lunes, 29 de diciembre de 2014
Soy
Soy aire,
aire que me envuelve,
que me inunda cada instante.
Soy piedra dura, soy tierra
que me sostiene desde hace siglos,
que me funde con sus pies.
Soy mi padre, soy mi madre,
que me hicieron de la historia,
que se decidieron inmortales en mí.
Soy la luz, soy el sol
que me transforma cada noche,
que me rehace a la mañana.
Soy agua ... que viene y va,
que me baña, que me llueve, que me bebe, que me es,
soy agua, ... mar, lluvia, ... soy agua.
Soy mi hija, soy mi hijo,
que me hacen con la fuerza infinita de su tiempo,
que me regalan el futuro con ser.
Jesús.
martes, 16 de diciembre de 2014
Duodécimo día. 17 de agosto de 2013. El regreso: Santiago-Madrid-Sevilla (NH).
Amanece el último día. Qué extraño
se me hace pensar que a partir de mañana todo lo que ha venido ocurriendo estos
días se irá colocando en las estanterías del recuerdo, que esta
sensación de presente tan absoluta que he tenido estos días continuamente irá dejando poco a poco de serlo.
Necesito hoy estar solo, recuperar
todas mis sensaciones sin interferencias. Esta noche cojo el autobús de regreso
y, después de desayunar, me pierdo por las calles de Santiago, por los rincones
que conocía y, sobre todo, por los que no conozco.
Me acompaña esta curiosa sensación
de irrealidad que tienen las ciudades los fines de semana en estas horas tan
tempranas en que apenas hay nadie por la calle. Estas horas en que todo parece
estar dispuesto sólo para ti. Me gusta mucho este sabor a piedra y madera tan
antiguo que tiene esta ciudad. Me gusta ver que el centro está compuesto por
viviendas modestas muy populares. Desde luego, Santiago no está hecha para las
postales, sino para los ojos del caminante.
En la parte alta encuentro un
antiguo monasterio rodeado por su cementerio y una especie de enorme prado
entre sus muros que parece terminar convirtiéndose en un jardín o en un parque
allá a lo lejos.
En esta inmensidad de silencio, de
piedras y de años, la soledad me hace sentir la humildad, la pequeñez de
nuestras vidas particulares.
Rodeado por todo esto, me siento en
la escalinata de una iglesia con el monte, con el valle, con el prado y los bosques delante, al fondo, a lo lejos,
detrás de la ciudad. Y me doy cuenta de cuánta paciencia hizo falta para traer
el mundo hasta aquí, de cuánta humildad inconsciente hizo falta para que lluvia
a lluvia, sol a sol, estos prados llegaran a ser como son hoy. Cuántos años
para ir depositando cada una de estas piedras una sobre las otras hasta hacer
lugares como éste en que yo me sobrecojo ahora. Cuántos sacrificios, cuántos
errores, cuántas rectificaciones, cuántos esfuerzos, para llegar hasta aquí.
Qué lección de humildad estoy
sintiendo en estos momentos. Esto no lo hizo nadie solo, ni se hizo en una vida
sólo. Apenas nos quedaron dos o tres nombres de la relación interminable de
hombres y mujeres que trajeron trepando por los siglos todo esto hasta aquí. Y
siento la responsabilidad que supone para cada uno de nosotros continuar este
colosal proyecto poniendo nuestro granito de arena, tan insignificante y tan
importante a la vez, para que todo esto siga adelante no sólo para nuestros
hijos, sino para todos esos que dentro de miles de años no sabrán quiénes
fuimos.
Intento recuperarme de esta emoción
tan intensa bajando hacia la catedral. Veo llegar peregrinos que finalizan hoy
su camino y me cruzo en mi itinerario con otros que aún no han llegado. Es
curioso, los miro como los miraba estos días pasados y me sorprende que no reconozcan en mí a un
caminante como ellos, pero yo ya no llevo mochila, no llevo bastón, ni el sudor
alhaja mi frente. Se respira en todo Santiago ese gozo por haber llegado, por
haber cumplido el reto y se contagia por todos lados.
Hago aquí un paréntesis en este
diario e inserto un correo que recibí de mi amiga Belén después de regresar del
camino, ya en casa. Curiosamente, ella y su familia también estuvieron en
Santiago este verano. Lo incluyo aquí porque creo que ofrece desde otros puntos
de vista, el suyo y el de sus hijos, ese espíritu que se vive en esta ciudad
estos días en que llega tanto peregrino. Este correo, después de regresar a
casa, me hizo volver a Santiago y disfrutar de algunas cosas que yo, por una
cierta prevención contra el tópico, no había sido capaz de gozar en el momento
en que allí estuve. El correo dice así:
“Mi amigo Jesús:
No sabes cuánta alegría me dio ver que habías hecho el Camino.
Te contaré mi relación con él este verano, aunque creo que será otra faceta
distinta al tuyo. Estuvimos en Santiago; a los niños les llamó mucho la
atención la llegada de peregrinos a la plaza del Obradoiro. Fuimos a la misa
del peregrino que se celebra a las doce de la mañana; se conoce que hay un
registro en el que se apuntan aquellos que han hecho el Camino y figura de
dónde son y dónde lo iniciaron. La ceremonia la concelebraban varios sacerdotes
de distintos continentes y empezaba diciendo que el oficiante iniciaría los
rezos en latín y nos pedían que cada uno contestáramos en nuestra propia
lengua. ¡Dios mío, qué maravilla! ¡No sabes lo que para una hija de Antonio Yáñez significa eso! La raíz misma, a la vista de todos, sujetando a las
distintas ramas…
Después fueron citando al número de los peregrinos del registro:
tantos de Málaga que vienen de León, tantos franceses que vienen desde
Roncesvalles, "nosecuántos" de Sevilla que vienen de... un rato larguísimo
enumerando a españoles de distintos lugares, a italianos, portugueses,
alemanes, italianos, mexicanos… y un indio. ¡Cuánto tiempo nombrando a cuánta
gente! Me los imaginaba saliendo a cada uno de sus casas y convergiendo en Santiago
con una idea común. Fantástica la universalidad de Iglesia…
Al final de la misa, el botafumeiro: Orgulloso viniendo hacia mí
y alejándose; presumiendo ante todos, fuerte y joven como hace desde hace
siglos, causando la admiración de los que estábamos dentro; haciéndome sentir
pequeña y parte de la historia de la cristiandad.
Salí, como te imaginarás, tremendamente emocionada, era incapaz
de hablar…
Por la tarde, cuando nos íbamos de Santiago, pasamos mi hijo
Antonio y yo por un aparcamiento de bicicletas tipo SEVICI en la que no
había ninguna, sólo una pintada que decía: “Vinieron por la noche y se llevaron
nuestra bicicletas en sus coches” .Él me dijo:
- Qué raro, creía que en una ciudad con tanta emoción no podían
pasar cosas malas.
Un beso.”
Creo que no puedo, que no debo añadir ni una palabra al correo ni a la emoción que me produjo leerlo.
Así
que vuelvo a mi relato de mi último día en Santiago. Busco una fotocopiadora
para copiar unos textos suyos que me dejó Diego. Buscándola me cruzo alternativamente
con gente amabilísima y con otra que parece tener prisa por que yo le note lo
que le fastidia tanto forastero por aquí: qué pronto se nos olvida que eso
somos todos en cuanto salimos de nuestro pueblo para ir al pueblo de al lado.
La
encuentro finalmente y regreso al albergue con la certeza de que mis ojos no
volverán a ver estas paredes, esta luz, esta gente, en muchos meses,
posiblemente, en muchos años. Con esa impresión de despedida que tiene cada uno
de los pasos que voy dando en mi camino de vuelta voy intentando tener una
sensación de conjunto de estos días.
Después
de una cerveza, de descansar un rato y
de una ducha, recojo mis cosas y con un café me despido de la gente que hay en
el albergue. Algunos: Enrique, Diego, los chicos de Madrid, se han incorporado a
mi vida; los otros representan a todos los que me he ido encontrando estos
días, esos que han ido entrando y saliendo, superponiéndose en distintos
lugares y que también han sido muy importantes.
Me
acerco a la estación y me esfuerzo por fundir en el aire que respiro en estos
últimos momentos los aires que han envuelto todos los paisajes, todas las
luces, todas las gentes y, sobre todo, todas las experiencias personales que he
tenido todos estos días.
Se
va acercando el autobús a Madrid y luego a Sevilla, me espera Gloria en la
estación, luego Inés, Andrés y mi madre.
Me
gusta sentir su cercanía, me gusta sentir cómo se me va acercando hasta
alcanzarme aquel que era yo antes de irme. Me gusta sentir esta fusión que me
hace ser aquél y que me recuerda que
algunas cosas han cambiado, posiblemente, de forma irreversible.
Es
curioso, en este camino de vuelta no tengo sensación de regreso y es que quizás
no existan los caminos de regreso, que,
incluso los que parecen serlo, son caminos de ida, aunque sólo sea porque
cuando regresamos de algún lugar, de alguna experiencia, no somos nunca
exactamente los mismos que nos fuimos.
Al
llegar, el calor de Sevilla me trae un regalo inesperado y refrescante. Hay
cosas que no han cambiado, hay gente que sigue haciendo regalos con muy poco, …
Quizás nosotros, los de entonces, ya no seamos exactamente los mismos, pero sí
lo son los sentimientos. Y las ganas de seguir hablando de muchas cosas …
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
Undécimo día. 16 de agosto de 2013. Finisterre.
