
Enrique ya está en pie también y me pide un capuchino. Nos tomamos uno cada uno y el calor de hogar que sube con el aroma del café por el humo que me envuelve la cara, me termina de devolver definitivamente a la vida.
Al salir, como cada día, intercambio un mensaje con mi compañera y siento cómo aumenta la emoción, al compartirla, del inicio de cada etapa. Es, posiblemente, el momento más hermoso de cada día. Salir al silencio fresco de la mañana que todavía no es, ese silencio ahogado por la oscuridad; la luna aún, las estrellas, el mundo puesto sólo para ti con la promesa de tantas cosas: de un amanecer hermoso, en un lugar, seguramente, muy bonito, donde no lo has visto nunca antes, donde no has estado nunca antes; la esperanza de superar una nueva prueba para mis pies; la certeza de haber comenzado una nueva etapa.
Hoy es el cumpleaños de Andrés y le pongo temprano un mensaje felicitándolo. Me gusta pensar lo que le ilusionará hoy ver llegar todos esos mensajes de felicitación y pienso en lo que me gustaría que mis hijos vivieran esta experiencia algún día.
Al salir tuve que detenerme un par de veces porque los pies me molestaban mucho. Sin embargo, después, al calentarse, me he sentido bien todo el día.
La etapa ha sido llana, ha transcurrido entre pequeñas aldeas, entre prados, entre cursos de agua, … Hoy he cantado mucho. Estos paisajes han hecho que aparezcan en mi boca todas las sensaciones que me producía n y todas las que me evocaban en forma de canción improvisada.
Me llamó hoy también la atención la gran cantidad de cementerios que se encuentran en esta zona. La mayoría son cementerios abiertos. Situados junto a la iglesia del lugar, el cementerio se abre a la calle o, a lo sumo, se cierra en algunos casos con una pequeña cancela, quedando, en cualquier caso, perfectamente a la vista y a pie de calle todo él. Estos paisajes y esta forma de contacto cotidiano con la muerte me transportan a otros tiempos, a unos tiempos que yo no viví y en los que la muerte era, según nos han contado nuestros mayores, una parte más de la vida; una parte que, aunque negativa, se manifestaba habitualmente en las familias y que, curiosamente, nos hacían estar más atados a la vida, vivir la vida más intensamente, sin tantos miedos.
Aunque son pocos, muy pocos, los niños y los jóvenes que se ven en estas aldeas, los que hay juegan entre animales y ríos, entre campos y pájaros, entre lápidas y cielos infinitos. De qué manera tan distinta se tiene que ir configurando la masa de un niño aquí de como lo hace en lugares más grandes, más masificados, con más prisa.
Pasar por aquí, caminar por aquí, pasear –casi- aquí, me recuerda que cuando yo me he sentido realmente a gusto en un lugar de vacaciones, siempre he deseado volver allí no a visitarlo, sino a vivirlo, aunque sólo sea unos pocos días; a pasear sin prisa, sólo disfrutando de lo que me encuentre al paso sin tener que ir buscando una lista de lugares que debo ver y que me impide, justamente, disfrutar de ellos. Creo que esto que hago estos días se parece mucho a eso que yo he deseado hacer en todos esos sitios que me gustaron antes. Sentir las cosas al ritmo natural del hombre, al ritmo del caminar sin ninguna prisa, por el mero placer de hacerlo.
De pronto me llaman la atención las flores y las vallas de algunas parcelas. Las vallas consisten en unos trozos de piedra más o menos rectangulares clavados en el suelo cada pocos centímetros formando una especie de empalizada. Unas flores y unas vallas de piedra que yo no recuerdo haber visto nunca antes o en las que, al menos,  nunca me había fijado.
Y noto cómo el no pensar, el dejarme surcar por estas sensaciones sencillas del presente absoluto, producen en mí una intensa alegría.
De pronto encuentro otra llamada a un tiempo remoto: un edificio en cuya fachada aún reza “Teleclub Bgara”. Está abandonado, pero sigue ahí, en pie y con ese letrero anacrónico que lo hace emocionante en su decadencia.
Poco a poco me voy acercando al final de la etapa. De nuevo he conseguido completarla y recuerdo aquel primer día, tan cercano y que, sin embargo, a fuerza de experiencias interpuestas, me parece ya tan distante, en que pensé que no podría terminar siquiera aquella primera etapa.
Al llegar al albergue de Baamonde, bromeamos con el nombre del pueblo y a los mayores nos sorprende que los más jóvenes sólo consigan identificarlo con un ciclista y no con alguien que “gobernó” este país ¿no hace tanto?
Manolo, el marido de la hospitalera, nos recomienda un bar para tomar cervezas y nos avisa del río que pasa junto al pueblo. De nuevo, paso bastante tiempo hablando con “el grupo de los nueve”. Me siento a gusto entre ellos. Luego, Enrique se viene también con nosotros.
En el pueblo hay un artista local que parece tener un museo muy curioso. Mi intención era ir a verlo, pero después de descansar me fui a pasear y a leer al río. El lugar es un remanso de paz, un parque en el que se combinan a la perfección la naturaleza sin domesticar con algunos merenderos perfectamente integrados.
Al volver al albergue, se me acercó José Antonio Soriano, un joven muy interesante que me habló de su trabajo, de sus amigos, y de cómo estaba haciendo el camino por sus abuelos. Buen tipo José Antonio, me regaló una concha de peregrino y me pidió que rezara por su abuela. Yo le dije que lo haría Inés, mi hija, que estaba mucho más cerca de dios que yo. Nos estrechamos la mano y, cuando me vio los pies, me trajo a unos compañeros suyos de viaje para que me los curaran. José Antonio es profesor de secundaria, sus amigos son enfermeros. No me dejaron que fuera a comprar nada a la farmacia. Todo lo que usaron lo llevaban ellos. El cuidado, la atención y la generosidad con que me cuidaron me recordaron de nuevo que alguna gente es estupenda.

Luego, compré en la tienda y hablé por teléfono sentado al sol hasta que éste se puso. De nuevo siento el privilegio de revivir en estas conversaciones lo mejor de cada día mientras éste, hoy, ahora, ya, se va apagando.

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