Te llamaré, en cuanto llegue te llamaré. Sólo he estado una noche sin verte y no he podido dormir pensando dónde estarías, y no sé bien por qué me volvía una y otra vez la película de aquel día en que nuestros callejones se volvieron a cruzar.
Eran las diez y media de la noche cuando subí al autobús, yo iba mientras casi todos venían, mientras la ciudad iba recogiéndose, volviéndose perezosa como hacía a diario hacia esas horas.
Fue entonces, allí, junto a aquel semáforo, mientras el autobús giraba por aquella rotonda, cuando te vi. Después de tantos años volvía a encontrarte y sentí de pronto como si mi marcha del pueblo, mi llegada a la ciudad y los años que en ella llevaba con aquel andar sin rumbo, intentando distanciar al pasado, hubieran cobrado sentido. Sin saberlo, lo que había estado haciendo todo ese tiempo era buscarte.
Te perdiste entonces entre las cabezas de los pocos viajeros que me acompañaban, fui rápido a las ventanillas del otro lado y ya no estabas.
Te había visto sólo un momento y no pude identificar claramente tus rasgos, pero estaba seguro de que eras tú por el eco que habías dejado en mí. Esa sensación de no saber, de pronto, qué hacer con el tiempo, de no saber qué hacer con mis pensamientos, de no saber para qué me sirve el cuerpo si no estás tú.
Si no he podido verte bien, si no te he podido identificar por completo, sí que he reconocido sin dudarlo este vacío, este vacío absoluto que sólo he sentido en mi vida cada vez que he notado que te perdía.
Me he ido enamorando a lo largo de los años de muchas mujeres, me he ido enamorando de muchas formas, pero sólo tú me has hecho sentir dentro el hueco infinito que somos, lo blanca que está la página en la que nos vamos inventando, en la que vamos escribiendo el personaje en que nos vamos convirtiendo a fuerza de ensayarlo. Sí, así me siento yo ahora, con esa felicidad absoluta que me hace ser el mejor yo posible, con esa necesidad de encontrarte y hacerte todo lo feliz que yo soy por ti, con esa necesidad de encontrarte para, al menos, hacerte saber todo lo dichoso que me has hecho en este instante.
(Continuará ...)
viernes, 26 de diciembre de 2008
El callejón. Novela por entregas. Página 15.
He despertado y, ahora, estoy en el cementerio. Ante la tumba de mi padre me acuerdo de “El extranjero” aquel que parecía no sentir nada ante la muerte del suyo, como si la pena tan grande que tenía fuera una pena intelectual, reflexiva, pero que no ponía en marcha los mecanismos físicos de presión en el pecho, de asfixia o temblores que nos dan la certeza del sentimiento.
¿Cuándo se rompió la magia, el cordón invisible que me unía a mi padre?, ¿qué fue lo que hice?, ¿qué fue lo que me hizo?, ¿qué nos hicimos?, ¿qué fue haciendo el tiempo con nosotros?
Luchan, al verlo ahí, en mí esas imágenes suyas tan distintas que se van superponiendo, el que hacía tan feliz al niño que fui, el que nos hizo imposible la vida de adolescente a mi hermano y a mí, ése que nos contaba mamá que lloraba en la almohada, inconsolablemente mayor, su impotencia de no saber mostrarnos sus sentimientos ahora que empezábamos a ser adultos.
Y así, poco a poco, como ocurren casi siempre las cosas importantes, fue apareciendo en mi vida mi madre. Empecé a verla a ella, la que siempre estaba allí, la que siempre había estado allí, como esos camareros prudentes y atentos que siempre están atentos a ti sin que tú te des cuenta.
Me voy, me vuelvo a Madrid. La sonrisa de mi madre no consigue esconder la pena de sus ojos. Esa misma sonrisa, esa misma mirada que imagino cada vez que cuelgo el teléfono al hablar con ella los sábados por la tarde en la cabina de la esquina. Todos esos sábados que me siento un poco culpable, responsable, o causante al menos de su mirada perdida, agarrada al teléfono unos segundos todavía después del pitido que nos vuelve a separar.
Ya subido al tren, , mis pulmones se angustian por lo cerca y lo lejos que veo el aire oscuro que va quedando detrás. Como si este viaje, esta partida fuera el final de un largo primer acto, como si quedaran enterradas para siempre muchas cosas que hasta ahora yo sólo veía lejos, como entierra la noche, ahí detrás, para siempre, este día que ya nunca volverá a suceder. Recordando la tumba de mi padre hace unas horas y a mi madre cada vez más vencida, siento cómo me va alcanzando el tiempo y siento reforzados mis deseos de apurar el presente.
(Continuará ...)
¿Cuándo se rompió la magia, el cordón invisible que me unía a mi padre?, ¿qué fue lo que hice?, ¿qué fue lo que me hizo?, ¿qué nos hicimos?, ¿qué fue haciendo el tiempo con nosotros?
Luchan, al verlo ahí, en mí esas imágenes suyas tan distintas que se van superponiendo, el que hacía tan feliz al niño que fui, el que nos hizo imposible la vida de adolescente a mi hermano y a mí, ése que nos contaba mamá que lloraba en la almohada, inconsolablemente mayor, su impotencia de no saber mostrarnos sus sentimientos ahora que empezábamos a ser adultos.
Y así, poco a poco, como ocurren casi siempre las cosas importantes, fue apareciendo en mi vida mi madre. Empecé a verla a ella, la que siempre estaba allí, la que siempre había estado allí, como esos camareros prudentes y atentos que siempre están atentos a ti sin que tú te des cuenta.
Me voy, me vuelvo a Madrid. La sonrisa de mi madre no consigue esconder la pena de sus ojos. Esa misma sonrisa, esa misma mirada que imagino cada vez que cuelgo el teléfono al hablar con ella los sábados por la tarde en la cabina de la esquina. Todos esos sábados que me siento un poco culpable, responsable, o causante al menos de su mirada perdida, agarrada al teléfono unos segundos todavía después del pitido que nos vuelve a separar.
Ya subido al tren, , mis pulmones se angustian por lo cerca y lo lejos que veo el aire oscuro que va quedando detrás. Como si este viaje, esta partida fuera el final de un largo primer acto, como si quedaran enterradas para siempre muchas cosas que hasta ahora yo sólo veía lejos, como entierra la noche, ahí detrás, para siempre, este día que ya nunca volverá a suceder. Recordando la tumba de mi padre hace unas horas y a mi madre cada vez más vencida, siento cómo me va alcanzando el tiempo y siento reforzados mis deseos de apurar el presente.
(Continuará ...)
martes, 11 de noviembre de 2008
El callejón. Novela por entregas. Página 14.