Amanece un
día curioso hoy. Después de tantos días en que esta parte de la jornada ocurría
como por inercia: despertar temprano, prepararlo todo a oscuras, cuidan los
pies, … De pronto, hoy todo eso se ha terminado. Hasta ayer mismo, desde hace
diez días, despertar de madrugada, beber
agua e ir preparándome para salir era el único inicio del día concebible.
Ahora, de pronto, siento que puedo quedarme en la cama un rato más y ya echo de
menos ese despertar que lo desencadenaba todo como un torrente, que te
arrastraba y te metía en el ciclo natural de la vida.
Hoy ya ha
amanecido, son las ocho cuando me levanto. La inercia de todos estos días me
hace repetir el ritual hasta llegar a la calle. Se me hace raro salir sin
mochila, con los pies respirando en chanclas. Todo es mucho más cómodo, pero no
estoy seguro de que me guste más.
He quedado
con Enrique para ir a Finisterre. Está en el bar de enfrente, con Diego.
Tomamos café y salimos hacia la estación para coger el autobús. Andando por las
calles de Santiago nos seguimos sintiendo como peregrinos, pero hoy menos, no del todo.
Ya en el
autobús, la carretera comienza a recorrer la costa. La carretera, por la orilla
va dando vueltas y vueltas como si se
empeñara en mostrarnos cada pueblo desde todos los puntos de vista posibles.
El agua
entra caprichosa en la tierra como jugando con ella, o acaso es la tierra la
que juega con el mar dejándolo entrar, aquí estrecho como un río, como un
brazo; quí ancho y redondo como un lago en forma de vientre. A veces, es la
tierrala que parece abrazar al mar y otras, el mar el que abraza a la tierra.
En muchos
pueblos, las barcas se alinean en filas, como formaciones que defendieran su territorio. En otras, aparecen salpicadas
en el agua como pinceladas, como adornos indolentes y un tanto románticos del
lugar. La montaña al fondo, los bosques llegando hasta la orilla, reflejándose
en el agua envueltos por esta amable luz de la mañana, aparecen vaporosas
filtradas por la bruma tenue de estas horas.
Dan ganas de
bajarse del autobús en cada pueblo, en cada playa y envidio a quienes veo
jugando con la arena o en el agua.
Después de
dos horas largas, llegamos a Finisterre y paseando por el pueblo, una señora
nos regaló toda la humanidad que tenía con unas pocas palabras muy sencillas.
Le habíamos preguntado por el faro, nos
había indicado y cuando le agradecimos su amabilidad nos dijo: -Oh, cómo no iba
a hacerlo, si no me costó nada.
Me quedé
sonriendo mirando su sonrisa tranquila y pensé en lo distinto que sería todo
esto si hiciéramos por “el otro” lo que éste necesita cuando a nosotros no nos
cuesta nada.
Qué bien se
siente uno después de un encuentro como éste. Enrique y yo fuimos comentando
esto mientras dejábamos el puesto a la izquierda y nos dirigíamos hacia la
salida del pueblo.
Cuando me
siento invadido por emociones sencillas e intensas como ésta noto físicamente
como si el aire entrase en todo mi cuerpo, como si tocara por dentro cada parte
de mi cuerpo bombeado por los pulmones.
Algunas
iglesias muy bonitas nos van acompañando hasta la salida. Luego, la costa se
empina y, de nuevo andando, vuelvo a disfrutar de recorrer el paisaje al ritmo
del hombre. Pequeños acantilados, entrantes y salientes, van a mi lado mientras
camino. Al fondo, ya se ve el faro que se va acercando poco a poco, dejándome
acostumbrar mis ojos a sus formas, a la del cielo que lo rodea, a la del mar
que se funde con él rotundo. Así, caminando, me voy haciendo poco a poco a la grandiosidad del paisaje y poco a
poco me voy sintiendo fundido con él, integrado en él.
Ya en el
faro, siento la emoción de todos los que pensaron con temor que la tierra
terminaba aquí durante tantos siglos.
Como tantas veces en el camino, me siento parte, no sólo de la tierra, del
paisaje, sino también del tiempo, de la historia. Aquí, no entiendo el mito, lo
vivo, lo siento con el peso del tiempo.
Luego, el
ritual: la piedra con el deseo. Es fácil creer aquí, ante el poderío
indiscutible de la naturaleza que ésta todopoderosa, puede concederte lo que le
pidas.
Antes de
volver me siento todavía un rato, con el mar tremendo bajo los pies y con la
fuerza del viento presente en todo y me gusta esta sensación de pertenencia, de
sentir en mi cuerpo que soy parte de todo esto.
Camino de la
carretera, en un puesto de regalos veo una caracola grande y rústica. Me
hubiera gustado regalarla, pero es muy cara, sí que la cojo, la acerco a mi
oreja y reúno con el rumor del mar lo mejor de mis sentimientos.
De vuelta al
pueblo, comimos una ensalada estupenda en el puerto.
En el
autobús de regreso, la luz de la tarde y el recorrido inverso, volvieron a
mostrarme los mismos pueblos de una forma distinta. Quizás, sin la magia de la
mañana, aparecían ahora más reales, más vivos.
Ya en
Santiago, comentamos el día con Diego y con los chicos de Madrid. Una ducha,
una cerveza en el bar de enfrente donde Diego nos presentaba y nos iba contando
la vida de sus amigos los camareros, muchos de ellos argentinos, y a dormir
temprano. Antes de ir a la cama llamé a casa y tomé estas notas.
Aquí,
delante del papel, me doy cuenta de que muchas de estas vivencias no cobran
forma hasta que no llegan las palabras para dárselas y que algunas palabras,
las más precisas, llegan para darles esta forma en el teléfono, queriendo
compartir todo esto con la gente que me
parece que allí disfruta tanto también
de ello.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
Décimo día. 15 de agosto de 2013. Fin del camino: por fin, Santiago.
Amanece un nuevo día. Hoy, el destino es Santiago, la última
etapa de este viaje, la culminación del proyecto.
De todas formas, no dejo mucho tiempo estas ideas en mi
cabeza. He aprendido estos día a hacer las cosas en orden y, al despertar, lo
primero es bajarse de la cama.
Eran las cinco menos cuarto de la mañana y es que, con tganta
gente por los caminos, la única forma de ir tranquilo y de poder parar a
disfrutar del paisaje de vez en cuando es saliendo muy pronto.
Enrique y yo nos tomamos uno de esos capuchinos de sobre que
nos han hecho tan acogedores estos primeros momentos muchos día.
Es completamente de noche, así que salgo, como otros días,
con la linterna frontal para alumbrarme la primera hora.
Un poco de carretera y Enrique sigue por ella mientras yo
entro en el camino. De pronto, me veo solo, en un bosque a las cinco y media de
la mañana, completamente de noche, con la única luz de mis linternas, y me doy
cuenta de que esto hubiera sido completamente impensable para mí hace sólo unas
semanas. Las sensaciones positivas son tan intensas que el miedo no tiene sitio
en mi mundo ahora. Me doy cuenta también de que el miedo se produce casi
siempre cuando uno se adelanta a las situaciones y no tanto cuando éstas se
producen.
Al poco rato, llego a Arca. En este silencio denso ya se oyen
algunos peregrinos de vez en cuando a lo lejos. A esta hora de la noche,
pasando bajo esta bóveda de hojas, entre este mar de helechos por donde cruzan
algunos conejos, el frescor lo impregna todo y siento el privilegio impagable
que me regala este lugar invitándome a compartir los secretos de su noche.
Ya amaneció y paso de nuevo por una aldea casi despoblada, con su iglesia con su
cementerio abierto, como tantas por aquí. Me paro a mirar con detenimiento todos estos edificios,
toda esta naturaleza, toda esta historia que llevo días compartiendo. Sé que me
queda poco tiempo para seguir haciéndolo, así que quiero ser consciente de todo esto y de mis sensaciones aquí. Miro,
cierro los ojos e inspiro con fuerza como si quisiera que todo lo que me rodea
se convirtiera en parte de mí fundiéndose con el aire..
Una pista asfaltada nos va acercando entre eucaliptos, poco a
poco, al Monte do Gozo. M paree mentira lo cerca que está el final. Aquí ya hay
bastantes peregrinos delante y detrás de mí. La gente sonríe y se saluda
recordándose lo cerca que está la meta.
El Monte do Gozo parece una romería con infinidad de
peregrinos y visitantes. Apenas me entretengo en la imagen e la catedral desde
aquí. Quizás porque para mí, desde el principio, llegar a Santiago era lo de
menos; quizás porque, como hoy se hace el camino, este es uno de los momentos
en que se viene menos cansado, quizás por la cantidad de gente que hay, no me emociona especialmente el sitio, aunque
estoy contento por haber llegado.
Me he parado un rato a comer algo y a arreglarme los pies,
que van mucho mejor desde que abrí los zapatos.
Antes llamé para reservar albergue: el Estrella de Santiago.
El dueño, Diego, por el acento que tiene parece andaluz.
Voy bajando el monte y muy pronto entro en Santiago. Ahora sí
me siento cada vez más contento. Algunos peregrinos van muy cansados o con los
pies destrozados. Todos nos sonreímos, es bonito sentir compartida esta
satisfacción de ver el reto cumplido con gente a la que no conoces llegada de
tantos sitios distintos.
Santiago, se ve que ha ido creciendo al calor del camino y
son muchas y muy hermosas las iglesiad y conventos que encuentro a mi paso al
entrar en la ciudad.
