Mientras desayuno me viene a la memoria un sueño que, de niño, tuve a diario durante años: jugaba yo con un coche de pedales y, cuando intuía el despertar, lo abrazaba con todas mis fuerzas para llevarlo conmigo al otro lado del lago. Lo intenté noche a noche, día a día, hasta que dejé de creer en el mundo de los sueños. Hoy vuelvo a hacerlo contigo, vuelvo a esperar ansioso cada noche, cada sueño, el despertar que te entregue a mis brazos aquí, al otro lado del callejón.
Ahora, recojo mis cosas, salgo del apartamento despacio y cierro la puerta con esa sensación de impotencia con que despertaba yo de aquel sueño del cochecito; con esa sensación de no saber si la noche siguiente volvería a asistir a la cita el cochecito, con la impresión de que el día no era sino un trámite, una espera insoportable hasta la llegada de los sueños.
(FIN)
lunes, 5 de octubre de 2009
El Callejón. Novela por entregas. Página 26.
He despertado. Como cada día, sentado en la cama, el aliento me llega del estómago caliente y salado. Tengo sed. Veo cómo tu cuerpo se extiende de espaldas a lo largo de la cama desnudo y me pregunto por qué no puedo tenerte, por qué no he podido tener a ninguna mujer. Te veo aquí a mi lado y busco por todos los rincones de mi mente como loco, con prisa, desesperado, la frase, la palabra, la idea, el gesto que necesitas, que pueda hacer que te quedes a este lado del callejón para siempre. Nunca he entendido el juego del amor, la farsa de la seducción y mis complejos y mis trabas ahogaron con mi yo el amor que quise darte a ti y a algunas otras, que no sé si en el fondo sois la misma.
Necesito que entiendas lo que siento por ti. Y pienso, y esa idea me angustia, si alguien podrá sentir algo parecido por mí alguna vez.
Me cuesta vencer esta apatía hecha de sueño e inapetencia que me hace pesado y amorfo, que no me deja levantarme a beber.
El agua ha sofocado mis demonios, ha devuelto la amargura hacia el estómago y me ha dado tregua para seguir esperando que te quedes, que algún día te quedes voluntariamente tendida a lo largo de mi cama. Cuando el frescor de la sábana sacude mi atención erizándome la nuca. Te vuelves dormida hacia mí abriéndome el todo entre tus brazos y tus piernas, entre tus pechos redondos, entre tus labios que parecen suplicar o quejarse, con los ojos cerrados y el olor íntimo de tu cuerpo que se concentra con sabor a mar en mi boca.
El sueño va volviendo y con él todo se va difuminando, se van haciendo blandas las aristas de la luz, se va fundiendo todo hasta no quedar otra cosa que tú, y me apodero finalmente de ti soñándote. De nuevo el sueño, el lugar seguro del que un día no sé si querré volver.
Sigo abrazando tu cuerpo y, un día más, la luz de la mañana me saca, incontestable, del refugio del deseo, de la magia de la irrealidad moldeada en el vacío de nuestras carencias, y sólo encuentro entre mis brazos la forma tibia y húmeda del aire envuelto por las sábanas.
Me asomo al balcón y veo cómo la primera luz se espesa en el aire haciéndolo ronco y soñoliento. A estas horas en que sonambulean los primeros pobladores, como cada día, hacia el fondo aún oscuro del callejón, se van fundiendo tus formas hasta perderte. Algunas ventanas se van abriendo sobre el muro rojo, y éste resbala entre el vaho y la escarcha del cristal que gotea.
Una ráfaga de aire entra, suenan los colgantes de la lamparilla. Al lado, el dinero suelto sobre la mesa termina de despertarme. Tampoco hoy quisiste coger propina.
(Continuará ...
Necesito que entiendas lo que siento por ti. Y pienso, y esa idea me angustia, si alguien podrá sentir algo parecido por mí alguna vez.
Me cuesta vencer esta apatía hecha de sueño e inapetencia que me hace pesado y amorfo, que no me deja levantarme a beber.
El agua ha sofocado mis demonios, ha devuelto la amargura hacia el estómago y me ha dado tregua para seguir esperando que te quedes, que algún día te quedes voluntariamente tendida a lo largo de mi cama. Cuando el frescor de la sábana sacude mi atención erizándome la nuca. Te vuelves dormida hacia mí abriéndome el todo entre tus brazos y tus piernas, entre tus pechos redondos, entre tus labios que parecen suplicar o quejarse, con los ojos cerrados y el olor íntimo de tu cuerpo que se concentra con sabor a mar en mi boca.
El sueño va volviendo y con él todo se va difuminando, se van haciendo blandas las aristas de la luz, se va fundiendo todo hasta no quedar otra cosa que tú, y me apodero finalmente de ti soñándote. De nuevo el sueño, el lugar seguro del que un día no sé si querré volver.
Sigo abrazando tu cuerpo y, un día más, la luz de la mañana me saca, incontestable, del refugio del deseo, de la magia de la irrealidad moldeada en el vacío de nuestras carencias, y sólo encuentro entre mis brazos la forma tibia y húmeda del aire envuelto por las sábanas.
Me asomo al balcón y veo cómo la primera luz se espesa en el aire haciéndolo ronco y soñoliento. A estas horas en que sonambulean los primeros pobladores, como cada día, hacia el fondo aún oscuro del callejón, se van fundiendo tus formas hasta perderte. Algunas ventanas se van abriendo sobre el muro rojo, y éste resbala entre el vaho y la escarcha del cristal que gotea.
Una ráfaga de aire entra, suenan los colgantes de la lamparilla. Al lado, el dinero suelto sobre la mesa termina de despertarme. Tampoco hoy quisiste coger propina.
(Continuará ...
El Callejón. Novela por entregas. Página 25.
Arriba, ya en el apartamento, mis manos buscan el calor dulce de tus pechos, mi pecho cubre lentamente tu espalda, mis piernas juegan a trenzarse con las tuyas, mi boca abre caminos con su aliento enamorado entre tus muslos, y, luego, mi sexo se mece, rítmico, en el centro del tuyo. Me mezo dentro de ti lenta, muy lentamente, y nuestro aliento se va fundiendo con el sopor que nos invade y el aire se hace denso y blando y cabalgamos por la bruma y rodamos por la hierba fresca hasta la orilla del mar, donde una hermosa vaca grande y rosa nos lame protectora la espalda. Y tú me acaricias el pelo húmedo, los labios entornados; me hundes aún más dentro de ti, y pasas rodando entre mis manos las caderas y tus muslos. Y la vaca, en un postrer lamido infinito, nos funde en luciente magma de cristal negro.