Siguen las mismas fotos en la pared: la tuya, tus ojos, María, tu mirada y la magia de aquellas largas conversaciones que manteníamos en el Instituto, tu cara apoyada en la mano, tu pelo rizado, recogido o al viento, tus camisas, tus jerséis, qué más da, tus ojos, tu mirada, la magia que aún hoy me parece mentira que fuera sólo yo quien percibía, que tú nunca la sintieras. Tus ojos, la magia de aquellos momentos que me hacían sentir seguro como nunca de la felicidad que se escondía detrás de algún pliegue del tiempo para nosotros. Cómo hacértelo ver, cómo convencerte de que detrás de alguno de esos callejones que nos han separado y nos han unido tantas veces hay tanta felicidad esperándonos. Cómo contarte que he visto lo que hay detrás del tiempo por aquellas miradas en que el túnel sereno y castaño de tus ojos se unía al de los míos en uno solo de aire transparente y fresco y avanzan juntos por entre los callejones del futuro. Que he visto lo que hay unas páginas más adelante escrito para nosotros en el guión de este gran teatro. Y así, más arrebujado con tus recuerdos que entre las sábanas, como hacía en aquellas interminables siestas del verano, el duermevelas me va conduciendo lentamente, fundiéndolo dulcemente con la realidad, al sueño.
(Continuará ...)
(Continuará ...)
miércoles, 8 de octubre de 2008
El desconocido
Llegó hasta la chica. Ella estaba llorando con una de esas penas que se desahogan en voz baja. La chica no podía hablar, ni quería.
La chica era yo.
Me sonrió con una mano en el hombro, blandamente firme, acogedora. Yo me sentí extrañamente protegida. “Ayer, mi mundo se hundió también”.
Sin conocerlo de nada, la transparencia de sus ojos, de su gesto, me hizo creerlo. “Ayer, mi mundo estaba hundido, totalmente, ... y hoy ha vuelto a salir el sol también para mí...”
Yo seguía sin poder hablar, pero el tono de su voz me sedujo de tal forma que por un instante no había más en el mundo que sus palabras. “Esta mañana he recibido una llamada de teléfono de la última persona que yo podía imaginar... y todo se ha vuelto a colocar en su sitio...”
El desconocido se fue despacio, sonriendo, con la cabeza vuelta hacia mí, haciendo un gesto con la mano. Entonces sonó el teléfono. Era él. Yo no podía creerlo.
Jesús.
La chica era yo.
Me sonrió con una mano en el hombro, blandamente firme, acogedora. Yo me sentí extrañamente protegida. “Ayer, mi mundo se hundió también”.
Sin conocerlo de nada, la transparencia de sus ojos, de su gesto, me hizo creerlo. “Ayer, mi mundo estaba hundido, totalmente, ... y hoy ha vuelto a salir el sol también para mí...”
Yo seguía sin poder hablar, pero el tono de su voz me sedujo de tal forma que por un instante no había más en el mundo que sus palabras. “Esta mañana he recibido una llamada de teléfono de la última persona que yo podía imaginar... y todo se ha vuelto a colocar en su sitio...”
El desconocido se fue despacio, sonriendo, con la cabeza vuelta hacia mí, haciendo un gesto con la mano. Entonces sonó el teléfono. Era él. Yo no podía creerlo.
Jesús.
miércoles, 6 de agosto de 2008
El Calléjón. Novela por entregas. Página 13.
Abro, por fin, la puerta y vivo en un instante todos los años que no he pasado en ella, como si ese tiempo al que yo creía haber distanciado me hubiera alcanzado de pronto. Y noto, sin embargo, la ternura infinita que sólo se siente por lo que se ha perdido definitivamente, ese vacío que se extiende en un eco interminable desde una zona indefinida donde el regusto del paladar se hace melancólico, infinito hacia el fondo, hacia ese fondo que, mucho más abajo de donde tocan nuestros pies, nos hace atisbar la vaga intuición del lugar que ocupamos en todo esto, de la pequeña pieza que somos en el complejo laberinto de callejones de El Todo.
Mi cama, sus patas niqueladas, la colcha verdosa y gris con la que la visto siempre en la memoria, siguen en el mismo sitio. La cama que me acogió cuando me arrojaron de la cuna a ese mundo que empezaba a hacérseme ya desde entonces indescifrable, esa cama que me arropó cómplice tantas veces mientras yo me iniciaba, primero inocente y a solas, en eso que creí durante tanto tiempo que era amor, amor que se iba haciendo mientras esperaba ser aceptado, ensayos de amor tierno que me curaban de tantas cosas y de tanta gente, que seguramente sólo me curaban de mí mismo con curas que dejaban, al tiempo, la herida abierta lo justo, lo justo para seguir disfrutando de ella, la herida de la vida la podría llamar si no me sonara pretencioso y cursi como me está sonando ahora mientras lo pienso.
Me siento en la cama y vuelvo a sentirte conmigo. No, no fueron tus manos, María, las primeras que las mías soñaron acariciar aquí arrebujados, en esta cama. No fueron nuestros cuerpos los que se enredaron en aquellas marañas de sueño y realidad de las tardes de verano entre sábanas que nos hacían soñar hombres y mujeres recién nacidos. No, no fue para tu boca mi primer beso ni fue para mí tu primer deseo de ser eterna. Y, sin embargo, ahora, al pasar de los años, ha venido con tus manos, con tu cuerpo, con tus besos, aunque sólo sean soñados, la vida entera a estremecerse en mí de nuevo.
Mi pupitre, tu nombre sigue grabado en él, “María”, debajo para que nadie lo encuentre nunca, para siempre, como en mi alma, “María”. Tu nombre me llena la boca y al pronunciarlo renacen en mí a la vez la sensación de plenitud que desde aquella infancia lejana sólo tú me has dado, posiblemente sin querer, sólo por ser como eres: esa sensación de certeza, de seguridad en mí y en todo, porque todo estaba en su sitio, porque después de tantos años, vaivenes e incertidumbres todo volvía, como por arte de magia, de tu magia, la de tus ojos, la de tu voz y la de tu mirada, que me hablaban y me oían juntas, a cobrar sentido. La certeza de aquel presente de niño para el que no existía nada fuera de la plenitud del instante. María, pronunciar tu nombre y acariciarlo aquí, como lo acariciaba en aquellos lejanos cuadrantes de los tablones del Instituto donde lo desgastaba, casi sin tocarlo, cuando nadie me veía. Allí, te acariciaba suave en el papel, en el mero dibujo de tu nombre y me invadías cálida y lenta y me hacías revivir aquellas bibliotecas en que yo creí que todo lo tuyo era nuestro y yo no sabía cómo ocultar tras una broma que lo mío, que yo todo te pertenecía desde muchos años antes de conocerte, que mis ojos tenían dueña, tú, desde el principio de los tiempos en que un extraño equilibrio entre las cosas fue trazando todos los caminos que serían y los fue escondiendo en callejones, en túneles que iban paralelos y se acercaban y se cruzaban y se alejaban y, a veces, muy pocas veces, coincidían para siempre y corrían juntos hasta el final.
Y se cruzaron, se volvieron a cruzar tu destino y el mío, allí, en Madrid, en nuestras vidas nuevas. Yo siempre había ido a los mismo lugares por los mismos caminos; pero aquel día, aún no sé bien por qué me desvié de mi camino habitual y comencé a encontrarme con personajes diferentes, con otros paisajes, o quizás sólo fuera yo el que no era el mismo y por eso todo había cambiado, por eso los mismos paisajes, las mismas gentes, ésos, ya no eran los mismos. Lo cierto es que aquel día yo tenía la sensación de que mi vida iba a cambiar antes de llegar a la oficina. Como si por un pliegue del tiempo el presente dejara que se colara en él, en la conciencia del momento, el futuro, las esperanzas y los deseos. Pero esa sensación ya la había tenido yo muchas veces y nunca había cambiado nada.