La catedral está cada vez más cerca y, por fin, primero la
parte de atrás y luego la fachada, la veo. Aquí estoy, en la Plaza del
Obradoiro, ante el Pórtico de la Gloria, este lugar al que han llegado gentes
de todo el mundo a lo largo de los siglos para culminar su viaje. Delante,
cierro los ojos y me siento parte del tiempo, una gota en la corriente de la
historia. Llamo a casa para compartir con ellos la emoción del momento. Ha sido
un proyecto compartido desde el inicio y compartir este instante aumenta mucho
la intensidad de las sensaciones.
Le pido a unos chicos que me hagan una foto, varios me lo
piden a mí. Una chia, becaria en ABC, me entrevista como peregrino.
La fachada de la catedral es muy bonita, aunque la hemos
visto tantas veces en libros y en televisión que me parece más bonita
reconocerla como parte de mi paisaje personal que por las características del
edificio. Recuerdo que me ocurrió algo parecido la primera vez que fui a
Madrid.
Antes de visitar la catedral, recoger la Compostela y demás rituales del peregrino, quiero
disfrutar del momento como he hecho todos estos días. Así que busco un lugar un
poco más tranquilo donde soltar la mochila un rato y tomarme una cerveza.
A solas con mi cerveza y con mi mochila, mi compañera durante
todos estos días, siento este lugar con tanta gente tan distinta como el menos
auténtico de mi camino.
Me llama Enrique, viene a tomarse también algo conmigo.
Celebramos juntos también la culminación de estos días y nos vamos al albergue.
Allí conocemos por fin, en persona, al hospitalero: Diego.
Es, efectivamente, sevillano, de Coria. Charlamos un rato y ya, desde el primer
momento, se ve que es alguien distinto, alguien muy interesante. Nos contó cómo
había renunciado el segundo día de trabajo como agente judicial porque el
ambiente entre sus compañeros le parecía asfixiante y tuvo claro ya desde ese
primer instante que no quería pasar así el resto de su vida. Era albañil en
paro, sacó el título de ESO estudiando por la noche. ¿Verdad que todo el mundo
no es igual? ¿Verdad que no hay una sola forma de vivir, como nos quieren hacer
creer? Para montar el albergue sin dinero pasó también mil vicisitudes. De vez
en cuando acoge mendigos o acoge a gente en su casa. Escribe, toca la guitarra,
canta, compone, …
De Diego, como de las experiencias de Enrique en Cuba y de su
conocimiento de los cubanos de l calle he aprendido más en estos pocos días que
de mucha de l gente que me rodea habitualmente en años. Ésta es otra de las
experiencias que uno se lleva del camino si tiene el camino interior abierto a
ellas.
Luego, por la tarde fuimos a por la Compostela, a visitar la
catedral y a abrazar al apostol. Aquello me empezaba a recordar a mis
vacaciones tradicionales: edificios hermosos, historia, arte, compartir la
cultura de mis antepasados, … Pero, de pronto, al abrazar al apostol, me vi sorprendido
por una avalancha de sensaciones que me llegaron sin esperarlas, se
superpusieron en mí todas las experiencias del camino en un instante y me di
cuenta de lo importante que son para el hombre los símbolos.
Encontramos allí a Vincent y a las dos parejas jóvenes con
las que habíamos coincidido en días anteriores. Fue bonito este encuentro y
esta despedida. Hasta aquí nos habíamos despedido cada día con la casi certeza
de que volveríamos a vernos alguno de los días siguientes Ahora nos despedíamos
con la casi certeza de que no nos volveríamos a ver y se nos iluminaron las
miradas en el último abrazo.
Después nos tomamos Enrique y yo un Martini para reposar las
emociones.
Volvimos al albergue. De nuevo, conversación con Diego, que
nos cuenta todas las dificultades que tuvo que superar, todo lo que tuvo que
trabajar para montar el albergue y todo lo que le ayudaron sus vecinos. Diego trasmite verdad y creo que esa es de las pocas cosas a las que el ser humano no
se puede resistir.
Yo me voy a dormir y ellos se quedan en la puerta de la calle
hablando. Antes, unos chicos muy jóvenes de Madrid que tenían cama desde
temprano se las han cedido a una mujer que llegó arde con su hijo y no tenía
donde quedarse. Ellos dormirán en una colchoneta en el suelo de la cocina,
junto con otros que llegaron tarde también y no encontraron sitio tampoco. Les
reconocemos el gesto a los chicos cuando nos lo contaron. Ellos le quitaron
importancia con toda naturalidad. Encontrarse con lo mejor del ser humano en
gente que tiene uno al lado estos días me hace entrar en contacto también con
lo mejor de mí y siento que no quiero salir de esta zona de mí nunca más.
Me gusta terminar el día comentando con los niños todo lo
bueno que éste me ha deparado y, sobre todo, con Gloria, porque me hace sentir
cómo vive también en primera persona muchas de estas experiencias.
Me meto en la cama y me arrebujo en el saco. Hoy ha sido muy
especial y quiero cerrar las persianas del día haciéndolo rodar una y otra vez
por los sentimientos hasta que el sueño llegue.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
domingo, 7 de diciembre de 2014
Noveno día. 14 de agosto de 2013. Santa Irene, O Pino.
Anoche dormí bien hasta las tres y media, pero luego lo hice
en el sofá hasta las cinco en que me levanté definitivamente. Me fui al sofá porque
me tocó la cama de arriba en la litera y, al bajar para ir al servicio, estuvo
a punto de darme un calambre. Temí que al volver a subir y bajar terminara por
darme, definitivamente, y que se fueran al traste mis ganas de llegar a
Santiago. De todas formas con la ayuda de la almohada y de una silla conseguí
dormir bastante bien allí.
Como hay tanta gente en Arzúa, decidí salir muy temprano. Aun
así, ya encontré muchos peregrinos andando a esas horas.
Al salir de Arzúa, hay que subir algunas pendientes muy
fuertes y, desde arriba, pude recrearme en un amanecer precioso. El horizonte
estaba lejos, al fondo de un valle extenso. Al final, se veían unas montañas
muy distantes tras de las que salía el sol.
Mientras subía entre tanta gente, me resultó muy
agradable cruzarme con muchos de ellos. Vi una escena que me emocionó. Dos parejas
empujaban un carrito cada una, cuesta arriba. En un carro iba una niña de unos
nueve años, en el otro, dos algo más pequeñas. El padre empujaba el carro y,
por momentos, la madre empujaba al padre. Ver gente así me recuerda que no
todos somos igual de mediocres, que hay gente que es capaz de hacer cosas así,
de disfrutar del camino aun con hijos pequeños, que esos niños crecerán viendo
esto que hacen sus padres como algo normal y, seguramente, con ellos, el mundo
seguirá teniendo gente que salga de esta insoportable monotonía a la que
continuamente nos quieren empujar. Al ver a estas dos parejas, mi emoción fue
tan intensa que tuve que llamar a Gloria para compartirla.
Los pies no me molestaban mucho y fui adelantando a gente
poco a poco hasta conseguir encontrarme durante mucho tiempo bastante solo.
La etapa era corta y a las diez me encontré en la carretera
con Enrique, junto a un bar. Allí nos tomamos un café y nos dijeron que
estábamos a menos de un quilómetro del primer albergue, Santa Irene, y a tres
del siguiente, en Arca.
No podíamos creer que hubiésemos llegado tan pronto.
Decidimos quedarnos en el primero, en Santa Irene. Al llegar, éramos los
primeros y debíamos esperar allí hasta la una a que lo abrieran.
Fue una espera tranquila, descansando al sol, alternando la
lectura con la conversación. Me quité los zapatos y mis pies se sintieron muy
descansados, aunque hoy recorté las zapatillas antes de salir para dejar más
espacio a los dedos pequeños y ¡cómo lo han agradecido! Ojalá hubiera tenido esa
idea mucho antes.
Junto al albergue, una monja y un joven daban ánimos y
conversación a los peregrinos y sellaban la credencial a quien así lo quería.
Esto nos hizo también más llevadera la espera.
Algunos se detenían y hablaban con nosotros un momento sin
atreverse a quedarse porque el albergue está en medio del campo, junto a la
carretera; pero lejos de todo salvo de un par de bares que hay a unos
seiscientos metros.
Esta tranquilidad, frente a las aglomeraciones de los
albergues del pueblo, es lo que nos hizo decidirnos a Enrique y a mí por
quedarnos en él.
Antes de que llegara la hospitalera, una pareja de americanos
se detuvo casi sin saludar para alojarse aquí también.
A la una, por fin, abrió el albergue. La monja y la
hospitalera se mostraron muy amables con nosotros, aunque el chico americano
tuvo varios gestos despectivos con Enrique que parecían tener que ver con que
nosotros no supiéramos inglés.
El albergue está recién inaugurado y todo es completamente
nuevo. Poco a poco va llegando gente y, al final del día, está lleno. Todos son peregrinos de otros
caminos, por lo que no conocemos a ninguno.
Hacia las tres, Enrique y yo fuimos a almorzar al bar. Los
dueños eran gente muy amable y nos prepararon, incluso, unos bocadillos para la
cena con lo que nos sobró del almuerzo. Es estupendo encontrar gente así.