Recién duchados por la dicha dorada del sol, nuestras manos van latiendo juntas y el aire puro penetra nuestros ojos cerrados en una sonrisa vuelta al cielo mientras en la calle la gente se abanica abriéndose al paso del vuelo de tu bata blanca, donde vuelo yo. Y en una ancha avenida etérea, subimos los dos buscando el infinito.
La alegría del aire se hace rumor agudo en la boca juguetona de un niño que responde a las caricias de nuestras manos sobre su cuerpo, que agita la luz con su bullicioso batir de alas.
Y voy bajando como si el cielo me fallase un poco más a cada paso, y cada paso me hundiera un poco más y mis manos no pudieran ya tocarte.
Y el niño se nos cae de entre los brazos y flota en el aire hacia delante, fuera ya de mi alcance y el tuyo; y tú nos miras sonriente y sigues tu camino sin pausa hacia lo alto.
Y mis piernas no consiguen avanzar en aquel aire tan espeso de la altura, y mis pies no consiguen sujetarse ni impulsarme. E intento un grito que apenas sale, en una disociación insoportable entre mi mente y mi cuerpo.
Y voy cayendo y cayendo y siento que entre mis brazos abiertos me cabe el cosmos, mientras los gritos que no salen machacan a golpes mis sienes.
Continuará (...)
Recién duchados por la dicha dorada del sol, nuestras manos van latiendo juntas y el aire puro penetra nuestros ojos cerrados en una sonrisa vuelta al cielo mientras en la calle la gente se abanica abriéndose al paso del vuelo de tu bata blanca, donde vuelo yo. Y en una ancha avenida etérea, subimos los dos buscando el infinito.
La alegría del aire se hace rumor agudo en la boca juguetona de un niño que responde a las caricias de nuestras manos sobre su cuerpo, que agita la luz con su bullicioso batir de alas.
Y voy bajando como si el cielo me fallase un poco más a cada paso, y cada paso me hundiera un poco más y mis manos no pudieran ya tocarte.
Y el niño se nos cae de entre los brazos y flota en el aire hacia delante, fuera ya de mi alcance y el tuyo; y tú nos miras sonriente y sigues tu camino sin pausa hacia lo alto.
Y mis piernas no consiguen avanzar en aquel aire tan espeso de la altura, y mis pies no consiguen sujetarse ni impulsarme. E intento un grito que apenas sale, en una disociación insoportable entre mi mente y mi cuerpo.
Y voy cayendo y cayendo y siento que entre mis brazos abiertos me cabe el cosmos, mientras los gritos que no salen machacan a golpes mis sienes.
Continuará (...)
El Callejón. Novela por entregas. Página 24.
La luz de la luna se escarcha en el aire haciéndolo transparente y punzante. Ya estoy de vuelta, ya he bajado del tren y te he llamado otra vez, ya te estoy esperando como todos los días desde aquél.
A estas horas de la noche, la calle sólo se deja transitar por algunos coches que giran temerosos por la esquina del mercado. Todas las ventanas están cerradas sobre el muro rojo, corrido, que nos encierra hacia lo alto.
Como cada noche, desde el fondo oscuro del callejón, renaces poco a poco, hiriendo tus formas, suave, cada poro de mi piel cuando se van precisando hasta alcanzarme.
Como el primer día, mi beso espera nervioso producir alguna respuesta al posarse despacio en tus labios, aunque ahora sean comprados.
He estado esperando todo el día, los dos últimos días, este momento. Me ha acompañado, como lo hace siempre, la incógnita angustiosa de no saber dónde estabas, qué hacías, qué pensabas, de no saber qué hay detrás de ese callejón que te devuelve siempre a esta hora a mi vida.
Recuerdo que de niño me angustiaba también no saber qué había detrás de la pantalla de la tele, de la pantalla del cine; qué hacían esas actrices con las que, a pesar de la barrera que nos separaba como la Estigia, compartiría maravillosas aventuras de amor en cuanto el tiempo y el destino decidieran que era el momento: el camino del colegio, el autobús de la ciudad, las vacaciones en el pueblo de la prima francesa de Joaquín, un coche nuevo en la calle, ...; todo me hacía estar bien atento porque cualquier cosa podía ser el puente que los hados ponían entre ellas y yo. Y, en efecto, lo pusieron, pusieron un puente entre nosotros cada día, cada noche, antes de que me sorprendiera el sueño. Ellas y yo hablábamos de nuestras cosas y nos acariciábamos entre los sudores que hacían perder la virginidad a mis sábanas; cada larga tarde de siesta en aquellos veranos sin clase en que oíamos juntos las novelas de la radio, aunque sólo yo estuviera allí, solo.
(Continuará ...)
A estas horas de la noche, la calle sólo se deja transitar por algunos coches que giran temerosos por la esquina del mercado. Todas las ventanas están cerradas sobre el muro rojo, corrido, que nos encierra hacia lo alto.
Como cada noche, desde el fondo oscuro del callejón, renaces poco a poco, hiriendo tus formas, suave, cada poro de mi piel cuando se van precisando hasta alcanzarme.
Como el primer día, mi beso espera nervioso producir alguna respuesta al posarse despacio en tus labios, aunque ahora sean comprados.
He estado esperando todo el día, los dos últimos días, este momento. Me ha acompañado, como lo hace siempre, la incógnita angustiosa de no saber dónde estabas, qué hacías, qué pensabas, de no saber qué hay detrás de ese callejón que te devuelve siempre a esta hora a mi vida.
Recuerdo que de niño me angustiaba también no saber qué había detrás de la pantalla de la tele, de la pantalla del cine; qué hacían esas actrices con las que, a pesar de la barrera que nos separaba como la Estigia, compartiría maravillosas aventuras de amor en cuanto el tiempo y el destino decidieran que era el momento: el camino del colegio, el autobús de la ciudad, las vacaciones en el pueblo de la prima francesa de Joaquín, un coche nuevo en la calle, ...; todo me hacía estar bien atento porque cualquier cosa podía ser el puente que los hados ponían entre ellas y yo. Y, en efecto, lo pusieron, pusieron un puente entre nosotros cada día, cada noche, antes de que me sorprendiera el sueño. Ellas y yo hablábamos de nuestras cosas y nos acariciábamos entre los sudores que hacían perder la virginidad a mis sábanas; cada larga tarde de siesta en aquellos veranos sin clase en que oíamos juntos las novelas de la radio, aunque sólo yo estuviera allí, solo.
(Continuará ...)
El Callejón. Novela por entregas. Página 23.