(Cotinuará ...)
Mi cama, sus patas niqueladas, la colcha verdosa y gris con la que la visto siempre en la memoria, siguen en el mismo sitio. La cama que me acogió cuando me arrojaron de la cuna a ese mundo que empezaba a hacérseme ya desde entonces indescifrable, esa cama que me arropó cómplice tantas veces mientras yo me iniciaba, primero inocente y a solas, en eso que creí durante tanto tiempo que era amor, amor que se iba haciendo mientras esperaba ser aceptado, ensayos de amor tierno que me curaban de tantas cosas y de tanta gente, que seguramente sólo me curaban de mí mismo con curas que dejaban, al tiempo, la herida abierta lo justo, lo justo para seguir disfrutando de ella, la herida de la vida la podría llamar si no me sonara pretencioso y cursi como me está sonando ahora mientras lo pienso.
Me siento en la cama y vuelvo a sentirte conmigo. No, no fueron tus manos, María, las primeras que las mías soñaron acariciar aquí arrebujados, en esta cama. No fueron nuestros cuerpos los que se enredaron en aquellas marañas de sueño y realidad de las tardes de verano entre sábanas que nos hacían soñar hombres y mujeres recién nacidos. No, no fue para tu boca mi primer beso ni fue para mí tu primer deseo de ser eterna. Y, sin embargo, ahora, al pasar de los años, ha venido con tus manos, con tu cuerpo, con tus besos, aunque sólo sean soñados, la vida entera a estremecerse en mí de nuevo.
Mi pupitre, tu nombre sigue grabado en él, “María”, debajo para que nadie lo encuentre nunca, para siempre, como en mi alma, “María”. Tu nombre me llena la boca y al pronunciarlo renacen en mí a la vez la sensación de plenitud que desde aquella infancia lejana sólo tú me has dado, posiblemente sin querer, sólo por ser como eres: esa sensación de certeza, de seguridad en mí y en todo, porque todo estaba en su sitio, porque después de tantos años, vaivenes e incertidumbres todo volvía, como por arte de magia, de tu magia, la de tus ojos, la de tu voz y la de tu mirada, que me hablaban y me oían juntas, a cobrar sentido. La certeza de aquel presente de niño para el que no existía nada fuera de la plenitud del instante. María, pronunciar tu nombre y acariciarlo aquí, como lo acariciaba en aquellos lejanos cuadrantes de los tablones del Instituto donde lo desgastaba, casi sin tocarlo, cuando nadie me veía. Allí, te acariciaba suave en el papel, en el mero dibujo de tu nombre y me invadías cálida y lenta y me hacías revivir aquellas bibliotecas en que yo creí que todo lo tuyo era nuestro y yo no sabía cómo ocultar tras una broma que lo mío, que yo todo te pertenecía desde muchos años antes de conocerte, que mis ojos tenían dueña, tú, desde el principio de los tiempos en que un extraño equilibrio entre las cosas fue trazando todos los caminos que serían y los fue escondiendo en callejones, en túneles que iban paralelos y se acercaban y se cruzaban y se alejaban y, a veces, muy pocas veces, coincidían para siempre y corrían juntos hasta el final.
Y se cruzaron, se volvieron a cruzar tu destino y el mío, allí, en Madrid, en nuestras vidas nuevas. Yo siempre había ido a los mismo lugares por los mismos caminos; pero aquel día, aún no sé bien por qué me desvié de mi camino habitual y comencé a encontrarme con personajes diferentes, con otros paisajes, o quizás sólo fuera yo el que no era el mismo y por eso todo había cambiado, por eso los mismos paisajes, las mismas gentes, ésos, ya no eran los mismos. Lo cierto es que aquel día yo tenía la sensación de que mi vida iba a cambiar antes de llegar a la oficina. Como si por un pliegue del tiempo el presente dejara que se colara en él, en la conciencia del momento, el futuro, las esperanzas y los deseos. Pero esa sensación ya la había tenido yo muchas veces y nunca había cambiado nada.
(Cotinuará ...)
El Callejón. Novela por entregas. Página 12.
¿Han vuelto a saltar los años? Es domingo por la mañana, la felicidad existe. Tengo la cabeza tapada para no ser descubierto en la cama de mis padres, con una risilla de caricato, deseando ser encontrado. Es curioso como mi memoria me devuelve una y otra vez a la misma cama, a las mismas escenas, a los mismos caminos en los que ya se ha edificado tanto y no pueden, por tanto, volver a ser transitados. Mi padre me pega de mentirijillas en el culo, las risas lo inundan todo y, flojo, me saca de entre las sábanas. Qué blancas son las sábanas, cuánta luz tienen, ¡hasta dónde es capaz de colarse dentro el olor de la alegría! Me siento a caballo en él, mi madre me trae el cola-cao con pan frito, me coge la mano y yo me lo tomo. Me miran, cómo me miran. Sí, ¡la felicidad existe!, existió, al menos, algún día.
Al ver El Sillón, por unos instantes, se me ha confundido todo en el estómago, con esa vuelta de tripas inexplicable que nos lo aclara todo. Me parece que El Sillón está muerto, me sorprende que no lo hayan enterrado, me sorprende su tristeza, su insondable tristeza (qué bien reflejan algunos tópicos los sentimientos), la insondable tristeza que me produce el verlo solo, sin él, la misma tristeza de la última vez que lo vi sentado aquí.
Ya no hablaba, quiero decir que ya ni siquiera lo intentaba como antes. Mi madre le pasaba la maquinilla una y otra vez por su cara con la misma lentitud que sus miradas se iban yendo despacio, abandonadas, una a una para no volver. De vez en cuando, una lágrima nos recordaba que estaba vivo cayendo perezosa por su cara. Ése fue el último día que lo vi. Después, mi madre me fue despidiendo de él por teléfono, y me contó que fue así, por los ojos por donde la vida fue terminando de abandonarlo. Así, como un pueblo que se va quedando sin habitantes, él se fue quedando una a una sin palabras, primero sin las suyas, luego sin las que le prestábamos los demás, sin recuerdos, sin lágrimas, sin miradas, y así se fue quedando solo con su cuerpo, con su cuerpo sólo, ... y cerró los ojos. Los cerró como se van cerrando poco a poco tras nosotros algunos callejones cuando se nos van alejando inevitablemente del cristal trasero de este viejo tren que somos, desde el que se nos escapa todo.
Me voy acercando a la puerta de mi habitación, de la habitación de aquel que yo era, y el estómago vuelve a oprimir mis pulmones como para invadirlos o para fundirse con ellos, el pulso se me acelera ligeramente y las fuerzas me van abandonando lentas mientras me vuelvo ingrávido y dejo de sentir la piel a la que siento, sin embargo, en toda su integridad a un tiempo.
(Continuará ...)
Al ver El Sillón, por unos instantes, se me ha confundido todo en el estómago, con esa vuelta de tripas inexplicable que nos lo aclara todo. Me parece que El Sillón está muerto, me sorprende que no lo hayan enterrado, me sorprende su tristeza, su insondable tristeza (qué bien reflejan algunos tópicos los sentimientos), la insondable tristeza que me produce el verlo solo, sin él, la misma tristeza de la última vez que lo vi sentado aquí.