Por la tarde, mientras escribía un rato, un señor belga me
preguntó cómo se decía en español: “Le petit roi courageux du chemin”. Quería
saberlo para mandarle un regalo a un niño que había conocido haciendo el
camino. Comenzamos a hablar en francés y estuvimos haciéndolo un rato largo. Me
contó la vida de sus hijos, me habló de su mujer, de su nueva casa, …
Más tarde se incorporó a la conversación una pareja de vascos
muy simpática, mientras los americanos seguían haciendo, de vez en cuando,
desplantes. Un grupo de franceses - una señora con su hijo, un joven de unos
veinte años y la que podría ser la tía del chico o una buena amiga de la
familia- había aparecido por la cocina un par de veces con una actitud en la
que parecían burlarse en su lengua de alguno de nosotros.Veo todo esto con distancia y consigo aplicarme sin
dificultad otra enseñanza de estos días:
no dejo que me estropee el día, ni el momento siquiera, la actitud de
gente que no me gusta. No los conozco, no puedo, siquiera, hablar con ellos del
asunto; ni puedo cambiarlos ni tengo derecho a ello, por más que no me gusten o, más exactamente, por más que no me guste lo que hacen. Lo mismo procuraré aplicar a las situaciones en que
me ocurra algo similar. Creo que todo lo inútil que nos ocupa, termina
restándonos energía y alegría para aquello en que sí podemos ser útiles y para aquello que de verdad nos importa.
Salí a pasear alrededor del albergue, el edificio es
precioso, fue ayuntamiento de O Pino, el municipio al que pertenece Santa
Irene, y luego escuela. Es una especie de casa de campo, aunque pase tan cerca
la carretera, aquí estamos en medio del campo. En un banco de piedra me despido
de la jornada y de los míos por teléfono al atardecer.
Va apaciguándose el día al ritmo que va marcando el sol en su
caída, como un director que fuera suavizando la música de su orquesta lenta,
muy lentamente, hasta llegar a la paz absoluta.
Antes de acostarme, aún estuve leyendo un buen rato en la
cocina. Me acompañaban los franceses, que parecían seguir intercalando en su
conversación bromas sobre algunos peregrinos, sintiéndose refugiados en la
ininteligibilidad de su lengua extranjera. Entonces puse en práctica mi
enseñanza: no me van a estropear esta paz, así que primero desaparecieron de mi
mente, luego desaparecieron de mi vista y, finalmente, ya en la cama,
desapareció todo fundido en negro con una sonrisa.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
sábado, 6 de diciembre de 2014
Octavo día. 13 de agosto de 2013. Arzúa.
Hoy también me he levantado
temprano, aunque el tiempo que necesité para preparar mis pies antes de salir me
retrasó bastante la hora de la salida.
Despertar y salir a este claustro de
noche, solo es como colarse por las rendijas del tiempo en otra época. El rumor
del aire que recorre las arcadas lo envuelve todo produciéndome, sin embargo,
una extraña sensación de pertenencia, de aquí y ahora, de presente intenso.
Desayuné con José Antonio y su grupo
de enfermeros. Ellos salieron antes. Una curiosa chica holandesa que compartió
dormitorio con nosotros llegó al comedor y, mientras desayunaba, metía los pies
en una palangana de agua con sal.
Salgo por fin, empieza a clarear en
la calle, miro desde lejos, por última vez, la majestuosidad de estas piedras y
la veo recortada en negro contra el cielo aún oscuro.
Debo parar un par de veces para
quitarme los zapatos y los calcetines en los primeros metros porque no acabo de
encontrarme bien con los pies. Hay un chico, Paco, que quiere quedarse conmigo.
Él hace el camino porque tuvo un tumor que terminó resultando mejor de lo que
todos esperaban. Lo hace como una especie de promesa de agradecimiento. Lo
convenzo para que siga él, porque yo no sé cómo voy a terminar yendo hoy con
los pies y porque prefiero hacer solo todo el camino que pueda. Me gusta mucho,
sin embargo, el detalle del muchacho. Es un chaval curioso, lo conocí anteayer
y me contaba que después de haberlo pasado tan mal había decidido disfrutar de
la vida todo lo que pudiera. Bromeaba diciendo que había traído al camino dos
cajas de no sé cuántos preservativos cada una, y que las llevaba de vuelta sin
abrir.
Por fin parece que se me van
calentando los pies y comienzo a andar. Ya, casi, ha amanecido. El camino
transcurre entre prados amables y extensos. Luego, los senderos se van
alternando con tramos de carretera y al fondo se deja ver un valle ondulado que
se pierde en el horizonte.
El día está nublado. Algunas ermitas
con sus cementerios adosados advierten del paso por pueblos y aldeas muy
pequeñas.
En algunos tramos siguen apareciendo
bosques de pinos y, sobre todo, de eucaliptos; pero lo llano de estas tierras
hace que éstos parezcan menos impresionantes que los que crucé en los días
anteriores.
En algunas zonas se puede ver hoy,
como otras jornadas, perfectamente, el efecto devastador de incendios
recientes. También se ve la parte que está recién plantada para repoblarla lo
antes posible.. Áreas en que el árbol es notablemente más bajo y en que la tonalidad
del verde es mucho más clara, más tierna, nos insinúan la juventud de los
mismos. Todo esto produce en el paisaje una alternancia curiosa de distintas
etapas en la evolución de la vida del bosque.
Continúan las fuentes, los cursos de
agua, las pequeñas aldeas. Hoy la etapa termina en Arzúa, allí se unen ya casi
todos los distintos Caminos de Santiago, para seguir juntos hasta Compostela.
Me dicen que la afluencia de los peregrinos del camino francés es muy grande y
que, a partir de mañana, se pierde por completo esta tranquilidad de la que
hemos disfrutado todos estos días.
Según avanzan los kilómetros, mis
pies se van resintiendo y el dolor, por momentos se hace muy intenso. Entonces,
fijarme en una flor curiosa, recogerla en una foto para enviar el ramo más
hermoso posible de cada día, observar un hórreo antiguo, muy antiguo, que sigue
en uso, cruzar por la vida sin prisas de los paisanos de estas aldeas tan
dispersas sin que ellos parezcan advertirlo; consiguen distraer mi atención
para no pensar continuamente en el dolor. Cuando observo esto, tengo la
impresión de que el cuerpo, cuando no se le presta atención a sus quejas, deja
de protestar, deja de pedirnos que lo escuchemos y pone otros mecanismos en
marcha para solucionar el problema sin la intervención de nuestro cuidado. Y es
que, desde el primer día, ocurre lo mismo: el dolor se concentra en una zona,
se hace cada vez más fuerte, hasta que comienza a disminuir y, a veces, pasa a
otro lugar del cuerpo, donde actúa de la misma forma. Aquí, solo en medio del
campo, no me voy a parar, así que continúo hasta que el dolor se pasa. La
necesidad me hace ver, una vez más, cuán grande es nuestra capacidad de
sufrimiento; cuánto más grande de lo que creemos a diario y como, casi siempre,
es posible dar un paso más, sólo uno y luego sólo otro y sólo otro, …
Y llego a Arzúa. Allí nos saluda una
subida final fuerte, sobre todo para mis pies destrozados. Arriba, ya en el
pueblo, un grupo de jóvenes católicos recibe a los peregrinos ofreciéndonos
agua, aplaudiéndonos con gritos de
ánimo. Siempre es gratificante ver que hay gente, sobre todo si son jóvenes,
que dedican su tiempo voluntariamente a hacer la vida mejor a los demás; pero
cuando vienes tan cansado resulta emocionante.
Efectivamente, según se avanza por
las calles y, sobre todo, al llegar a la plaza central, se ve a una gran
cantidad de peregrinos.
Todo está lleno de gente con
mochila. Los albergues públicos están llenos y tengo la suerte de encontrar uno
detrás de la plaza: el “Vía Láctea”; que, aunque privado, está muy bien de
precio y de instalaciones.
He llegado, de nuevo he conseguido
terminar. Hoy estoy muy contento porque en algunos momentos lo he pasado muy
mal. Ya sólo quedan dos días para llegar a Santiago y lo que en un principio
era sólo un proyecto, algo que me parecía difícil de culminar, hoy lo veo muy
cerca.
Encontrar albergue ha sido una
experiencia nueva. Cansado como venía, sin plaza en los albergues públicos, con
tanta gente alrededor y un poco perdido y aturdido en un pueblo mucho mayor que
los anteriores, me urgía encontrar alojamiento porque detrás de mí continuaba
llegando gran cantidad de caminantes que no podía dejar que se me adelantaran y
me dejaran sin lugar para dormir. Es, quizás, lo que menos me gusta del camino, esa competencia que se establece entre los peregrinos por encontrar plaza al final de la jornada; aunque también es estimulante, es un reto, es algo que no nos permite engañarnos, que nos recuerda que seguimos en este mundo.
Entonces me di cuenta de otra de las
enseñanzas de estos días: para solucionar cualquier cosa, como ocurre con el
camino, hay que echar a andar, hay que
dar el primer paso, y luego el segundo, y luego el tercero y así sucesivamente.
Y así lo hice, y así sigo haciéndolo con la confianza que da ahora ver cómo de esta manera, en una semana, llevo recorridos tantos quilómetros ya.
He cogido la cama en el albergue y
me he tomado la cerveza con la que celebro el final de la etapa, mientras el teléfono me ayuda, al compartir
la alegría del día, a que ésta se multiplique por mucho.
Hoy, la cerveza fue con pulpo, riquísimo –o así me pareció a
mí-, porque no he encontrado de dónde viene ese olor a sardina que me persigue
desde hace rato.
Luego, descanso, lectura y un café en la plaza con Javi, Paco
y Enrique. Aquí siguen los jóvenes animando con juegos y canciones a todo el
mundo.
Voy al supermercado, visito las iglesias y la zona más
antigua de Arzúa, con algunas construcciones muy curiosas.