Como aquel día en que al salir de las revueltas de aquella calle tan estrecha de la que no recuerdo nunca el nombre te volví a encontrar. Cuántas veces habría pasado yo por allí y tú habrías cruzado un instante antes de que yo saliera de ese laberinto, como podría haber ocurrido aquel día en que nuestros callejones se encontraron, quizás sólo porque me entretuve en cortar y en ir oliendo una hoja de naranjo.
Y te vi, junto al semáforo, salir de un portal y subir a un taxi. Me quedé paralizado, di unos pasos torpes como queriendo alcanzar el coche en un intento, no ya inútil, sino absurdo. Pasaron por mi cabeza, en un instante, mil ideas, mil posibilidades, como pasan por los ojos de una máquina tragaperras que se hubiera vuelto loca.
Ver cómo la noche te llevaba por otra callejuela estrecha y virada en aquel taxi me devolvió a la realidad. En ese momento, crucé la calle y te busqué sin éxito en todos los buzones de aquella lujosa torre de viviendas. El día siguiente localicé el teléfono de algunos de aquellos vecinos y con mil excusas intenté descubrir el eslabón que te unía con alguno de ellos... Y lo encontré. Era un señor con una voz muy serena: - ¿hubo algún problema con la tarjeta de crédito?, ... , - me alegro, ... , - me da igual cómo se llame, mándemela otra vez esta noche... Y colgué, claro, colgué mis esperanzas, colgué mi vida entera con aquel auricular maldito que me había ayudado a atar todos esos cabos sueltos que había y que yo me resistía a unir de la forma que, desde el principio, seguramente, fue la más razonable.
(Continuará ...)
Y te vi, junto al semáforo, salir de un portal y subir a un taxi. Me quedé paralizado, di unos pasos torpes como queriendo alcanzar el coche en un intento, no ya inútil, sino absurdo. Pasaron por mi cabeza, en un instante, mil ideas, mil posibilidades, como pasan por los ojos de una máquina tragaperras que se hubiera vuelto loca.
Ver cómo la noche te llevaba por otra callejuela estrecha y virada en aquel taxi me devolvió a la realidad. En ese momento, crucé la calle y te busqué sin éxito en todos los buzones de aquella lujosa torre de viviendas. El día siguiente localicé el teléfono de algunos de aquellos vecinos y con mil excusas intenté descubrir el eslabón que te unía con alguno de ellos... Y lo encontré. Era un señor con una voz muy serena: - ¿hubo algún problema con la tarjeta de crédito?, ... , - me alegro, ... , - me da igual cómo se llame, mándemela otra vez esta noche... Y colgué, claro, colgué mis esperanzas, colgué mi vida entera con aquel auricular maldito que me había ayudado a atar todos esos cabos sueltos que había y que yo me resistía a unir de la forma que, desde el principio, seguramente, fue la más razonable.
(Continuará ...)
viernes, 18 de septiembre de 2009
El Callejón. Novela por entregas. Página 22.
Como fui feliz yo luego cuando te encontré desde el autobús en aquel semáforo, como lo fui yo al encontrarte de nuevo cada tarde en que tomábamos café y todos los días en que preparaba las frases, los gestos, las risas, los nervios de nuestros encuentros.
Como será la mañana ésa en que al despertar te encuentre a mi lado porque has decidido quedarte, quién sabe hasta cuándo. Como es cada día que te contrato, cada tarde en que preparo nuestro encuentro, en que no sé bien por qué, percibo que todo son indicios de que quizás será ésa la ocasión.
-¿Tiene usted hora?. La pregunta me ha devuelto al vagón en el que voy casi solo. A través de los cristales, por estos paisajes desiertos por los que hace tantos años que me lleva, veo uno de esos espectáculos simbólicos que desasosiegan tanto, uno de esos espectáculos que se dan a esa hora crucial que parece durar años; esa hora en la que la vía pasada se pierde en un atardecer rojo, cada vez más rojo, cada vez más lejos, cada vez más apagado pero aún de día, y a la vía por venir la engulle un enorme agujero negro, un agujero que se asocia al frío breve y brusco y nos sobrecoge. Esa sensación de estar entre el día y la noche, en medio del tiempo.
Con los vaivenes del tren he debido quedarme dormido. Vamos ahora cruzando un túnel, uno de los muchos túneles por los que ha transcurrido tantas veces este tren que me lleva y a los que, sin embargo, no consigo acostumbrarme. Uno de esos túneles que como algunos callejones de la ciudad, aunque conocidos, cada vez que los cruzo me dan un vuelco en el corazón, como si al salir de ellos mi futuro no fuera a ser el mismo, como esos agujeros negros que nos hacen saltar varios años luz, varias vidas quizás, como si de salir un momento antes y cruzarme con las que en ese instante pasan por allí, a salir después y que la gente sea otra dependa no sólo mi futuro, sino el futuro de toda esa gente que ya nunca me encontrará en ese momento y en ese sitio y la de los que sí me llevarán siempre consigo en la retina subconsciente como ellos irán en la mía, modelando seguro en algún porcentaje el futuro de mis gustos y mis disgustos, de mis anhelos y mis decepciones, que en alguna medida ya tendrán irremediablemente como parte de sus modelos y de su medida de las cosas aquel instante, aquellos olores, aquellas sonrisas, aquellas caras de fastidio, aquella gente.
Continuará (...)
Como será la mañana ésa en que al despertar te encuentre a mi lado porque has decidido quedarte, quién sabe hasta cuándo. Como es cada día que te contrato, cada tarde en que preparo nuestro encuentro, en que no sé bien por qué, percibo que todo son indicios de que quizás será ésa la ocasión.
-¿Tiene usted hora?. La pregunta me ha devuelto al vagón en el que voy casi solo. A través de los cristales, por estos paisajes desiertos por los que hace tantos años que me lleva, veo uno de esos espectáculos simbólicos que desasosiegan tanto, uno de esos espectáculos que se dan a esa hora crucial que parece durar años; esa hora en la que la vía pasada se pierde en un atardecer rojo, cada vez más rojo, cada vez más lejos, cada vez más apagado pero aún de día, y a la vía por venir la engulle un enorme agujero negro, un agujero que se asocia al frío breve y brusco y nos sobrecoge. Esa sensación de estar entre el día y la noche, en medio del tiempo.