Ya no hablaba, quiero decir que ya ni siquiera lo intentaba como antes. Mi madre le pasaba la maquinilla una y otra vez por su cara con la misma lentitud que sus miradas se iban yendo despacio, abandonadas, una a una para no volver. De vez en cuando, una lágrima nos recordaba que estaba vivo cayendo perezosa por su cara. Ése fue el último día que lo vi. Después, mi madre me fue despidiendo de él por teléfono, y me contó que fue así, por los ojos por donde la vida fue terminando de abandonarlo. Así, como un pueblo que se va quedando sin habitantes, él se fue quedando una a una sin palabras, primero sin las suyas, luego sin las que le prestábamos los demás, sin recuerdos, sin lágrimas, sin miradas, y así se fue quedando solo con su cuerpo, con su cuerpo sólo, ... y cerró los ojos. Los cerró como se van cerrando poco a poco tras nosotros algunos callejones cuando se nos van alejando inevitablemente del cristal trasero de este viejo tren que somos, desde el que se nos escapa todo.
Me voy acercando a la puerta de mi habitación, de la habitación de aquel que yo era, y el estómago vuelve a oprimir mis pulmones como para invadirlos o para fundirse con ellos, el pulso se me acelera ligeramente y las fuerzas me van abandonando lentas mientras me vuelvo ingrávido y dejo de sentir la piel a la que siento, sin embargo, en toda su integridad a un tiempo.
(Continuará ...)
sábado, 12 de abril de 2008
El Callejón. Novela por entregas. Página 11.
La puerta está abierta, ella está sentada en el sofá, la habitación está en penumbra y veo cómo la cara se le alegra. Con su voz y sus caricias parece querer decirme que todo está bien, que no me preocupe, que me quiere. Noto su miedo al silencio, su lucha por hacerme llegar calor, por hacerme llegar esa ilusión ya vacía de convencerme para que me quede.
- María sigue en Madrid, ¿la has vuelto a ver? - Sí, alguna vez la he visto. - Pobrecilla, ¿cómo habrá podido terminar así?.
“Sí, alguna vez la he visto”. Me gustaría poder decirle la verdad, que sigo enamorado de ti y que te veo casi todas las noches; pero sería hacerla sufrir para nada.
Se me hace cada vez más difícil interpretar este papel, el papel del muchacho que murió cuando salí de aquí hace años ya, del muchacho que murió ese día y que quizás sea hoy cuando vengo a enterrar junto a mi padre. Me produce pena que no me dejaran cambiar aquí, que no me dejaran crecer, que sigan viendo en mí sólo lo que esperan, que me hayan echado en definitiva; y los maldigo, los maldigo, además, por haberme enseñado que mis nuevos amigos tampoco me verán cambiar, que ni siquiera ven ahora en mí más de lo que esperan; por haberme enseñado que yo, seguramente, no soy capaz de verlos a ellos tampoco.
-¿Y mi hermano?
-Se fue ayer. ¿No habláis por teléfono?
-Sí, mamá, claro que hablamos.
Y es verdad, hablamos algunas veces al año, como corresponde a hijos de los mismos padres que nunca fueron hermanos.
-Se fue anoche. Él sí pudo llegar a tiempo al entierro.
-Ya te he dicho que a mí me fue imposible, créeme.
-Como te es imposible quedarte más tiempo...
-Sí, mamá, me es imposible...
A su lado está el sillón de mi padre, El Sillón lo habíamos llamado siempre, el único que le recuerdo, en el que salté tantas veces en sus brazos, que me sirvió tantas veces de coche cuando él me enseñaba a conducir, en el que cabalgué tantos días junto a él.
Continuará ...
- María sigue en Madrid, ¿la has vuelto a ver? - Sí, alguna vez la he visto. - Pobrecilla, ¿cómo habrá podido terminar así?.
“Sí, alguna vez la he visto”. Me gustaría poder decirle la verdad, que sigo enamorado de ti y que te veo casi todas las noches; pero sería hacerla sufrir para nada.
Se me hace cada vez más difícil interpretar este papel, el papel del muchacho que murió cuando salí de aquí hace años ya, del muchacho que murió ese día y que quizás sea hoy cuando vengo a enterrar junto a mi padre. Me produce pena que no me dejaran cambiar aquí, que no me dejaran crecer, que sigan viendo en mí sólo lo que esperan, que me hayan echado en definitiva; y los maldigo, los maldigo, además, por haberme enseñado que mis nuevos amigos tampoco me verán cambiar, que ni siquiera ven ahora en mí más de lo que esperan; por haberme enseñado que yo, seguramente, no soy capaz de verlos a ellos tampoco.
-¿Y mi hermano?
-Se fue ayer. ¿No habláis por teléfono?
-Sí, mamá, claro que hablamos.
Y es verdad, hablamos algunas veces al año, como corresponde a hijos de los mismos padres que nunca fueron hermanos.
-Se fue anoche. Él sí pudo llegar a tiempo al entierro.
-Ya te he dicho que a mí me fue imposible, créeme.
-Como te es imposible quedarte más tiempo...
-Sí, mamá, me es imposible...
A su lado está el sillón de mi padre, El Sillón lo habíamos llamado siempre, el único que le recuerdo, en el que salté tantas veces en sus brazos, que me sirvió tantas veces de coche cuando él me enseñaba a conducir, en el que cabalgué tantos días junto a él.
Continuará ...
lunes, 3 de marzo de 2008
El Callejón. Novela por entregas. Página 10.
Al volver la calle, veo la casa de mis padres, de mi madre sólo ya. A esa casa nos mudamos a los pocos años. A la nueva casa se vino también mi prima. La casa era de mi abuelo y en ella vivíamos: él, mi tía y su familia y nosotros, hasta entonces sólo mis padres y yo. Luego nacería mi hermano.
Aunque no vivíamos solos, habíamos mejorado considerablemente. En la nueva casa teníamos ya dos dormitorios y una cocina que se comunicaba con el comedor, que con el paso del tiempo alternó su nombre con el pretencioso nombre de salón. El cuarto de baño seguía estando en el patio, pero ahora tenía un wáter, un lavabo y una ducha; aunque, eso sí, el cuartito-ducha, como le gustaba llamarlo a mi padre, lo compartíamos con la familia de mi tía y mi abuelo. Con el tiempo, tuvimos termo eléctrico y, más tarde, mi tía construyó un cuarto de baño para los suyos en un pequeño porche, entradita se le decía enonces, que teníamos delante.
A pesar de la ducha, en los primeros años de la nueva casa, mi madre me seguía bañando en el baño de zinc junto a la mesa camilla, a la que le remangaba la falda para que me llegara el calorcito de la copa. El baño era el sábado y el agua achicharraba siempre. Los demás días, mi madre me lavaba lo necesario, es decir: los pies, las manos, la cara, y la minina, como ella la llamaba. Esa minina ocultada como su nombre en el silencio y la reprobación, cargándose de morbo cada año, cada día, casi; esa que me hacía refugiarme en los sueños, que hacía que se refugiaran en mis sueños aquellas historias de amor con las actrices o con las niñas de mi colegio, tan auténticas que en ellas casi nunca nos daba tiempo de desnudarnos cuando la prematura explosión de la fisiología les ponía el fin. Un fin mezcla de ternura, esperanza y ansiedad, la ansiedad de saber que hasta dentro de un buen rato, mañana quizás, no volveríamos a abrazarnos con esa intensidad. Pero para esto faltan aún varios años.