Ceno, aún con el sol fuera, en el patio del albergue. Me llama
la atención el que en este albergue la gente apenas se saluda. Cada uno parece
ir por su lado y no sé si es porque al ser privado la gente se refugia de nuevo
en su individualidad anónima. Quizás, al tener un encargado a quien dirigirte
para que te resuelva los problemas, ya no tienes esa sensación de necesidad de
apoyo de los demás y, por tanto, de solidaridad con ellos. Aquí, aunque las
estancias son comunes, no parecen ser compartidas, sino un espacio común donde
se sitúan espacios independientes contiguos con divisiones invisibles.
En este asunto, observo también más tarde, que quizás influye el
que en este albergue hay bastante gente que ha hecho todo el camino en
albergues privados y en hostales. Algunos, incluso, envían las mochilas por
servicio de paquetería al destino siguiente y, ya desde aquí, salen con el
alojamiento reservado. Es, desde luego, otra forma de hacer el camino muy
distinta, una forma en la que me parece que se pierden elementos fundamentales
del mismo.
Se ha hecho de noche. Va terminando el día con la placidez
con que ocurre esto desde que empecé a caminar. Salgo a la calle, hay una
plazoleta cerca y me gusta sentir este fresco que es casi frío. Aquí, me
despido por teléfono de Inés , de Andrés, de Gloria … Y sus palabras, junto a
las risas de algunos peregrinos muy jóvenes que juegan tendidos en el suelo
allá a lo lejos, me hacen sentir en
plenitud.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
martes, 2 de diciembre de 2014
Séptimo día. 12 de agosto de 2013. Sobrado dos Monxes.
De nuevo me
pongo en marcha muy temprano. El movimiento en el dormitorio empieza muy pronto
hoy también, porque algunos pretenden hacer una etapa muy larga, hasta Sobrado
dos Monxes, de más de 40 kilómetros. Yo voy a Miraz, son sólo 15 kilómetros,
debo cuidar mis pies.
Después del
desayuno, me los curo, me vendo bien los dedos pequeños y, a la la calle.
De nuevo es
de noche al salir del pueblo, comienza a amanecer antes de entrar en el campo.
Continúa siendo un paisaje llano. El sol termina de salir entre un bosque de
eucaliptos. Antes, los mensajes terminan de despertarme, de abrirme los ojos a
tanta belleza, de abrirme los ojos a tanta vida.
Hace fresco,
la niebla se muestra embalsada en los valles esperando a que el sol la toque
para despertarla. Al rato de iniciado el camino, me encuentro un bar en una
aldea de muy pocas casas. Con buena vista comercial se ha autodenominado “zona
de apoyo al peregrino”.
Resulta muy
reconfortante entrar en él. Con un café, vuelve al cuerpo su calor natural.
Mientras me lo tomo, llega otro peregrino, Javi, de Valencia. Nos sentamos
juntos y comentamos alguna cosa sobre el recorrido. Él también hace la etapa
corta hasta Miraz. Mientras hablamos, en la pantalla de un ordenador se suceden
fotos del lugar. Algunas son del invierno y un gran manto de nieve lo cubre
todo..
Al salir nos
despedimos y nos deseamos buen camino, le dije que se fuera él por delante
porque yo necesitaba tiempo para volver a calentar mis pies. Sin embargo, nos
encontramos pronto de nuevo. En una de las pocas casas del lugar hay un señor
esculpiendo a golpes de martillo y cincel en el jardín. Nos miramos y nos
decidimos a entrar. El señor, muy amable, nos recibió y nos enseñó lo que
hacía: era un cruceiro que le había encargado el ayuntamiento. Es curioso cómo
se conserva y se continúa en esta zona con la costumbre de proteger al
caminante con símbolos religiosos, especialmente el cruceiro. En casi toda España,
esa costumbre se perdió hace mucho e, incluso, muchos de estos símbolos que el
pasado nos regaló se han ido perdiendo, arrojados al olvido al arreglar un
camino o la fachada de una hacienda.
El señor nos
permitió pasar a su casa, dondes se entremezclaban obras más pequeñas suyas con
guitarras y cintas de casete, con recortes de periódicos y frases originales
suyas. Vivía solo allí, en invierno era el único habitante en varios
kilómetros, para alejarse del ruido de la ciudad. Había estudiado en la universidad
de Cheste, en Valencia. Hablamos de la vida tan fácil que les estamos haciendo
a los jóvenes y cómo nos estábamos equivocando con eso, de la vida tan
artificial que vamos construyendo desde hace tiempo, …
La
conversación fue muy estimulante, como lo fue comprobar de nuevo que cuando no
hace cosas diferentes se encuentra a gente diferente; cuando uno hace algo tan
interesante como este camino, uno se encuentra a gente interesante que lo hace
a uno un poco más interesante.
Chacón, que
así se llamaba, nos selló la credencial del peregrino y, como no podía ser de
otra forma, su sello no tenía nada que ver con los que nos habían puesto antes,
éste iba impreso sobre cera derretida, cosa de artistas.
Antes de
encontrar a Javi, había estado hoy también cantando un buen rato. Mientras
cantaba, iba pensando que, quizás, una cosa que me gustaba mucho de estos días
era que no distraía mi mente con esa cantidad de cosas superfluas con las que,
a diario, nos alejamos de las que realmente nos gustan. Y cómo nos ocupamos de
personas y asuntos que, aunque a veces puedan disgustarnos realmente, no está
en nuestra mano influir en ellos, cambiarlos y a los que, además, en la mayor
parte de los casos, no tenemos derecho a cambiar por mucho que nos disgusten.
Salimos de
casa de Chacón y ya seguimos el camino hasta Miraz Javi y yo, los dos juntos.
Fuimos
comentando nuestras impresiones sobre Chacón. Javi me fue contando algunas
cosas sobre su vida y sobre su visión del camino, que se parece bastante a la
mía.
Llegamos
casi sin darnos cuenta a Miraz. Eran las diez de la mañana y , casi sin darnos
cuenta, habíamos sido los primeros en llegar. Allí sólo había cuatro o cinco
casas, un bar y el albergue, que no abría hasta la una de la tarde. Nos
encontrábamos muy bien de piernas y nos animamos a seguir hasta Sobrado. Eran
26 kilómetros más, pero nos animó también a hacerlo el reto de completar una
etapa de más de cuarenta kilómetros.
A partir de
allí, pasamos por una curiosa zona de enormes peñas negras que se apilaban
junto al camino y que parecían extraídas de allí mismo, del suelo, por lo que
aquella zona bien podría ser una cantera de piedra de la que se usaba en la
construcción de las casas de la zona.
Pasado el
medio día, descansamos en una pequeña venta del camino, allí, completamente
sola en medio del monte hasta donde el camino nos había ido subiendo, parecía
un lugar como de otro mundo.
En la
puerta, al fresco de un sombrajo, nos comimos un bocadillo de pan casero y
queso hecho también allí, en la casa.
Allí paró
también una pareja de peregrinos extranjeros que se limitó a saludar y
despedirse.
Después del
descanso, retomamos el camino con la alegría contenida de ver cómo íbamos
superando el desafío de aquella etapa tan larga.
El sendero
subía y bajaba por un campo más abierto que los días anteriores y las aldeas y
las fincas estaban mucho más dispersas. Era, sin embargo, un paisaje también
bonito, menos mágico, menos distinto, pero también bonito.
Javi y yo
comentábamos que nos parecía que entre los gallegos había como dos grandes
grupos: unos eran bastante amables en general, pero había otros muy hoscos que
veían al peregrino como algo extraño que se colaba en sus vidas sin permiso. En
general, parecen ver El Camino como algo ajeno a ellos, que pasa junto a sus
casas, que les puede ofrecer algún negocio, pero ajeno a ellos; algo para gente
de fuera; de hecho, son muy pocos los gallegos que encontramos haciendo El
Camino, aunque muchos de ellos no conozcan estos parajes por donde ni siquiera
los coches, en muchos casos, pueden pasar.
En los
últimos quilómetros había tres subidas muy duras y a Javi se le atragantó la
última, pero ya estábamos muy cerca de Sobrado y, tras descansar un poco,
llegamos sin problemas. Yo llevaba los pies muy doloridos. Estaba seguro de que
en el dedo pequeño del pie izquierdo se me había formado otra ampolla, pero era
muy grande el aliciente de llegar a Sobrado, después de haber caminado tanto, y
ver al fondo el impresionante monasterio en el que nos quedaríamos a dormir.
Según te
acercabas al pueblo, veías arroyos y, ya a la entrada, había un lago bastante
grande. El lugar es, evidentemente, ideal para meditar; pero sorprende ver un
monasterio tan grande en un lugar tan apartado. Según parece, el pueblo nació
al calor de éste para albergar a la gente que trabajaba en él.
Cuando
llegamos, a las tres y media de la tarde, ya había bastante gente esperando a
que abrieran, lo hacían a las cuatro. No nos esperaban, así que nos alegramos
de volver a vernos.
Una vez
cogida la cama, los enfermeros amigos de José Antonio me curaron de nuevo.
Luego fui a comprar y visité el monasterio. Los dormitorios estaban en uno de
los claustros y me produjo una emoción difícil de describir salir de la
habitación y sentir que estaba viviendo allí, aunque fuera por unas horas. Me
senté a disfrutar el momento sin pensar, sin palabras. En la planta superior
estaba la iglesia mayor y había otro claustro donde no había nadie. Los ojos
cerrados, el silencio absoluto, la paz de las últimas luces serenas de la tarde
fundiéndose con el aire que entra y sale llenándome y vaciándome de todo.
