Hoy desperté
temprano también, sobre las cinco y media de la mañana. Desde las cinco
comienza el movimiento en el dormitorio. Aunque con sigilo, los peregrinos
comienzan a bajar de las literas, las linternas comienzan a alumbrar, el sonido
de las cremalleras de los sacos parece querer esconderse sin conseguirlo tras
las sombras de la noche, las mochilas se arrastran como andando de puntillas, …
En el
albergue, el día ha comenzado y yo prefiero levantarme ya a estar despertando a
cada instante.
Enrique ya está
en pie también y me pide un capuchino. Nos tomamos uno cada uno y el calor de
hogar que sube con el aroma del café por el humo que me envuelve la cara, me
termina de devolver definitivamente a la vida.
Al salir,
como cada día, intercambio un mensaje con mi compañera y siento cómo aumenta la
emoción, al compartirla, del inicio de cada etapa. Es, posiblemente, el momento
más hermoso de cada día. Salir al silencio fresco de la mañana que todavía no
es, ese silencio ahogado por la oscuridad; la luna aún, las estrellas, el mundo
puesto sólo para ti con la promesa de tantas cosas: de un amanecer hermoso, en
un lugar, seguramente, muy bonito, donde no lo has visto nunca antes, donde no
has estado nunca antes; la esperanza de superar una nueva prueba para mis pies;
la certeza de haber comenzado una nueva etapa.
Hoy es el
cumpleaños de Andrés y le pongo temprano un mensaje felicitándolo. Me gusta
pensar lo que le ilusionará hoy ver llegar todos esos mensajes de felicitación
y pienso en lo que me gustaría que mis hijos vivieran esta experiencia algún
día.
Al salir tuve
que detenerme un par de veces porque los pies me molestaban mucho. Sin embargo,
después, al calentarse, me he sentido bien todo el día.
La etapa ha
sido llana, ha transcurrido entre pequeñas aldeas, entre prados, entre cursos
de agua, … Hoy he cantado mucho. Estos paisajes han hecho que aparezcan en mi
boca todas las sensaciones que me producía n y todas las que me evocaban en
forma de canción improvisada.
Me llamó hoy
también la atención la gran cantidad de cementerios que se encuentran en esta
zona. La mayoría son cementerios abiertos. Situados junto a la iglesia del
lugar, el cementerio se abre a la calle o, a lo sumo, se cierra en algunos
casos con una pequeña cancela, quedando, en cualquier caso, perfectamente a la vista
y a pie de calle todo él. Estos paisajes y esta forma de contacto cotidiano con
la muerte me transportan a otros tiempos, a unos tiempos que yo no viví y en
los que la muerte era, según nos han contado nuestros mayores, una parte más de
la vida; una parte que, aunque negativa, se manifestaba habitualmente en las
familias y que, curiosamente, nos hacían estar más atados a la vida, vivir la
vida más intensamente, sin tantos miedos.
Aunque son
pocos, muy pocos, los niños y los jóvenes que se ven en estas aldeas, los que
hay juegan entre animales y ríos, entre campos y pájaros, entre lápidas y
cielos infinitos. De qué manera tan distinta se tiene que ir configurando la
masa de un niño aquí de como lo hace en lugares más grandes, más masificados,
con más prisa.
Pasar por
aquí, caminar por aquí, pasear –casi- aquí, me recuerda que cuando yo me he
sentido realmente a gusto en un lugar de vacaciones, siempre he deseado volver
allí no a visitarlo, sino a vivirlo, aunque sólo sea unos pocos días; a pasear
sin prisa, sólo disfrutando de lo que me encuentre al paso sin tener que ir
buscando una lista de lugares que debo ver y que me impide, justamente,
disfrutar de ellos. Creo que esto que hago estos días se parece mucho a eso que
yo he deseado hacer en todos esos sitios que me gustaron antes. Sentir las
cosas al ritmo natural del hombre, al ritmo del caminar sin ninguna prisa, por
el mero placer de hacerlo.
De pronto me
llaman la atención las flores y las vallas de algunas parcelas. Las vallas
consisten en unos trozos de piedra más o menos rectangulares clavados en el
suelo cada pocos centímetros formando una especie de empalizada. Unas flores y
unas vallas de piedra que yo no recuerdo haber visto nunca antes o en las que,
al menos, nunca me había fijado.
Y noto cómo
el no pensar, el dejarme surcar por estas sensaciones sencillas del presente
absoluto, producen en mí una intensa alegría.
De pronto
encuentro otra llamada a un tiempo remoto: un edificio en cuya fachada aún reza
“Teleclub Bgara”. Está abandonado, pero sigue ahí, en pie y con ese letrero
anacrónico que lo hace emocionante en su decadencia.
Poco a poco
me voy acercando al final de la etapa. De nuevo he conseguido completarla y
recuerdo aquel primer día, tan cercano y que, sin embargo, a fuerza de
experiencias interpuestas, me parece ya tan distante, en que pensé que no
podría terminar siquiera aquella primera etapa.
Al llegar al
albergue de Baamonde, bromeamos con el nombre del pueblo y a los mayores nos
sorprende que los más jóvenes sólo consigan identificarlo con un ciclista y no
con alguien que “gobernó” este país ¿no hace tanto?
Manolo, el
marido de la hospitalera, nos recomienda un bar para tomar cervezas y nos avisa
del río que pasa junto al pueblo. De nuevo, paso bastante tiempo hablando con
“el grupo de los nueve”. Me siento a gusto entre ellos. Luego, Enrique se viene
también con nosotros.
En el pueblo
hay un artista local que parece tener un museo muy curioso. Mi intención era ir
a verlo, pero después de descansar me fui a pasear y a leer al río. El lugar es
un remanso de paz, un parque en el que se combinan a la perfección la
naturaleza sin domesticar con algunos merenderos perfectamente integrados.
Al volver al
albergue, se me acercó José Antonio Soriano, un joven muy interesante que me
habló de su trabajo, de sus amigos, y de cómo estaba haciendo el camino por sus
abuelos. Buen tipo José Antonio, me regaló una concha de peregrino y me pidió
que rezara por su abuela. Yo le dije que lo haría Inés, mi hija, que estaba
mucho más cerca de dios que yo. Nos estrechamos la mano y, cuando me vio los
pies, me trajo a unos compañeros suyos de viaje para que me los curaran. José
Antonio es profesor de secundaria, sus amigos son enfermeros. No me dejaron que
fuera a comprar nada a la farmacia. Todo lo que usaron lo llevaban ellos. El
cuidado, la atención y la generosidad con que me cuidaron me recordaron de
nuevo que alguna gente es estupenda.
Luego,
compré en la tienda y hablé por teléfono sentado al sol hasta que éste se puso.
De nuevo siento el privilegio de revivir en estas conversaciones lo mejor de
cada día mientras éste, hoy, ahora, ya, se va apagando.
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