Los sábados tocaba también lavarse la cabeza. La cabeza me la lavaba en el lavabo, cuyo borde, al final de la operación, se encontraba grabado en mi frente en rojo por la presión a la que mi madre la había sometido.
La puerta está abierta, ella está sentada en el sofá, la habitación está en penumbra y veo cómo la cara se le alegra. Con su voz y sus caricias parece querer decirme que todo está bien, que no me preocupe, que me quiere. Noto su miedo al silencio, su lucha por hacerme llegar calor, por hacerme llegar esa ilusión ya vacía de convencerme para que me quede.
(Continuará ...)
Aunque no vivíamos solos, habíamos mejorado considerablemente. En la nueva casa teníamos ya dos dormitorios y una cocina que se comunicaba con el comedor, que con el paso del tiempo alternó su nombre con el pretencioso nombre de salón. El cuarto de baño seguía estando en el patio, pero ahora tenía un wáter, un lavabo y una ducha; aunque, eso sí, el cuartito-ducha, como le gustaba llamarlo a mi padre, lo compartíamos con la familia de mi tía y mi abuelo. Con el tiempo, tuvimos termo eléctrico y, más tarde, mi tía construyó un cuarto de baño para los suyos en un pequeño porche, entradita se le decía enonces, que teníamos delante.
A pesar de la ducha, en los primeros años de la nueva casa, mi madre me seguía bañando en el baño de zinc junto a la mesa camilla, a la que le remangaba la falda para que me llegara el calorcito de la copa. El baño era el sábado y el agua achicharraba siempre. Los demás días, mi madre me lavaba lo necesario, es decir: los pies, las manos, la cara, y la minina, como ella la llamaba. Esa minina ocultada como su nombre en el silencio y la reprobación, cargándose de morbo cada año, cada día, casi; esa que me hacía refugiarme en los sueños, que hacía que se refugiaran en mis sueños aquellas historias de amor con las actrices o con las niñas de mi colegio, tan auténticas que en ellas casi nunca nos daba tiempo de desnudarnos cuando la prematura explosión de la fisiología les ponía el fin. Un fin mezcla de ternura, esperanza y ansiedad, la ansiedad de saber que hasta dentro de un buen rato, mañana quizás, no volveríamos a abrazarnos con esa intensidad. Pero para esto faltan aún varios años.
Los sábados tocaba también lavarse la cabeza. La cabeza me la lavaba en el lavabo, cuyo borde, al final de la operación, se encontraba grabado en mi frente en rojo por la presión a la que mi madre la había sometido.
La puerta está abierta, ella está sentada en el sofá, la habitación está en penumbra y veo cómo la cara se le alegra. Con su voz y sus caricias parece querer decirme que todo está bien, que no me preocupe, que me quiere. Noto su miedo al silencio, su lucha por hacerme llegar calor, por hacerme llegar esa ilusión ya vacía de convencerme para que me quede.
(Continuará ...)
domingo, 3 de febrero de 2008
El Callejón. Novela por entregas. Página 9.
Lo que mi amigo Luis no sabía, ni yo por supuesto entonces, era que uno de sus alardes de jefatura me iba a abrir la puerta a otro mundo, me iba a introducir en un callejón del que ya no saldría, me iba a enseñar que yo no era tan raro, me iba a hacer descubrir que había más gente como yo. Es curioso que hasta esto me lo tuviera que hacer ver él.
Fue durante una feria. Ya habíamos crecido y andábamos por esa edad en la que se está tonteando con el tiempo, aún no nos atrevíamos a crecer y ya notábamos el empujón de la vida como un aullido imparable y desconcertante.
Yo estaba en primero de B.U.P.. Habíamos quedado todos en su casa (qué casualidad) para ir todos juntos. Cuando me acerqué para ver a qué hora íbamos a salir ya se habían ido. Lo habían hecho a una hora inusualmente temprana y me habán dejado allí. ¿Cómo no me habían avisado si yo vivía dos casas más arriba? Me han hecho falta muchos años para aceptar que aquello no fue un mal entendido, los años necesarios, seguramente, para apartar ese velo que sabemos que está ahí y lo ignoramos hasta que lo que hay detrás creemos que ya no nos hará demasiado daño si nos asomamos a verlo.
Entonces me vi solo y me di cuenta de que, sin saberlo, me había ido acostumbrando poco a poco a estarlo, y me fui a la feria, a buscarlos, pero empezaba a sentir de alguna forma que empezaba a no necesitarlos. Claro que eso era sólo el principio y yo no era capaz de verbalizar nada de esto que vagaba por mi cabeza buscando aún las palabras que lo ordenara y que todavía tardaría unos años en encontrar.
Y las encontré poco a poco, como ocurren estas cosas, como ocurren casi todas las cosas, y cuando las encontré, aún tardaría unos años más en saber lo que hacer con ellas hasta que ellas solas se pusieron en su sitio y cobraron sentido.
Aquel día bastante tuve con ir a buscarlos, con ir confirmando que me gustaba atender a mis pensamientos, a mis sensaciones, atender a ver qué hacían cuando eran sorprendidos por todo lo que veían, oían y olían fuera.
Y no encontré a Luis ni a los otros, claro, y me senté en los escalones de la calle de los cacharritos con unos chavales a los que apenas conocía del Instituto, y allí pasamos toda la noche charlando. Y me di cuenta de que no era yo el único que prefería estar charlando a ir ensayando con las cosas de los mayores, de que no eran tan raras las cosas de las que a mí me gustaba hablar, y, sobre todo, me di cuenta de que había gente que decía cosas mucho más interesantes que las mías, que aquellos muchachos decían cosas que a mí se me antojaba al oírlas que andaban en mi cabeza hacía tiempo y que ellos como por arte de magia me las estaban sacando de ella con sus palabras, que les estaban prestando sus voces para que salieran.
Aquel día yo sentí que había gente con la que yo tenía que ver, que había gente que no necesitaba un jefe, que aquello, claro, no era una pandilla.Pero para darme cuenta de verdad de todo eso tuvieron que ocurrir más cosas y pasar más años. Entonces yo sólo lo sentía. Y, de vuelta a casa, me di cuenta, de eso sí que me di cuenta entonces, de que después de mucho tiempo, aunque no iba nadie conmigo, no volvía solo a mi casa.
(Continuará...)
Fue durante una feria. Ya habíamos crecido y andábamos por esa edad en la que se está tonteando con el tiempo, aún no nos atrevíamos a crecer y ya notábamos el empujón de la vida como un aullido imparable y desconcertante.
Yo estaba en primero de B.U.P.. Habíamos quedado todos en su casa (qué casualidad) para ir todos juntos. Cuando me acerqué para ver a qué hora íbamos a salir ya se habían ido. Lo habían hecho a una hora inusualmente temprana y me habán dejado allí. ¿Cómo no me habían avisado si yo vivía dos casas más arriba? Me han hecho falta muchos años para aceptar que aquello no fue un mal entendido, los años necesarios, seguramente, para apartar ese velo que sabemos que está ahí y lo ignoramos hasta que lo que hay detrás creemos que ya no nos hará demasiado daño si nos asomamos a verlo.