Asistí luego
a la misa de los monjes, algunos cantos que resonaban entre aquellas piedras
que los devolvían envueltos en la densidad de siglos.
Allí
encontré a Enrique, que me invitó a cenar. Es curioso ver a este hombre
comportarse entre la gente: halagador, zalamero; pero intolerante y áspero con
quien es descortés o con quien parece ignorante.
Ya, de
vuelta de la cena, recojo la ropa que dejé tendida y llamo por teléfono. Llamo
arrebujado en la penumbra del claustro para compartir con mis hijos y con mi
compañera toda esta emoción que produce estar aquí (os tengo que llevar todo
esto; no sé cómo, pero sé que lo haré, que os llevaré todas estas sensaciones
tan hondas). Los llamé también cuando conseguí terminar la etapa, a mediodía.
Hoy ha sido un día de emociones intensas. Compartirlas con ellos, saber que
ellos están viviendo todo esto, están disfrutando todo esto, me hace feliz.
Me echo a
dormir, por fin. Todavía hay una última cosa hermosa hoy: en la cama que está
sobre la mía se acuestan juntos dos peregrinos: un hombre y una mujer. Me da
una última alegría el día al ver la incomodidad que prefieren de compartir una
cama tan estrecha después de un día tan cansado por estar juntos.
Hoy ha sido
un día muy hermoso.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
lunes, 1 de diciembre de 2014
Sexto día. 11 de agosto de 2013. Baamonde.
Hoy desperté
temprano también, sobre las cinco y media de la mañana. Desde las cinco
comienza el movimiento en el dormitorio. Aunque con sigilo, los peregrinos
comienzan a bajar de las literas, las linternas comienzan a alumbrar, el sonido
de las cremalleras de los sacos parece querer esconderse sin conseguirlo tras
las sombras de la noche, las mochilas se arrastran como andando de puntillas, …
En el
albergue, el día ha comenzado y yo prefiero levantarme ya a estar despertando a
cada instante.
Enrique ya está
en pie también y me pide un capuchino. Nos tomamos uno cada uno y el calor de
hogar que sube con el aroma del café por el humo que me envuelve la cara, me
termina de devolver definitivamente a la vida.
Al salir,
como cada día, intercambio un mensaje con mi compañera y siento cómo aumenta la
emoción, al compartirla, del inicio de cada etapa. Es, posiblemente, el momento
más hermoso de cada día. Salir al silencio fresco de la mañana que todavía no
es, ese silencio ahogado por la oscuridad; la luna aún, las estrellas, el mundo
puesto sólo para ti con la promesa de tantas cosas: de un amanecer hermoso, en
un lugar, seguramente, muy bonito, donde no lo has visto nunca antes, donde no
has estado nunca antes; la esperanza de superar una nueva prueba para mis pies;
la certeza de haber comenzado una nueva etapa.
Hoy es el
cumpleaños de Andrés y le pongo temprano un mensaje felicitándolo. Me gusta
pensar lo que le ilusionará hoy ver llegar todos esos mensajes de felicitación
y pienso en lo que me gustaría que mis hijos vivieran esta experiencia algún
día.
Al salir tuve
que detenerme un par de veces porque los pies me molestaban mucho. Sin embargo,
después, al calentarse, me he sentido bien todo el día.
La etapa ha
sido llana, ha transcurrido entre pequeñas aldeas, entre prados, entre cursos
de agua, … Hoy he cantado mucho. Estos paisajes han hecho que aparezcan en mi
boca todas las sensaciones que me producía n y todas las que me evocaban en
forma de canción improvisada.
Me llamó hoy
también la atención la gran cantidad de cementerios que se encuentran en esta
zona. La mayoría son cementerios abiertos. Situados junto a la iglesia del
lugar, el cementerio se abre a la calle o, a lo sumo, se cierra en algunos
casos con una pequeña cancela, quedando, en cualquier caso, perfectamente a la vista
y a pie de calle todo él. Estos paisajes y esta forma de contacto cotidiano con
la muerte me transportan a otros tiempos, a unos tiempos que yo no viví y en
los que la muerte era, según nos han contado nuestros mayores, una parte más de
la vida; una parte que, aunque negativa, se manifestaba habitualmente en las
familias y que, curiosamente, nos hacían estar más atados a la vida, vivir la
vida más intensamente, sin tantos miedos.
Aunque son
pocos, muy pocos, los niños y los jóvenes que se ven en estas aldeas, los que
hay juegan entre animales y ríos, entre campos y pájaros, entre lápidas y
cielos infinitos. De qué manera tan distinta se tiene que ir configurando la
masa de un niño aquí de como lo hace en lugares más grandes, más masificados,
con más prisa.
Pasar por
aquí, caminar por aquí, pasear –casi- aquí, me recuerda que cuando yo me he
sentido realmente a gusto en un lugar de vacaciones, siempre he deseado volver
allí no a visitarlo, sino a vivirlo, aunque sólo sea unos pocos días; a pasear
sin prisa, sólo disfrutando de lo que me encuentre al paso sin tener que ir
buscando una lista de lugares que debo ver y que me impide, justamente,
disfrutar de ellos. Creo que esto que hago estos días se parece mucho a eso que
yo he deseado hacer en todos esos sitios que me gustaron antes. Sentir las
cosas al ritmo natural del hombre, al ritmo del caminar sin ninguna prisa, por
el mero placer de hacerlo.
De pronto me
llaman la atención las flores y las vallas de algunas parcelas. Las vallas
consisten en unos trozos de piedra más o menos rectangulares clavados en el
suelo cada pocos centímetros formando una especie de empalizada. Unas flores y
unas vallas de piedra que yo no recuerdo haber visto nunca antes o en las que,
al menos, nunca me había fijado.
Y noto cómo
el no pensar, el dejarme surcar por estas sensaciones sencillas del presente
absoluto, producen en mí una intensa alegría.
De pronto
encuentro otra llamada a un tiempo remoto: un edificio en cuya fachada aún reza
“Teleclub Bgara”. Está abandonado, pero sigue ahí, en pie y con ese letrero
anacrónico que lo hace emocionante en su decadencia.
Poco a poco
me voy acercando al final de la etapa. De nuevo he conseguido completarla y
recuerdo aquel primer día, tan cercano y que, sin embargo, a fuerza de
experiencias interpuestas, me parece ya tan distante, en que pensé que no
podría terminar siquiera aquella primera etapa.
Al llegar al
albergue de Baamonde, bromeamos con el nombre del pueblo y a los mayores nos
sorprende que los más jóvenes sólo consigan identificarlo con un ciclista y no
con alguien que “gobernó” este país ¿no hace tanto?
Manolo, el
marido de la hospitalera, nos recomienda un bar para tomar cervezas y nos avisa
del río que pasa junto al pueblo. De nuevo, paso bastante tiempo hablando con
“el grupo de los nueve”. Me siento a gusto entre ellos. Luego, Enrique se viene
también con nosotros.
En el pueblo
hay un artista local que parece tener un museo muy curioso. Mi intención era ir
a verlo, pero después de descansar me fui a pasear y a leer al río. El lugar es
un remanso de paz, un parque en el que se combinan a la perfección la
naturaleza sin domesticar con algunos merenderos perfectamente integrados.
Al volver al
albergue, se me acercó José Antonio Soriano, un joven muy interesante que me
habló de su trabajo, de sus amigos, y de cómo estaba haciendo el camino por sus
abuelos. Buen tipo José Antonio, me regaló una concha de peregrino y me pidió
que rezara por su abuela. Yo le dije que lo haría Inés, mi hija, que estaba
mucho más cerca de dios que yo. Nos estrechamos la mano y, cuando me vio los
pies, me trajo a unos compañeros suyos de viaje para que me los curaran. José
Antonio es profesor de secundaria, sus amigos son enfermeros. No me dejaron que
fuera a comprar nada a la farmacia. Todo lo que usaron lo llevaban ellos. El
cuidado, la atención y la generosidad con que me cuidaron me recordaron de
nuevo que alguna gente es estupenda.
Luego,
compré en la tienda y hablé por teléfono sentado al sol hasta que éste se puso.
De nuevo siento el privilegio de revivir en estas conversaciones lo mejor de
cada día mientras éste, hoy, ahora, ya, se va apagando.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
viernes, 28 de noviembre de 2014
Quinto día. 10 de agosto de 2013. Villalba.
Hoy ha sido
una etapa normal, bastante monótona. Después de la dureza de la de ayer, ha
resultado ser bastante cómoda.
El paisaje,
casi la mitad del trayecto, fue más bien feo, transcurrió por el asfalto;
quizás por eso valoré más esa otra parte del camino que transcurrió junto al
río, entre árboles que juntaban sus copas formando una especie de bóveda verde
con la que nos cubrían y nos regalaban su sombra.
No he ido
solo, como ocurrió los días anteriores, en ningún momento. Salí acompañado de
Enrique, un sevillano que tuvo una vida intensa y accidentada. Repite con
frecuencia dos ideas que creo que lo retratan bien: “yo soy, o todo o nada” y
“mi padre decía: si eso ha pasado es que estaba de Dios”. Quizás por eso, igual
que ha pasado por todas esas dificultades, ha salido con bien de ellas.
Después, me
acompañó Paco, un señor que, con algunos problemas de movilidad por una
enfermedad, ha hecho el camino en numerosas ocasiones; una vez, incluso, lo
terminó con el hombro roto. Creo que eso lo define bien a él también.