Con los vaivenes del tren he debido quedarme dormido. Vamos ahora cruzando un túnel, uno de los muchos túneles por los que ha transcurrido tantas veces este tren que me lleva y a los que, sin embargo, no consigo acostumbrarme. Uno de esos túneles que como algunos callejones de la ciudad, aunque conocidos, cada vez que los cruzo me dan un vuelco en el corazón, como si al salir de ellos mi futuro no fuera a ser el mismo, como esos agujeros negros que nos hacen saltar varios años luz, varias vidas quizás, como si de salir un momento antes y cruzarme con las que en ese instante pasan por allí, a salir después y que la gente sea otra dependa no sólo mi futuro, sino el futuro de toda esa gente que ya nunca me encontrará en ese momento y en ese sitio y la de los que sí me llevarán siempre consigo en la retina subconsciente como ellos irán en la mía, modelando seguro en algún porcentaje el futuro de mis gustos y mis disgustos, de mis anhelos y mis decepciones, que en alguna medida ya tendrán irremediablemente como parte de sus modelos y de su medida de las cosas aquel instante, aquellos olores, aquellas sonrisas, aquellas caras de fastidio, aquella gente.
Continuará (...)
El Callejón. Novela por entregas. Página 21.
Sentí como si viajara en un tren, en un tren como éste que parece alejarme irremisiblemente de mi pueblo, de mi pasado, de lo que fui, de lo que fuimos. Sentí como si viajara en un tren que se hubiera llevado un largo tiempo junto a otro (un tiempo indefinible: tal vez una eternidad que me pareció un instante, o quizás un instante que me pareció una eternidad), como si esta ventanilla desde la que ahora no veo más que la hondura del espacio en el azul de la noche hubiera coincidido con la tuya en el otro tren y hubiésemos estado mirándonos fuera del tiempo todos los años que el mundo lleva rodando y, de pronto, notara que tu tren parte, se va sin saber adónde, sin saber quién eres, y notara en ese momento toda la impotencia posible tras estos cristales, fríos, que no dejan pasar mis manos, in mi boca, ni mi voz. Y estos pocos centímetros se fueran dilatando poco a poco, uno a uno con la misma inexorabilidad que van cayendo los minutos, las horas, los días, los años sobre nosotros.
El misterio volvía a aparecer, aquellas dudas de los primeros días que supiste enterrar en mí volvían a nacer ahora aumentadas. ¿Por qué te habías ido de esta forma? Ahora cobraba sentido aquella pregunta: ¿por qué lo has hecho?, me dijiste. ¿Por qué sólo podíamos vernos en tu casa?, jamás al cine, ni a cenar, ni a dar un paseo siquiera, ¿por qué siempre a esa hora? Todos los porqués se unían en una incógnita única que me ahogaba. ¿Qué estaba ocurriendo?, ¿qué me estabas ocultando?
Y seguí buscándote.
El tren ha parado en otra estación y yo, aturdido, he creído ver unas nubes de humo subiendo desde la vía, esas nubes de humo que tengo asociadas a los trenes de mi infancia.
Noto ahora como arranca, como me va llevando despacio. Me siento solo, distinto, ajeno a las conversaciones que me sobrevuelan, que me atraviesan como si yo fuera transparente, ignorado, o tal vez sólo sean mis ganas de serlo, o quizás que esas sensaciones me sean ya tan familiares...
Este tren me va llevando de nuevo a ti, de nuevo a mí. Me va alejando de ese yo que se va quedando tras los cristales, de ese yo que aún ve mi madre o que se resiste a abandonarla, a ése que ahora veo allí con sus pantalones cortos en el fondo de la noche. A ése que recuerdo con ternura, con el balón debajo del brazo y que me mira inmóvil desde el fondo del tiempo como me miraba yo mismo en aquellos sueños de niño en que me soñaba de mayor sin que pudiera recordar al despertar la cara que tenía en el sueño. Me miro desde la infancia como pensando -¿y así seré yo? Jamás se le había ocurrido que fuera tan complicado el futuro, que crecer fuera seguir perdido, que el misterio de su vida, que quizás el misterio de todos fuera ir buscándose siempre, buscando ese lugar seguro, ese lugar ideal donde sentarse a disfrutar, donde sentarse a descansar al fin, que no llega nunca. Jamás se le habría ocurrido aquello, que lo que buscaba todo el mundo, que lo que él también buscaría pasados unos años fuera ese jersey del pijama celeste al que mi madre le había quitado el bolsillo y le había puesto un escudo del Atlétic, con ese pantalón corto negro y esos calcetines largos de ella que le servían de medias y que se sujetaba con unas rodilleras de herradura que le sujetaban a la vez las rodillas y el corazón, a punto de salírsele por todos lados porque aquel día estrenaba sus primeras botas de fútbol. Era difícil imaginar, embutido en la emoción de esa ropa, que el futuro no fuera seguir en aquella isla del paraíso que delimitaban dos piedras en el suelo separadas por siete pasos medidos y remedidos cada vez que el balón las movía. Y no saber que no había que buscar nada, que lo que perseguiría a tientas el resto de su vida estaba allí y entonces. Y es que quizás sea eso todo, buscar esa isla, ese cerro en el que jugábamos, en el que fuimos felices eternamente una tarde. Ser de nuevo felices eternamente otra tarde, u otra mañana, o, a lo mejor, sólo una hora o sólo un momento.
Continuará (...)
El misterio volvía a aparecer, aquellas dudas de los primeros días que supiste enterrar en mí volvían a nacer ahora aumentadas. ¿Por qué te habías ido de esta forma? Ahora cobraba sentido aquella pregunta: ¿por qué lo has hecho?, me dijiste. ¿Por qué sólo podíamos vernos en tu casa?, jamás al cine, ni a cenar, ni a dar un paseo siquiera, ¿por qué siempre a esa hora? Todos los porqués se unían en una incógnita única que me ahogaba. ¿Qué estaba ocurriendo?, ¿qué me estabas ocultando?
Y seguí buscándote.
El tren ha parado en otra estación y yo, aturdido, he creído ver unas nubes de humo subiendo desde la vía, esas nubes de humo que tengo asociadas a los trenes de mi infancia.
Noto ahora como arranca, como me va llevando despacio. Me siento solo, distinto, ajeno a las conversaciones que me sobrevuelan, que me atraviesan como si yo fuera transparente, ignorado, o tal vez sólo sean mis ganas de serlo, o quizás que esas sensaciones me sean ya tan familiares...