Entonces me vi solo y me di cuenta de que, sin saberlo, me había ido acostumbrando poco a poco a estarlo, y me fui a la feria, a buscarlos, pero empezaba a sentir de alguna forma que empezaba a no necesitarlos. Claro que eso era sólo el principio y yo no era capaz de verbalizar nada de esto que vagaba por mi cabeza buscando aún las palabras que lo ordenara y que todavía tardaría unos años en encontrar.
Y las encontré poco a poco, como ocurren estas cosas, como ocurren casi todas las cosas, y cuando las encontré, aún tardaría unos años más en saber lo que hacer con ellas hasta que ellas solas se pusieron en su sitio y cobraron sentido.
Aquel día bastante tuve con ir a buscarlos, con ir confirmando que me gustaba atender a mis pensamientos, a mis sensaciones, atender a ver qué hacían cuando eran sorprendidos por todo lo que veían, oían y olían fuera.
Y no encontré a Luis ni a los otros, claro, y me senté en los escalones de la calle de los cacharritos con unos chavales a los que apenas conocía del Instituto, y allí pasamos toda la noche charlando. Y me di cuenta de que no era yo el único que prefería estar charlando a ir ensayando con las cosas de los mayores, de que no eran tan raras las cosas de las que a mí me gustaba hablar, y, sobre todo, me di cuenta de que había gente que decía cosas mucho más interesantes que las mías, que aquellos muchachos decían cosas que a mí se me antojaba al oírlas que andaban en mi cabeza hacía tiempo y que ellos como por arte de magia me las estaban sacando de ella con sus palabras, que les estaban prestando sus voces para que salieran.
Aquel día yo sentí que había gente con la que yo tenía que ver, que había gente que no necesitaba un jefe, que aquello, claro, no era una pandilla.Pero para darme cuenta de verdad de todo eso tuvieron que ocurrir más cosas y pasar más años. Entonces yo sólo lo sentía. Y, de vuelta a casa, me di cuenta, de eso sí que me di cuenta entonces, de que después de mucho tiempo, aunque no iba nadie conmigo, no volvía solo a mi casa.
(Continuará...)
sábado, 19 de enero de 2008
El Callejón. Novela por entregas. Página 8.
La esquina de El Barco era otro de los límites de nuestro territorio. Más arriba era como otro barrio, algunos de los niños que vivían allí arribota estaban, incluso, en mi clase; pero pertenecían a otro mundo. Sus pandillas no eran la nuestra, yo nunca había entrado en sus casas, no conocía los nombres de sus madres, ni siquiera sus caras. No existían, casi, para mí y si alguna vez pasaban fugazmente por mi mente no podía imaginar a qué sabrían sus comidas, aunque fueran las mismas que comía yo en mi casa; a qué jugarían con sus amigos; o qué harían sus padres cuando llegaban a casa después del trabajo...
Aquél era un tiempo en que la vida se hacía en la calle, quizás porque en las casas no se cabía o quizás las casas eran pequeñas porque no se necesitaba más que un sitio para comer y para dormir. La televisión todavía no había cambiado nuestras vidas y la cocina aún no era lugar de exhibiciones. Era una época en que no había nada de lo que presumir, no había nada que enseñar, y por eso, seguramente, nada había que ocultar.
Al final de la calle, más arriba aún, comenzaba el campo. Los sábados nos llevaba allí mi primo Juan, que era mayor que nosotros, a jugar a la pelota. Nos llevábamos la merienda y agua porque íbamos a lo que nos parecía una larguísima excursión. Esos, apenas, trescientos metros, esos apenas cinco minutos me parecían inmensos, como me parecía inmensa cualquier cosa que estuviera fuera del aquí y el ahora; para mí, el presente, lo inmediato era lo único que existía. ¡Cómo echo de menos la intensidad de aquellas vivencias!, la capacidad de agarrarlo todo simultáneamente, todos los olores, todos los sabores, todos los sonidos, la nitidez de la luz que lo fijaba todo, el vértigo de todo aquello unido.
Aquella excursión me gustaba no sólo por lo que tenía de aventura, sino porque íbamos a jugar a la pelota, sólo a la pelota, quizás por eso no venía casi nunca Luis. Él era el jefe de mi pandilla, aunque nadie había elegido jefe nunca en la pandilla ni nunca nos hubiéramos planteado que éramos una pandilla, pero nadie discutía entre nosotros las decisiones de Luis. Desde muy pequeño, a él le gustaba ir dejando claro cada cierto tiempo quién mandaba y para ello decidía cambiar de juego cuando mejor nos lo estábamos pasando.
A pesar de todo, no recuerdo aquel tiempo como infeliz, seguramente por esa capacidad de los niños para inventar el mundo cada día, por esa capacidad de desterrar de sus vidas todo aquello del pasado que no merece ser convertido en presente, como si esas cosas que le ocurrían fuesen algún error raro de los mecanismos naturales de la vida y, por tanto, les fuesen ajenas.
Sin embargo, estas arbitrariedades de Luis y la sensación de impotencia que me producía la obediencia ciega de los demás en estos jefes, fueron creando poco a poco en mí un espíritu rebelde y un gusto por la soledad que después de haberlo disimulado mucho ha terminado siendo una de las cosas esenciales que soy.
Pero entonces, claro, yo no entendía todo esto. ¿Por qué no era yo como Luis?, ¿por qué no me hacían caso los demás niños como a él?, ¿por qué no era yo feliz aceptando sus deseos y sus caprichos como hacían Pepe, Rafa o el Manolo?, ¿Por qué tenía yo que ser tan raro?, ¿por qué no era yo capaz de hacer descubrir a los demás niños lo divertido que era aquello de escribir un diario?, ¿de llevarlo siempre encima para que no te lo descubrieran: en los calcetines, en los calzoncillos, en la camiseta?, ¿por qué era yo tan torpe que no podía hacer ver a mis amigos algo tan obvio?.
(Continuará ...)
Aquél era un tiempo en que la vida se hacía en la calle, quizás porque en las casas no se cabía o quizás las casas eran pequeñas porque no se necesitaba más que un sitio para comer y para dormir. La televisión todavía no había cambiado nuestras vidas y la cocina aún no era lugar de exhibiciones. Era una época en que no había nada de lo que presumir, no había nada que enseñar, y por eso, seguramente, nada había que ocultar.
Al final de la calle, más arriba aún, comenzaba el campo. Los sábados nos llevaba allí mi primo Juan, que era mayor que nosotros, a jugar a la pelota. Nos llevábamos la merienda y agua porque íbamos a lo que nos parecía una larguísima excursión. Esos, apenas, trescientos metros, esos apenas cinco minutos me parecían inmensos, como me parecía inmensa cualquier cosa que estuviera fuera del aquí y el ahora; para mí, el presente, lo inmediato era lo único que existía. ¡Cómo echo de menos la intensidad de aquellas vivencias!, la capacidad de agarrarlo todo simultáneamente, todos los olores, todos los sabores, todos los sonidos, la nitidez de la luz que lo fijaba todo, el vértigo de todo aquello unido.