Cada uno por
una cosa, ambos, hombres interesantes. Oyéndolos se aprende de otras vidas, de
esas otras vidas que yo no pude tener. De manera semejante a lo que ocurre con
el reposo de la lectura, el reposo del caminante nos hace estar mucho más
abierto a este tipo de aprendizaje, aunque éste está a nuestro alcance todo el
año.
Como me
ocurrió en las etapas anteriores, por distintos motivos: por ser las vísperas
de todo, por ser el primer día, por la dureza del segundo, por haberlo
compartido con otros hoy; como ocurrió en las etapas anteriores, decía, hoy he
vuelto a sentir la presencia constante de las personas importantes en mi vida
acompañándome. Sin pensar en ellos, simplemente dándome cuenta de a ratos de
que estaban ahí, que habían estado ahí todo el tiempo, aunque no me diera
cuenta en muchos momentos, como una parte de mí, como una parte importante te
de mí, como una parte constitutiva.
Fui
consciente entonces de que hay gente importante para mí y luego está la gente
que siempre están aquí dentro: unos, porque son parte de mí desde que nacieron
o desde que nací yo; otros, porque se han ido colando entre mis fibras con
el gesto, con la palabra, con la atención, con la INTENCIÓN JUSTA, en cada momento.
Paco es un
estudioso y un gran conocedor del Camino. Me fue contando infinidad de
anécdotas sobre él y sobre los muchos Caminos que había hecho: desde distintos
puntos de España, desde Francia, en Alemania por el Rin, …
Hacia la
mitad de la etapa, se nos acercó un perro que nos acompañó todo el tiempo hasta
el final. Era un pastor alemán limpio y juguetón, bastante joven. Parecía perdido y, al terminar,
llamamos a protección civil para que se hiciera cargo de él.
Al llegar al
albergue, fuimos al pueblo a tomar café. Volví con una pareja muy joven de
chicos madrileños. Novios, con toda la vida por delante. Me gustó mucho ver
cómo el hecho de hacer el Camino
resultaba interesante también para gente de su edad.
Después de
comer, aquí, sentado al sol, con mi libro y mi diario, veo cómo nos vamos
resultando familiares los peregrinos que ya hemos coincidido en varias etapas.
Al observarlos, me doy cuenta de que , un día tras otro, vamos todos vestidos
de la misma manera: una camiseta, un pantalón corto y una sudadera cuando hace
frío; que apenas sabemos nada unos de otros: de dónde somos –a veces-, dónde
hemos iniciado el camino –otras- y poco más. La mayoría de las veces no
conocemos ni el nombre, ni la profesión, … Al desconocerlo casi todo de todos,
la relación que se establece entre nosotros es una relación sin prejuicios, una
relación con “la persona” que tenemos delante sin el condicionamiento de su
condición social o económica o ideológica, y soy consciente de que esto nos
permite conocer a gente que nos gusta a la que en cualquier otro contexto, con
todos esos condicionantes que nos rodean a diario, no nos hubiéramos permitido
conocer.
Aquí, me he
vuelto a encontrar al chico suizo con el que coincidí en la primera etapa y con
un chico portugués que llegó a última hora la primera noche de Ribadeo y que se
quedó a dormir en el suelo.
Este
albergue está alejado del pueblo, por lo que la tarde ha transcurrido plácida
al sol, paseando por entre las páginas del libro de Savater y por las de este
diario. El albergue tiene una sala de estar con un balcón, arriba, desde donde
el atardecer se alarga y la noche se hace muy acogedora a estas horas en que va
cerrando el día con sus mensajes de texto y las conversaciones que me permiten
compartir esta aventura al final, como al principio de cada jornada, con los
míos y que multiplica así el valor de lo vivido cada instante por no sabría
decir cuánto.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
jueves, 27 de noviembre de 2014
Cuarto día. 9 de agosto de 2013. Gontán.
Hoy ha sido
una etapa dura. Todos los que llegaban, algunos con muchos días de camino,
decían que había sido la etapa más dura de todas.
Me levanté
temprano, cerca de las seis de la mañana. Anoche me acosté pronto y descansé
bien.
Vi amanecer
desde el bosque. El sol aparecía detrás de mí con todo el vigor del día;
delante, valles sumergidos en lagos de niebla parecían dormidos a la espera de
la luz que los tocara y los hiciera despertar.
Avanzar solo
por este escenario bajo las bóvedas verdes que cubrenlos caminos, entre este
mar de helechos, me hace sentir un invitado que tiene el privilegio de ver cómo
despierta, cómo se despereza este mundo recóndito cada día.
Cuánta vida
sin adjetivos te va llenando en cada bocanada de aire que te recorre
purificadora absolutamente por dentro.
Es tanto el
bienestar que intento explicármelo, intento encontrar las razones de tanta
dicha. Es curioso, cuando nos divertimos, cuando reímos, parece tan evidente la
alegría que no es necesario explicarla; sin embargo, cuando la dicha sencilla
se deriva simplemente de lo que nos rodea parece que necesitamos encontrar
otras razones que lo justifiquen. Pero no, creo que he aprendido hoy la
necesidad de no pensar, de dejar fluir las sensaciones en ocasiones como ésta.
Hasta llegar
a Mondoñedo, en el paisaje alternan la naturaleza y las casas dispersas en
ella: hórreos, establos, animales que pastanserenos en el campo. No hay coches,
no hay ruidos.
Después,
cursos de agua, puentes medievales en los que me siento fundido con toda la
vida que ha pasado por ellos a lo largo de los siglos.
En uno de
estos puentes, envuelto en estas sensaciones, me paro a desayunar a la entrada
de Mondoñedo.
El pueblo es
precioso: iglesias, fuentes, caserío popular, monasterios.
En él
encuentro a Enrique, compañero de camino que conocí en Ribadeo, y me despisto
porque está muy mal señalizado.
Finalmente,
consigo salir con un grupo de ciclistas y me voy encontrando cuesta arriba con
varios caminantes que acusan la subida. Es una subida durísima tras otra.
El paisaje
no es tan hermoso como al inicio de la etapa y se concentra toda la atención en
el esfuerzo. Me han dolido los pies al andar, pero creo que es el poder de la
mente el que ha conseguido dejar de sentirlos. Un plátano, unas galletas, … las
piernas las siento ligeras hoy.
Y así
llegamos a la última subida, durísima, con una pendiente tremenda y tierra y
piedras sueltas donde es difícil agarrarse.
Los últimos
quilómetros se hacen eternos y es de nuevo la mente, el poder de la mente el
que sustituye al del cuerpo, y la capacidad de sacrificio alcanza límites a los
que jamás hubiera pensado que podría llegar. La necesidad nos permite descubrir
cuánto podemos sacrificarnos más de lo que creíamos. Estamos tan acostumbrados
a la vida fácil que tenemos a diario que cualquier pequeño contratiempo nos
parece definitivo en muchas ocasiones, nos hace retroceder en vez de resistir confiando
en la capacidad de aguante, de sufrimiento, de la que somos capaces. En este
caso, la necesidad nos hace sacar lo mejor que tenemos. Observando ahora la
experiencia desde el descanso de este césped al sol, descubro también que la
ausencia de todas esas distracciones superfluas que tenemos a diario alrededor,
nos permite concentrarnos mucho más en nosotros mismos y en las cosas
esenciales, en las verdaderamente importantes.
Un día tan
duro, todo el mundo se saluda, se felicita y es fácil ver cómo es auténtica la
alegría que todos los peregrinos sienten al ver que van llegando uno a uno los
demás.
Un hombre
que hace el camino con su hija, de unos 16 años, llega con ella. La cara de
fatiga de la niña impresiona y es muy emocionante ver cómo todos se acercan a
felicitarlos sin conocerlos.
Hoy se van
sentando conmigo según van llegando, uno a uno, los nueve compañeros que suelen
ir juntos. Ellos muestran otro ejemplo de solidaridad. Los primeros en llegar
tenían aún sitio en el albergue; sin embargo, deciden quedarse juntos en una
pensión alquilando una habitación para diez. Les cuesta un poco más caro, pero
no dejan solos a los últimos en llegar.
He decidido regalarme una cerveza al terminar
cada etapa. Después, tras el descanso y la ducha, el bocadillo de cada día.
Pasa un río
junto al albergue. Algunos peregrinos se están refrescando. Yo no lo hago
porque la humedad excesiva no le viene bien a mis pies, pero sentarme en el
césped a la orilla en esta sombra que refresca el rumor del agua corriendo, me resulta
muy relajante.
Gontán es
muy pequeño, apenas una plazoleta con un par de bares y una tienda. El río, la
arboleda y, aunque estamos muy altos, al fondo, la montaña sigue subiendo.
¡Cómo se goza de esta tranquilidad de este descanso, después de tanto esfuerzo!
Y termina el
día. La rutina se hace apetecible, es como si viniéramos buscando a este camino
muchas de esas cosas que podríamos tener a diario y no nos atrevemos a
tenerlas, como la rutina: cenar, leer un poco, el placer de las últimas
llamadas `para acabar de aprehender el día y … el sueño.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
martes, 25 de noviembre de 2014
Tercer día. 8 de agosto de 2013. Lourenzá.
Hoy he hecho
la primera etapa de este peregrinar.
Me levanté a
las cinco y media de la mañana. Desayuné rápido me aseé y al poco tiempo estaba
ya en el camino.
Fue hermoso
ver el despertar de un pueblo que no conocía, ver cómo los primeros rayos de
luz jugaban con el agua meciéndola junto al viento, ver cómo gente que no
conozco, que no he visto nunca van abriendo las persianas del nuevo día en este
pueblo lejano de una forma tan parecida y tan distinta a como ocurre cerca de
casa cada mañana.