Este tren me va llevando de nuevo a ti, de nuevo a mí. Me va alejando de ese yo que se va quedando tras los cristales, de ese yo que aún ve mi madre o que se resiste a abandonarla, a ése que ahora veo allí con sus pantalones cortos en el fondo de la noche. A ése que recuerdo con ternura, con el balón debajo del brazo y que me mira inmóvil desde el fondo del tiempo como me miraba yo mismo en aquellos sueños de niño en que me soñaba de mayor sin que pudiera recordar al despertar la cara que tenía en el sueño. Me miro desde la infancia como pensando -¿y así seré yo? Jamás se le había ocurrido que fuera tan complicado el futuro, que crecer fuera seguir perdido, que el misterio de su vida, que quizás el misterio de todos fuera ir buscándose siempre, buscando ese lugar seguro, ese lugar ideal donde sentarse a disfrutar, donde sentarse a descansar al fin, que no llega nunca. Jamás se le habría ocurrido aquello, que lo que buscaba todo el mundo, que lo que él también buscaría pasados unos años fuera ese jersey del pijama celeste al que mi madre le había quitado el bolsillo y le había puesto un escudo del Atlétic, con ese pantalón corto negro y esos calcetines largos de ella que le servían de medias y que se sujetaba con unas rodilleras de herradura que le sujetaban a la vez las rodillas y el corazón, a punto de salírsele por todos lados porque aquel día estrenaba sus primeras botas de fútbol. Era difícil imaginar, embutido en la emoción de esa ropa, que el futuro no fuera seguir en aquella isla del paraíso que delimitaban dos piedras en el suelo separadas por siete pasos medidos y remedidos cada vez que el balón las movía. Y no saber que no había que buscar nada, que lo que perseguiría a tientas el resto de su vida estaba allí y entonces. Y es que quizás sea eso todo, buscar esa isla, ese cerro en el que jugábamos, en el que fuimos felices eternamente una tarde. Ser de nuevo felices eternamente otra tarde, u otra mañana, o, a lo mejor, sólo una hora o sólo un momento.
Continuará (...)
domingo, 28 de junio de 2009
El Callejón. Novela por entregas. Página 20.
Fue arriesgada la apuesta, fue mucho lo que perdí, pero en el fondo no me arrepiento, porque de haberlo conseguido, de haber conseguido enamorarte, el premio hubiera merecido la pena. Era tan evidente que seríamos felices juntos...
Las últimas ocasiones en que nos habíamos visto, las cosas parecían haber avanzado mucho: tu mano hacía lo que yo deseaba, tu voz decía lo que yo necesitaba y me parecía que todo ocurría así también a la inversa. Quizás me faltó paciencia, no lo sé, pero yo necesitaba más, necesitaba algo más que aquel té, algo más que aquel rato, algo más que aquel teatrillo con principio y final, con escenario, por mucho que los diálogos parecieran cada vez menos fingidos, que por último parecieran fuera del guió ya, o quizás por eso.
Por eso quizás me aventuré.
Fue un lunes, yo había llegado hasta aquí como siempre, debatiéndome entre ser yo o pensar en ti a la hora de vestirme, de elegir la colonia, de peinarme, aunque últimamente, hasta en estas pequeñas cosas, parecía que lo que yo prefería era lo que te gustaba:
- ¡Qué bien hueles!
- ¡Qué camisa más bonita!
Y me atreví:
- Pues yo hoy tengo algo que decirte.
- No me asustes. ¿Ha ocurrido algo? ¿Es algo malo?
- No, no te asustes, ha ocurrido algo, pero no creo que se vaya a caer el mundo por ello. ¿Quién sabe? A lo mejor hasta se ilumina.
- ¿Qué ha ocurrido? Venga, no me asustes.
- Me he mudado. He cambiado de casa, he alquilado un piso aquí al lado, junto al mercado.
Lo dije con una sonrisa confiada, porque , a pesar de todo, esperaba que esto nos acercara más. Sin embargo, en el fondo, me latía algo dentro con intranquilidad.
- ¿Por qué lo has hecho?- dijiste. Y por el semblante que pusiste pareció que te hubiera anunciado una enfermedad grave.
- ¡Ah! querías que te lo hubiera consultado, ¿eh?- intenté ayudarte a salir de la trampa que tú misma parecías haberte puesto con tu expresión.
- No, no es eso.
Y siguió todo, como siempre ocurre contigo, con normalidad. Sabiendo lo que hoy sé, me parece mentira que reaccionaras como lo hiciste entonces, me resulta increíble la facilidad con que pones la mano cuando te vas a caer y cómo parece que todo el mundo esperara que te sacudieras la mano de la forma en que lo haces al levantarte, que en el aire estuviera hecho el hueco para tu mano, para tus piernas flexionándose y para conducir el polvo que te sacudes, de nuevo al suelo.
Te di la dirección, me acompañaste -incluso- aquella tarde a verlo en un gesto que yo no sabía cómo interpretar, pues detrás de él y de tu jovialidad algo me inquietaba, un velo que había detrás de tu mirada, donde se sitúan esos ojos que creemos a salvo de los demás, como en otra dimensión paralela y que es desde donde el yo que realmente somos se siente seguro y lo vigila todo. Pero, a veces, un extraño callejón los lleva a coincidir con los reales, los hace visibles y nos hace dudar. Eso debí yo notarte aquella tarde, porque sólo tenía motivos para sentirme dichoso y, sin embargo, había un nosequé que me mantuvo intranquilo todo el tiempo.
Te fuiste, sencillamente. Tú también te mudaste, pero sin dejarme nada, ni una nota, nada, nada más que un abatimiento, una angustia, un vacío que sólo se puede explicar con un silencio lento, muy lento, hondo, muy hondo.
(Continuará ...)
Las últimas ocasiones en que nos habíamos visto, las cosas parecían haber avanzado mucho: tu mano hacía lo que yo deseaba, tu voz decía lo que yo necesitaba y me parecía que todo ocurría así también a la inversa. Quizás me faltó paciencia, no lo sé, pero yo necesitaba más, necesitaba algo más que aquel té, algo más que aquel rato, algo más que aquel teatrillo con principio y final, con escenario, por mucho que los diálogos parecieran cada vez menos fingidos, que por último parecieran fuera del guió ya, o quizás por eso.
Por eso quizás me aventuré.
Fue un lunes, yo había llegado hasta aquí como siempre, debatiéndome entre ser yo o pensar en ti a la hora de vestirme, de elegir la colonia, de peinarme, aunque últimamente, hasta en estas pequeñas cosas, parecía que lo que yo prefería era lo que te gustaba:
- ¡Qué bien hueles!
- ¡Qué camisa más bonita!
Y me atreví:
- Pues yo hoy tengo algo que decirte.
- No me asustes. ¿Ha ocurrido algo? ¿Es algo malo?
- No, no te asustes, ha ocurrido algo, pero no creo que se vaya a caer el mundo por ello. ¿Quién sabe? A lo mejor hasta se ilumina.
- ¿Qué ha ocurrido? Venga, no me asustes.
- Me he mudado. He cambiado de casa, he alquilado un piso aquí al lado, junto al mercado.
Lo dije con una sonrisa confiada, porque , a pesar de todo, esperaba que esto nos acercara más. Sin embargo, en el fondo, me latía algo dentro con intranquilidad.