Aquella excursión me gustaba no sólo por lo que tenía de aventura, sino porque íbamos a jugar a la pelota, sólo a la pelota, quizás por eso no venía casi nunca Luis. Él era el jefe de mi pandilla, aunque nadie había elegido jefe nunca en la pandilla ni nunca nos hubiéramos planteado que éramos una pandilla, pero nadie discutía entre nosotros las decisiones de Luis. Desde muy pequeño, a él le gustaba ir dejando claro cada cierto tiempo quién mandaba y para ello decidía cambiar de juego cuando mejor nos lo estábamos pasando.
A pesar de todo, no recuerdo aquel tiempo como infeliz, seguramente por esa capacidad de los niños para inventar el mundo cada día, por esa capacidad de desterrar de sus vidas todo aquello del pasado que no merece ser convertido en presente, como si esas cosas que le ocurrían fuesen algún error raro de los mecanismos naturales de la vida y, por tanto, les fuesen ajenas.
Sin embargo, estas arbitrariedades de Luis y la sensación de impotencia que me producía la obediencia ciega de los demás en estos jefes, fueron creando poco a poco en mí un espíritu rebelde y un gusto por la soledad que después de haberlo disimulado mucho ha terminado siendo una de las cosas esenciales que soy.
Pero entonces, claro, yo no entendía todo esto. ¿Por qué no era yo como Luis?, ¿por qué no me hacían caso los demás niños como a él?, ¿por qué no era yo feliz aceptando sus deseos y sus caprichos como hacían Pepe, Rafa o el Manolo?, ¿Por qué tenía yo que ser tan raro?, ¿por qué no era yo capaz de hacer descubrir a los demás niños lo divertido que era aquello de escribir un diario?, ¿de llevarlo siempre encima para que no te lo descubrieran: en los calcetines, en los calzoncillos, en la camiseta?, ¿por qué era yo tan torpe que no podía hacer ver a mis amigos algo tan obvio?.
(Continuará ...)
viernes, 11 de enero de 2008
El Callejón. Novela por entregas. Página 7.
En el otro extremo de la calle, tras esa puerta desvencijada y oradada, en esa habitación hundida, está el Maestro Música, mi zapatero. La zapatería la recuerdo en silencio, en silencio y a oscuras, como un templo. La zapatería era una habitación muy pequeña a la que se llegaba directamente desde la calle bajando unos escalones. Y allí abajo, entre montones ordenados de zapatos, sentado con su delantal azul está el maestro.
Siempre me produce una curiosa sensación verlo allí abajo, desde la luz, desde mi juventud, ese hombre al que yo admiro tanto, en ese pozo de oscuridad. Y se mezclan en mí, al verlo, la melancolía y la incapacidad de comprender cómo alguien así no ha conseguido ser más que zapatero, zapatero en este agujero al que sólo su presencia le da vida.
De su boca van saliendo palabras que yo jamás había oído: melómano, percusión, instrumento de viento. -El piano es un instrumento de cuerda, aunque te parezca mentira, porque cuando tú tocas una tecla, un martillito golpea una cuerda y la hace sonar.
Fue al Maestro Música al primero que le oí nombrar a Bach y a Mózart, el que me contó lo importante que era la labor del director de la orquesta.
Nunca he sido un gran aficionado a la música y, sin embargo, sigo oyendo en mi mnemoria extasiado la voz del maestro durante horas que me parecen minutos, con el mismo sobrecogimiento, la misma concentración, la emoción con que me embobaba oyéndolo mientras lo veía trabajar. Nunca he sido un gran aficionado a la música, no; ni me ha interesado la zapatería, pero creo que ya intuía entonces, oyendo al Maestro y viéndolo trabajar que me iba a entusiasmar todo lo que estuviera bien hecho, bien contado, todo aquello que tuviera la vida, la tranquila pasión y la humanidad que rebosaban las palabras de este hombre. Él no tenía ese tono expansivo, ese ritmo narrativo de Manolo, esa capacidad de revivir las historias. Él era pequeño y menudo, aún más pequeño y más menudo con esa forma de silla que adquiría sobre su taburete, con la cabeza siempre gacha, mirando el trabajo mientras hablaba por esos ojillos pequeños. El Maestro, lo era en el tono íntimo, en el amor que te daba con todo lo que te contaba, en el lirismo sencillo y tosco de ese hilo de voz aflautado que salía de su pequeña humanidad.
(Continuará ...)
Siempre me produce una curiosa sensación verlo allí abajo, desde la luz, desde mi juventud, ese hombre al que yo admiro tanto, en ese pozo de oscuridad. Y se mezclan en mí, al verlo, la melancolía y la incapacidad de comprender cómo alguien así no ha conseguido ser más que zapatero, zapatero en este agujero al que sólo su presencia le da vida.
De su boca van saliendo palabras que yo jamás había oído: melómano, percusión, instrumento de viento. -El piano es un instrumento de cuerda, aunque te parezca mentira, porque cuando tú tocas una tecla, un martillito golpea una cuerda y la hace sonar.
Fue al Maestro Música al primero que le oí nombrar a Bach y a Mózart, el que me contó lo importante que era la labor del director de la orquesta.
Nunca he sido un gran aficionado a la música y, sin embargo, sigo oyendo en mi mnemoria extasiado la voz del maestro durante horas que me parecen minutos, con el mismo sobrecogimiento, la misma concentración, la emoción con que me embobaba oyéndolo mientras lo veía trabajar. Nunca he sido un gran aficionado a la música, no; ni me ha interesado la zapatería, pero creo que ya intuía entonces, oyendo al Maestro y viéndolo trabajar que me iba a entusiasmar todo lo que estuviera bien hecho, bien contado, todo aquello que tuviera la vida, la tranquila pasión y la humanidad que rebosaban las palabras de este hombre. Él no tenía ese tono expansivo, ese ritmo narrativo de Manolo, esa capacidad de revivir las historias. Él era pequeño y menudo, aún más pequeño y más menudo con esa forma de silla que adquiría sobre su taburete, con la cabeza siempre gacha, mirando el trabajo mientras hablaba por esos ojillos pequeños. El Maestro, lo era en el tono íntimo, en el amor que te daba con todo lo que te contaba, en el lirismo sencillo y tosco de ese hilo de voz aflautado que salía de su pequeña humanidad.
(Continuará ...)
El Callejón. Novela por entregas. Página 6.
Salgo de la casa y me acompaña esa vaga sensación que se aloja entre el pecho y el estómago que confundimos con tantos sentimientos y que esta vez tiene que ver con uno de esos destellos, de esos guiños con que se nos muestra fugazmente la hondura irreversible del tiempo.
Giro en la esquina de El Barco, que ya no es un bar, que ya no es nada más que una pequeña pared y una puerta cerrada desde hace años. En la puerta, veo, como siempre, a Manolo. Él y el Maestro Música flanquean la calle : Manolo aquí y el Maestro allí abajo, en su zapatería, al otro extremo de la calle. Ambos murieron hace años, como los locales en que habitaron y que permanecen abiertos ya sólo en mi recuerdo.