Todos
aquellos a los que pregunté fueron muy amables en sus indicaciones.
Y
despertando yo a la vez que el día me
fui internando en el camino: primero un convento, luego un hórreo, algunas
casas antiguas –muy antiguas- de campo y, poco a poco, el bosque: grandioso y,
sin embargo, acogedor, subiendo con todo su silencio hacia arriba (¡cuántos
surtidores de sombra y sueño ascendían envueltos en su verdor para refrescar el
cielo!). El suelo, tapizado de helechos, los animales se movían con la
tranquilidad de saber que el campo era todo para ellos.
Se hacía
difícil no parar a cada paso a disfrutar de todo ese derroche de belleza y
bienestar que se nos ponía a nuestro alcance.
Desde el
principio, me fui cruzando con caminantes que iban solos: un chico de barba
rubia que me recordó mucho desde el principio a Rafa Rueda, luego a una mujer
muy extraña, que parecía portuguesa y finalmente a un chico suizo muy amable.
A la mitad
de la etapa, se me rompió una ampolla en el dedo pequeño y tuve que parar a
curármela. En ese momento, las apariciones y desapariciones de los caminantes fueron
providenciales, hasta el punto de que , ayudados por la magia del entorno,
pensé varias veces que parecían puestos por alguien o por algo en los momentos
oportunos para hacerme más fácil mi camino: algunos por la compañía justa que
me fueron dando, otros porque con sus confusiones fueron dándome la esperanza
necesaria para llegar al albergue.
He pensado
también hoy muchas veces: “os quiero llevar todo esto”, toda esta belleza,
todas estas sensaciones que voy atesorando. Y os las llevo, no sé cómo os las
iré transmitiendo, pero lo haré, sé que lo haré.
Por fin
llegué al albergue: cansado, muy cansado, con el pie dolorido, pero tan
contento …, tan satisfecho …
En aquel
momento en que se me rompió la ampolla pensé en volver, pero incluso entonces
creía firmemente que había merecido la pena llegar hasta aquí, aunque sólo
hubiera sido para hacer una etapa.
Luego, las
llamadas, los mensajes, la ducha, el lavado, el tendido de la ropa, la cerveza,
el supermercado, … y el descanso: la lectura, la escritura, … el descanso.
Después de
descansar un poco en la cama y curarme los pies, me tendí un rato al sol, en el
césped. Allí continué con mis lecturas sobre la libertad y la capacidad de
elegir que tenemos. Siempre son interesantes estas reflexiones, pero aquí, durante
el camino, quizás sean especialmente interesantes, quizás porque estás tan
dentro y tan fuera de ti a un tiempo, tan atento a tu mundo y al mundo que todo
parece tener una lectura interesante, que en todos los pequeños detalles parece
encontrarse algo nuevo, que todo parece enseñar, todo parece hacerte crecer.
Más tarde, intercambié impresiones sobre la etapa y sobre su origen con algunos peregrinos. Resulta curioso convivir con gente de la que no sabes nada, de la que no necesitas saber nada; que no saben nada sobre ti, que no parecen necesitar saber nada sobre ti.
Ahora, vuelvo
a aislarme un rato para escribir estas líneas y siento de nuevo las palabras y
los mensajes que me alientan cada día; el compartir continuo con vosotros
esta aventura, incluso, cuando hace horas que no os oigo, incluso, cuando faltan horas para oíros de nuevo.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
lunes, 24 de noviembre de 2014
Día segundo. 7 de agosto de 2013. Ribadeo.
Éste ha sido mi primer día aquí en
Galicia. Hoy no he hecho ninguna etapa del Camino; aunque para mí ha sido,
realmente, la segunda etapa de “mi camino”.
He pasado todo el día en Ribadeo,
paseando, conociéndola y situándome en mi
nueva realidad de peregrino.
Ya cuando me bajé del autobús, sentí
esa mezcla de emoción y desamparo que produce siempre estar lejos de casa a
solas.
Es curioso observar los resortes
interiores que se ponen en funcionamiento en estas circunstancias y que uno
apenas sabía que estaban ahí, adormilados como los tenemos por esa vida fácil y
tan poco motivadora que nos hemos ido creando.
Estaba lloviendo, así que me tuve
que poner el chubasquero y empezar a andar con la mochila a cuestas en busca del albergue.
Quise empezar tomándome un café para
entrar en calor y no sé si para diferir un poco el inicio de todo.
Afortunadamente, la cafetería de la estación no era precisamente el mejor sitio
para ello y abandoné la idea. Una llamada breve me permitió compartir y
desahogar la emoción tan intensa del momento.
De camino al albergue, amaneció el
día mientras recorría la ría, un hermoso paseo en solitario acompañado por el
saludo frecuente de los madrugadores del lugar. Después de pasar bajo un puente
impresionante apareció el albergue agazapado en la tierra, escamoteado en la
acera, en la misma orilla del mar.
Al llegar, había allí una pareja de
jóvenes que luego supe que eran vascos El albergue era pequeño y muy nuevo. En
él, aún dormía una chica. Yo no tenía ni idea de cuál era el modo de actuar al
llegar a un albergue. Estos muchachos fueron mis instructores. Cogimos cama,
fuimos a buscar a la hospitalera a la oficina de turismo. El primer sello en mi
credencial, era como certificar oficialmente el inicio. Me dio un poco de
vergüenza advertir una cierta emoción ante un hecho tan insignificante, pero no
estaba dispuesto a prescindir de ningún sentimiento en estos días, así que
mandé mis vergüenzas a dar una vuelta y yo me quedé disfrutando un ratito con
mi emoción ingenua.
La hospitalera era la señora
encargada de la oficina y nos contó lo más interesante que podíamos ver en la
ciudad.
Tomé café con los chicos vascos y
fui a comprarme un chubasquero más serio, pues el que llevaba era muy fino,
aprovechando que había mercadillo. Corriendo conseguí llegar hasta el autobús
que llevaba a la playa de las catedrales.
Aquel lugar me pareció una romería
de turistas que visitaba una playa. El lugar es espectacular; pero no
conseguía ver con naturalidad un recorrido turístico por una playa donde,
apenas ocho o diez personas, se bañaban. Me costaba trabajo adaptarme a una "playa para ver" y no para bañarse o para tomar el sol. De todas formas, lamenté
no haber traído mi cámara de fotos, pues el lugar era muy bonito. Después de un paseo largo entre la
gente, me fui arriba y me senté al borde de uno de los muchos acantilados que
forman la playa. El aire fuerte, las olas rompiendo enérgicas, la majestuosidad
de las formaciones rocosas, la infinitud del mar en el horizonte me hicieron
ahondar en mi soledad, en mi pequeñez de hombre, en la inmensidad del TODO con
el que me siento ahora fundido indisolublemente.
A la vuelta, hice la compra para
comer el resto del día y el siguiente. Por el camino, fui visitando los
monumentos del lugar y un precioso barrio de indianos sobre cuyas casas el
tiempo ha extendido su velo haciéndolas hermosamente desvalidas.
Cuando llegué, ya había más gente en
el albergue: un grupo de unas nueve personas que parecía conocerse de varios
días ya, y otras tres: un sevillano, una mujer castellana y un hombre muy tímido
y servicial que bien pudiera ser un sacerdote. Todos se conocen, unos más y
otros menos, pero todos ellos parecen conocerse.
Es curioso este juego en el que todos nos observamos a distancia. Me
gusta esta primera impresión, me siento acogido con naturalidad y , a la vez,
con total independencia para ir y venir a solas cuando me place.
Empiezo a distinguir identidades en el grupo de nueve: dos
chicas catalanas, dos hombres extremeños, de Mérida, un almeriense, un
valenciano y un castellano-indefinido, que puede ser, incluso, madrileño.
Comienzo a ver pies doloridos con ampollas y no puedo evitar
cerrar los ojos y concentrarme en los míos, como pasándoles revista.
Por la tarde salió el sol. Estuve leyendo un rato tumbado en
el césped y escribiendo sobre el día anterior. Luego fui por el paseo de los
miradores, una excusa estupenda para recorrer largamente la languidez del sol
del norte en la tarde a lo largo del mar. Me detuve en el faro. Mis pies me
volvieron a llevar al acantilado y el aire contra la cara me trajo los
recuerdos de ayer como si vinieran de lejos, como si este viaje no me hubiera
situado solamente en un lugar lejano, sino en un estado lejano, tan distinto al
de ayer (sólo fue ayer cuando salí), que me parece también muy lejano en el
tiempo.
Al volver, con el mar a un lado y un bosque de eucaliptos al
otro por donde se pone el sol, un niño juega a alcanzarme y se aleja de sus
padres que lo llaman riendo. El niño me pregunta mi nombre y me dice que se
llama Adolfo. Sólo los niños pequeños pueden reír de esa manera en que parece
que toda la luz de la tarde es parte de su risa. Yo aligero el paso y él lo
hace también. Continúa riendo y consigue que la llamada de sus padres y mi
conversación se fundan con la suya en una risa única.
Al volver al albergue me resistía a entrar y fui a abrigarme.
No quería perderme aquellas últimas luces reflejadas en el agua, pero mañana
había que salir temprano y, tras cenar, me tumbé en la cama. Quise ser
consciente de mi primera noche en un albergue y creo que todas mis sensaciones
del día se fundieron con el último instante de consciencia antes de dormir.
Etiquetas:
Camino de Santiago. Diario de un caminante.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)