- ¿Por qué lo has hecho?- dijiste. Y por el semblante que pusiste pareció que te hubiera anunciado una enfermedad grave.
- ¡Ah! querías que te lo hubiera consultado, ¿eh?- intenté ayudarte a salir de la trampa que tú misma parecías haberte puesto con tu expresión.
- No, no es eso.
Y siguió todo, como siempre ocurre contigo, con normalidad. Sabiendo lo que hoy sé, me parece mentira que reaccionaras como lo hiciste entonces, me resulta increíble la facilidad con que pones la mano cuando te vas a caer y cómo parece que todo el mundo esperara que te sacudieras la mano de la forma en que lo haces al levantarte, que en el aire estuviera hecho el hueco para tu mano, para tus piernas flexionándose y para conducir el polvo que te sacudes, de nuevo al suelo.
Te di la dirección, me acompañaste -incluso- aquella tarde a verlo en un gesto que yo no sabía cómo interpretar, pues detrás de él y de tu jovialidad algo me inquietaba, un velo que había detrás de tu mirada, donde se sitúan esos ojos que creemos a salvo de los demás, como en otra dimensión paralela y que es desde donde el yo que realmente somos se siente seguro y lo vigila todo. Pero, a veces, un extraño callejón los lleva a coincidir con los reales, los hace visibles y nos hace dudar. Eso debí yo notarte aquella tarde, porque sólo tenía motivos para sentirme dichoso y, sin embargo, había un nosequé que me mantuvo intranquilo todo el tiempo.
Te fuiste, sencillamente. Tú también te mudaste, pero sin dejarme nada, ni una nota, nada, nada más que un abatimiento, una angustia, un vacío que sólo se puede explicar con un silencio lento, muy lento, hondo, muy hondo.
(Continuará ...)
jueves, 26 de febrero de 2009
El Callejón. Novela por entregas. Página 19.
El tren ha frenado y la parada me ha hecho volver a la realidad. Al fondo, en la estación, tras los cristales de la cafetería, veo a una pareja, sentados uno frente a otro, con las manos cogidas sobre la mesa, se miran extasiados. No hay ruidos para ellos, no hay gente, no hay tiempo. Viéndolos, recuerdo el bar de debajo de tu casa, donde yo quise llevarte tantas veces después de nuestro reencuentro, donde tú no quisiste nunca venir conmigo.
Y nos fuimos encontrando otros días, siempre a la misma hora, para el café. Yo cambiaba mis turnos para liberar esas horas cada vez que me llamabas. No querías que fuésemos a ningún sitio que no fuera tu apartamento ni querías que nos viéramos a otra hora.
Según me iba acercando a ti, a ese barrio turbio lleno de callejones oscuros que llevaban al mercado, yo volvía a confiar secretamente en el futuro, en que las cosas que debían ocurrir ocurrirían. Iba pensando en cómo dirigir la conversación para tener alguna pista más de si yo por fin significaba algo para ti. Iba planeando mil conversaciones que luego nunca ocurrían, absorto como me quedaba cuando tú aparecías. Iba buscando la forma de ir minando con la palabra más dulce, con el gesto, con la sonrisa el muro que notaba que se interponía entre nosotros.
No conseguía enterarme nunca de dónde trabajabas. Eras administrativa en una fábrica de tejidos con nombre muy raro y siempre te las ingeniabas para que yo nunca supiese dónde estaba. Desviabas siempre la conversación al pasado , a las ilusiones con las que llegaste a Madrid después de dejar la universidad en tercero. Nunca me atreví a decírtelo, pero notaba al pasar por este asunto que tú eras consciente de que yo conocía la versión que en el pueblo se dio de todo aquello, que te venías a abortar, que estabas embarazada de nadie sabía bien quién. La carrera ya no te ilusionaba, me decías, la casa de tus padres te agobiaba y necesitabas un cambio de aires y encontraste ese trabajo de administrativo que te permitía vivir bien. Ahora también te agobiaba este trabajo:
- ¡Ojalá pudiera dejarlo!, pero ¿para trabajar en qué?
Al llegar a mi casa todo me resultaba misterioso, aunque cuando tú lo decías pareciera tan natural.
Recordando aquellas tardes en que tomábamos el té con pastas, recordando ahora aquellas tardes perdidas, echo de menos ese misterio y maldigo una y mil veces aquel intento de acercamiento que me hizo perderlo todo. Intenté penetrar en la barrera que te habías puesto para protegerte, no soportaba no conocer lo que había detrás de tanto secreto, de esa careta de las cinco de la tarde, no soportaba no poder tenerte del todo, no poder conocer a María toda, a la verdadera María de hoy.
(Continuará)
Y nos fuimos encontrando otros días, siempre a la misma hora, para el café. Yo cambiaba mis turnos para liberar esas horas cada vez que me llamabas. No querías que fuésemos a ningún sitio que no fuera tu apartamento ni querías que nos viéramos a otra hora.
Según me iba acercando a ti, a ese barrio turbio lleno de callejones oscuros que llevaban al mercado, yo volvía a confiar secretamente en el futuro, en que las cosas que debían ocurrir ocurrirían. Iba pensando en cómo dirigir la conversación para tener alguna pista más de si yo por fin significaba algo para ti. Iba planeando mil conversaciones que luego nunca ocurrían, absorto como me quedaba cuando tú aparecías. Iba buscando la forma de ir minando con la palabra más dulce, con el gesto, con la sonrisa el muro que notaba que se interponía entre nosotros.
No conseguía enterarme nunca de dónde trabajabas. Eras administrativa en una fábrica de tejidos con nombre muy raro y siempre te las ingeniabas para que yo nunca supiese dónde estaba. Desviabas siempre la conversación al pasado , a las ilusiones con las que llegaste a Madrid después de dejar la universidad en tercero. Nunca me atreví a decírtelo, pero notaba al pasar por este asunto que tú eras consciente de que yo conocía la versión que en el pueblo se dio de todo aquello, que te venías a abortar, que estabas embarazada de nadie sabía bien quién. La carrera ya no te ilusionaba, me decías, la casa de tus padres te agobiaba y necesitabas un cambio de aires y encontraste ese trabajo de administrativo que te permitía vivir bien. Ahora también te agobiaba este trabajo:
- ¡Ojalá pudiera dejarlo!, pero ¿para trabajar en qué?
Al llegar a mi casa todo me resultaba misterioso, aunque cuando tú lo decías pareciera tan natural.
Recordando aquellas tardes en que tomábamos el té con pastas, recordando ahora aquellas tardes perdidas, echo de menos ese misterio y maldigo una y mil veces aquel intento de acercamiento que me hizo perderlo todo. Intenté penetrar en la barrera que te habías puesto para protegerte, no soportaba no conocer lo que había detrás de tanto secreto, de esa careta de las cinco de la tarde, no soportaba no poder tenerte del todo, no poder conocer a María toda, a la verdadera María de hoy.