Echado hacia delante sobre el respaldo de la silla oigo al de El Barco hablarme de Iríbar, ese hombre tan grande al que le aplauden en todos los campos por los que va, ese portero al que dicen que habrá que ponerle las porterías más grandes, que nació en Macatxas, en Zaráuz, un pueblecito de San Sebastián. De él dicen que es un hombre con cabeza, que tiene un almacén de frutas y verduras con varios camiones. -Niño, ¿a que tú no sabes quién es Villanova? Pues mira, ése es un portero que tira penaltis, que los tira mejor que ninguno de sus compañeros y ha marcado un montón de goles. -Y ¿quién es La Galerna del Cantábrico? Es Gento; y Puscas, Cañoncito Pum. -Mira, hijo, el Recreativo de Huelva es el decano del fútbol español, ¿tú sabes lo que es eso?, el equipo más antiguo de España. Verás, allí había minas de hierro y en ellas trabajaban muchos ingleses; los ingleses son los inventores del fútbol, y por eso empezaron a jugar allí, en las minas, en Huelva, cuando todavía no se conocía ese juego en España.
Recuerdo cómo contaba aquellas anécdotas con su voz aguardientosa, quebrada y cálida, cómo las recreaba emocionado y hacía que yo oyese las voces del público cuando Gento corría por la banda, y las ovaciones que recibía Iríbar al entrar al campo en el silencio de aquellas noches estrelladas de verano en la puerta de El Barco, en esas noches en las que me acostaba más tarde porque al día siguiente no había colegio. Cuando veo ahora recreadas en el cine escenas como ésta me llama la atención el silencio, la quietud de las calles de este tiempo, ... y debieron ser así en realidad aquellas noches de vecinos en camiseta de tirantas, en corro a la puerta de sus casas, de taberneros sobre el respaldo a la puerta de las tabernas, de bombillas con platillo que apenas estorbaban la luz de la luna. Sí, todo eso debió ser así, aunque yo lo recuerdo con otro ritmo, con ese sonido que me envuelve por completo, con esa sensación de presente fuera del cual no hay nada. Con el ritmo vertiginoso de los pensamientos del niño, de aquel niño que fui.
Con la voz de Manolo, por su mirada, en sus ojos, a través de ellos, yo veía todos los detalles de las películas que me contaba. Mientras, a su lado, su mujer asentía y confirmaba con un par de frases vagas lo que él decía, como para que descansara, como para dar realce con su inseguridad o lo desmadejado de sus ideas a la forma de contar historias de su marido. Él lo hacía con la seguridad, con el ritmo justo, con esa capacidad que sólo algunos viejos tienen de ir desgranando lo que cuentan, dando tiempo al que las oye de imaginarlo, de sentirlo todo y no dándole tregua, no dejando que se aburra.
Ahora, recordando a estos hombres descubro que sí tuve abuelos, abuelos de esos de las películas, que tuve muchos abuelos que me contaron historias y que me quisieron o que, al menos, dejaron que me sintiera querido; y me apena no haberlo descubierto antes, de no haberles sabido transmitir lo importante que fueron para mí, y me veo ante el inmenso agujero del tiempo cuando noto que ya no puedo hacer nada más que desahogarme en estas palabras del pensamiento que tardaron en llegar tanto. El tiempo, ese callejón que nos une y nos separa de todo, de lo que fuimos, y de todos, de todos los que fueron con nosotros, en nosotros.
(Continuará ...)
Giro en la esquina de El Barco, que ya no es un bar, que ya no es nada más que una pequeña pared y una puerta cerrada desde hace años. En la puerta, veo, como siempre, a Manolo. Él y el Maestro Música flanquean la calle : Manolo aquí y el Maestro allí abajo, en su zapatería, al otro extremo de la calle. Ambos murieron hace años, como los locales en que habitaron y que permanecen abiertos ya sólo en mi recuerdo.
Echado hacia delante sobre el respaldo de la silla oigo al de El Barco hablarme de Iríbar, ese hombre tan grande al que le aplauden en todos los campos por los que va, ese portero al que dicen que habrá que ponerle las porterías más grandes, que nació en Macatxas, en Zaráuz, un pueblecito de San Sebastián. De él dicen que es un hombre con cabeza, que tiene un almacén de frutas y verduras con varios camiones. -Niño, ¿a que tú no sabes quién es Villanova? Pues mira, ése es un portero que tira penaltis, que los tira mejor que ninguno de sus compañeros y ha marcado un montón de goles. -Y ¿quién es La Galerna del Cantábrico? Es Gento; y Puscas, Cañoncito Pum. -Mira, hijo, el Recreativo de Huelva es el decano del fútbol español, ¿tú sabes lo que es eso?, el equipo más antiguo de España. Verás, allí había minas de hierro y en ellas trabajaban muchos ingleses; los ingleses son los inventores del fútbol, y por eso empezaron a jugar allí, en las minas, en Huelva, cuando todavía no se conocía ese juego en España.
Recuerdo cómo contaba aquellas anécdotas con su voz aguardientosa, quebrada y cálida, cómo las recreaba emocionado y hacía que yo oyese las voces del público cuando Gento corría por la banda, y las ovaciones que recibía Iríbar al entrar al campo en el silencio de aquellas noches estrelladas de verano en la puerta de El Barco, en esas noches en las que me acostaba más tarde porque al día siguiente no había colegio. Cuando veo ahora recreadas en el cine escenas como ésta me llama la atención el silencio, la quietud de las calles de este tiempo, ... y debieron ser así en realidad aquellas noches de vecinos en camiseta de tirantas, en corro a la puerta de sus casas, de taberneros sobre el respaldo a la puerta de las tabernas, de bombillas con platillo que apenas estorbaban la luz de la luna. Sí, todo eso debió ser así, aunque yo lo recuerdo con otro ritmo, con ese sonido que me envuelve por completo, con esa sensación de presente fuera del cual no hay nada. Con el ritmo vertiginoso de los pensamientos del niño, de aquel niño que fui.
Con la voz de Manolo, por su mirada, en sus ojos, a través de ellos, yo veía todos los detalles de las películas que me contaba. Mientras, a su lado, su mujer asentía y confirmaba con un par de frases vagas lo que él decía, como para que descansara, como para dar realce con su inseguridad o lo desmadejado de sus ideas a la forma de contar historias de su marido. Él lo hacía con la seguridad, con el ritmo justo, con esa capacidad que sólo algunos viejos tienen de ir desgranando lo que cuentan, dando tiempo al que las oye de imaginarlo, de sentirlo todo y no dándole tregua, no dejando que se aburra.
Ahora, recordando a estos hombres descubro que sí tuve abuelos, abuelos de esos de las películas, que tuve muchos abuelos que me contaron historias y que me quisieron o que, al menos, dejaron que me sintiera querido; y me apena no haberlo descubierto antes, de no haberles sabido transmitir lo importante que fueron para mí, y me veo ante el inmenso agujero del tiempo cuando noto que ya no puedo hacer nada más que desahogarme en estas palabras del pensamiento que tardaron en llegar tanto. El tiempo, ese callejón que nos une y nos separa de todo, de lo que fuimos, y de todos, de todos los que fueron con nosotros, en nosotros.
(Continuará ...)
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