(Continuará)
martes, 20 de enero de 2009
El Callejón. Novela por entregas. Página 18.
Tú vivías cerca y nos fuimos a tu apartamento. En el camino, iba reviviendo ese amor que había estado durmiendo no sé dónde desde que te fuiste todos estos años. Y ya en tu casa te conté aquellas tardes de verano en la escalera de la azotea de Rafa en que hablábamos de ti mientras contemplábamos cómo la tarde se hacía roja y ardía, cómo la noche venía azul con esos colores brillantes que sólo existen, seguramente, en nuestros recuerdos, contagiados de nuestra melancolía y de nuestras ansias de trascendencia de entonces. Esos colores, el equilibrio en que se sucedían el día y la noche, en que la luna venía a llevarse al sol, justo cuando éste parecía no poder más, y el sol acostaba a la luna, tan débil ya, que casi ni se veía. Todo eso también nos contagiaba a nosotros y, sin saberlo, nos iba haciendo crecer.
Debatíamos durante horas lo que significaba tu sonrisa aquella mientras hablabas con tu amiga camino del autobús. Discutíamos si te debía seguir en ese camino o si no. Salíamos luego a pasear por esos mismos caminos que tú hacías hasta el instituto para que yo me sintiera más cerca de ti, con esa confianza en la magia de las cosas que teníamos en aquellos años. Con esa certeza íntima en que las cosas que debían ocurrir ocurrirían, como había sucedido siempre hasta entonces, en esa época de la vida en que el presente se va ensanchando y va dejando entrar en él, en la conciencia del momento, al futuro, a las esperanzas, a los deseos. En ese tiempo en que, sin embargo, la memoria opera de un modo tan selectivo que todo aquello que no nos explicamos se va filtrando hasta desaparecer en esas zonas del cerebro que sólo estarán disponibles más adelante, cuando ya no confiemos tanto en el equilibrio natural de las cosas, cuando éste se haya roto tantas veces ante nosotros que no tengamos más remedio que ir perdiendo poco a poco la confianza en él. Unos antes y otros más tarde; unos, apoyándose en este tránsito en explicaciones religiosas, en bálsamos para estas heridas o en anestesia y antiojeras para no verlas, para no sentirlas; otros, ahogándose y desahogándose, vamos quedando atrapados en esa nube de escepticismo que no ayuda pero que deja seguir viviendo; y el resto es, sencillamente, simple: tan simple como lo fueron siempre y tienen esa felicidad de la ignorancia que yo, muchas veces les envidio.
Todas estas cosas nos pasaban por la cabeza entre las charlas y los silencios de aquellos días, con el mismo desorden que iban y venían las nubes de aquellas tardes, como traídas y llevadas por ellas.
Eran años de esperanza, en los que me esperaba un futuro feliz, por supuesto, contigo. No sabía cómo, porque pese a nuestros paseos y nuestras conversaciones, tú no estabas enamorada de mí; pero era tan evidente ...: lo que yo sentía por ti, las señales que me daba todo: las matrículas de los coches, las piedras con las que atinaba siempre que ésa fuera la condición, las carreras para llegar al semáforo o a la esquina antes que los coches, la sonrisa del cobrador del autobús, o, sencillamente, ese pasar las franjas rojas de la acera sin pisarlas. Empezaba a intuir que detrás de todo aquello había una explicación oculta, que detrás de cada cosa la había, y era excitante darse cuenta de ello, aunque no se encontrara entonces. Aunque lo simplificara todo en que tú eras la explicación, ya entreveía entonces el nexo que lo unía todo, el hilo invisible que lo anudaba todo, que lo enredaba todo en el caos y lo ordenaba, ése que entre tú y yo se me hacía tan visible, tan obvio.
No sólo hablábamos de ti, claro; a Rafa y a Juan los ocupaban otras musas y a todos nos preocupaba la certeza que empezábamos a tener de que éramos distintos, la estupidez que veíamos en el comportamiento de muchos de nuestros compañeros de clase, lo crueles que empezaban a ser algunos comentarios sobre nosotros.
(Continuará ...)
Debatíamos durante horas lo que significaba tu sonrisa aquella mientras hablabas con tu amiga camino del autobús. Discutíamos si te debía seguir en ese camino o si no. Salíamos luego a pasear por esos mismos caminos que tú hacías hasta el instituto para que yo me sintiera más cerca de ti, con esa confianza en la magia de las cosas que teníamos en aquellos años. Con esa certeza íntima en que las cosas que debían ocurrir ocurrirían, como había sucedido siempre hasta entonces, en esa época de la vida en que el presente se va ensanchando y va dejando entrar en él, en la conciencia del momento, al futuro, a las esperanzas, a los deseos. En ese tiempo en que, sin embargo, la memoria opera de un modo tan selectivo que todo aquello que no nos explicamos se va filtrando hasta desaparecer en esas zonas del cerebro que sólo estarán disponibles más adelante, cuando ya no confiemos tanto en el equilibrio natural de las cosas, cuando éste se haya roto tantas veces ante nosotros que no tengamos más remedio que ir perdiendo poco a poco la confianza en él. Unos antes y otros más tarde; unos, apoyándose en este tránsito en explicaciones religiosas, en bálsamos para estas heridas o en anestesia y antiojeras para no verlas, para no sentirlas; otros, ahogándose y desahogándose, vamos quedando atrapados en esa nube de escepticismo que no ayuda pero que deja seguir viviendo; y el resto es, sencillamente, simple: tan simple como lo fueron siempre y tienen esa felicidad de la ignorancia que yo, muchas veces les envidio.
Todas estas cosas nos pasaban por la cabeza entre las charlas y los silencios de aquellos días, con el mismo desorden que iban y venían las nubes de aquellas tardes, como traídas y llevadas por ellas.
Eran años de esperanza, en los que me esperaba un futuro feliz, por supuesto, contigo. No sabía cómo, porque pese a nuestros paseos y nuestras conversaciones, tú no estabas enamorada de mí; pero era tan evidente ...: lo que yo sentía por ti, las señales que me daba todo: las matrículas de los coches, las piedras con las que atinaba siempre que ésa fuera la condición, las carreras para llegar al semáforo o a la esquina antes que los coches, la sonrisa del cobrador del autobús, o, sencillamente, ese pasar las franjas rojas de la acera sin pisarlas. Empezaba a intuir que detrás de todo aquello había una explicación oculta, que detrás de cada cosa la había, y era excitante darse cuenta de ello, aunque no se encontrara entonces. Aunque lo simplificara todo en que tú eras la explicación, ya entreveía entonces el nexo que lo unía todo, el hilo invisible que lo anudaba todo, que lo enredaba todo en el caos y lo ordenaba, ése que entre tú y yo se me hacía tan visible, tan obvio.
No sólo hablábamos de ti, claro; a Rafa y a Juan los ocupaban otras musas y a todos nos preocupaba la certeza que empezábamos a tener de que éramos distintos, la estupidez que veíamos en el comportamiento de muchos de nuestros compañeros de clase, lo crueles que empezaban a ser algunos comentarios sobre nosotros.
(Continuará ...)
El Callejón. Novela por entregas. Página 17.
Desde aquella noche, volví todos los días a la misma hora a aquel semáforo, pero tú no estabas. Desde aquel día en que te vi, en que estaba seguro de que te había visto, o, al menos, quería, deseaba estar seguro de ello. Desde aquel día, iba por todos lados buscándote, esperaba encontrarte a la salida de la panadería, en la tienda de periódicos, entre la marea de cabezas que me rodeaba a algunas horas en la calle; temía que hubieses estado un momento antes que yo o que aparecieras poco después de que yo me fuera, deseaba y temía que fueras en ese autobús que se cruzaba conmigo y se alejaba ...
Y te encontré, como suele ocurrir, en el momento en que menos lo esperaba. Salía yo de pelarme, de una de esas pocas barberías que conservan este nombre y no han sucumbido a las cúrsiles tentaciones de modernidad de los tiempos que corren. Allí, mientras sacudía en el cuello de la camisa los picores del pelo recién cortado, pasaste a mi vera, sin reparar en mí. Tuve que llamarte varias veces hasta conseguir que me oyeras, que me saliera la voz del cuerpo:
-¡María!
Y te volviste, incrédula, tú también:
-¿Pero qué haces tú aquí?
Llevabas puesto el mismo vestido del día que te vi en el semáforo, ese vestido largo y suelto, con colores y motivos que me recordaban algo exótico, esos mundos naturales que uno aún imagina en otros lugares, en África, en Hispanoamérica, esos mundos que, como ocurre con tantas otras cosas, echamos tanto de menos sin haberlos tenido nunca. Tal vez por eso, porque siempre representaste para mí la naturalidad, la facilidad con que ocurrían todas las cosas, porque te recuerdo siempre con la cara lavada, sin maquillaje, y me vuelve a sorprender, como aquel día el verte hoy los ojos maquillados de morado, con ese color que tanto te gustó siempre, estorbando en tu hermosa cara. Sí, por eso me parece que te favorece tanto este vestido. Todas estas ideas se atropellan en mi mente mientras te veo durante un instante, sólo un instante congelado en el que vuelve a pasar toda la película de nuestras vidas, y el aire vuelve a tener esa luz que hace siglos que no tiene, ese sabor y ese olor; esa temperatura, esa densidad que me acaricia y me tensa suavemente toda la piel, todos los órganos, todo mi cuerpo por dentro.
- Ya ves, trabajando.
Volvían a tambalearse las palabras en mi boca antes de salir como la última vez que te vi. Volvía a sentir esa mezcla de temor y deseo de encontrarte, esos nervios adolescentes que yo ya creía perdidos para siempre.
Sin encontrar bien el tono, entre seco y bobo acerté a preguntarte:
-¿Y tú? Llevaba mucho tiempo sin verte.
- Pues trabajando también. ¿No sabías que yo vivía aquí?
- Sí –le respondí.
- ¿Entonces?...
Y nos echamos a reír en una risa que pronto se hizo una sola y nos envolvió.
Hablabas con esa desenvoltura con que siempre lo hiciste, haciendo que lo que decías fuera lo que evidentemente había que decir, que sonrieras cuando eso era lo único que cabía hacer, que callaras cuando no había nada que decir. Y esa facilidad hacía que me serenara en cuanto cruzábamos dos o tres frases, como siempre había ocurrido.
(Continuará ...)
Y te encontré, como suele ocurrir, en el momento en que menos lo esperaba. Salía yo de pelarme, de una de esas pocas barberías que conservan este nombre y no han sucumbido a las cúrsiles tentaciones de modernidad de los tiempos que corren. Allí, mientras sacudía en el cuello de la camisa los picores del pelo recién cortado, pasaste a mi vera, sin reparar en mí. Tuve que llamarte varias veces hasta conseguir que me oyeras, que me saliera la voz del cuerpo:
-¡María!
Y te volviste, incrédula, tú también:
-¿Pero qué haces tú aquí?
Llevabas puesto el mismo vestido del día que te vi en el semáforo, ese vestido largo y suelto, con colores y motivos que me recordaban algo exótico, esos mundos naturales que uno aún imagina en otros lugares, en África, en Hispanoamérica, esos mundos que, como ocurre con tantas otras cosas, echamos tanto de menos sin haberlos tenido nunca. Tal vez por eso, porque siempre representaste para mí la naturalidad, la facilidad con que ocurrían todas las cosas, porque te recuerdo siempre con la cara lavada, sin maquillaje, y me vuelve a sorprender, como aquel día el verte hoy los ojos maquillados de morado, con ese color que tanto te gustó siempre, estorbando en tu hermosa cara. Sí, por eso me parece que te favorece tanto este vestido. Todas estas ideas se atropellan en mi mente mientras te veo durante un instante, sólo un instante congelado en el que vuelve a pasar toda la película de nuestras vidas, y el aire vuelve a tener esa luz que hace siglos que no tiene, ese sabor y ese olor; esa temperatura, esa densidad que me acaricia y me tensa suavemente toda la piel, todos los órganos, todo mi cuerpo por dentro.
- Ya ves, trabajando.
Volvían a tambalearse las palabras en mi boca antes de salir como la última vez que te vi. Volvía a sentir esa mezcla de temor y deseo de encontrarte, esos nervios adolescentes que yo ya creía perdidos para siempre.
Sin encontrar bien el tono, entre seco y bobo acerté a preguntarte:
-¿Y tú? Llevaba mucho tiempo sin verte.
- Pues trabajando también. ¿No sabías que yo vivía aquí?
- Sí –le respondí.
- ¿Entonces?...
Y nos echamos a reír en una risa que pronto se hizo una sola y nos envolvió.
Hablabas con esa desenvoltura con que siempre lo hiciste, haciendo que lo que decías fuera lo que evidentemente había que decir, que sonrieras cuando eso era lo único que cabía hacer, que callaras cuando no había nada que decir. Y esa facilidad hacía que me serenara en cuanto cruzábamos dos o tres frases, como siempre había ocurrido.
(Continuará ...)
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